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Adrenocromo (VII)

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Se dice, se cuenta, se comenta que el adrenocromo no existe, que existe; que produce efectos psicoactivos, que no los produce; que esto, que aquesto y lo de más allá; que ni lo uno, ni lo otro sino todo lo contrario…. ¿Qué será… será, pues, y qué hará o qué dejará de hacer esta sustancia? Sigan ustedes leyendo y, muy pronto, lo sabrán.

Por Eduardo Hidalgo

Proseguimos con el relato de la cata de adrenocromo administrado vía endovenosa:

En fin… Me levanto; y me visto. Cojo unos calzoncillos y al ir a ponérmelos me llama la atención su color rojo, rojo como la pura sangre cargada de adrenocromo. «Huy, que putón», pienso, «como si fueras a ligar o algo» y vuelvo a escojonarme vivo. Me los habré puesto cien mil veces y jamás había pensado nada de nada sobre ellos. La verdad es que jamás había pensado nada sobre mis calzoncillos. Bueno si, recuerdo que, hace años, en la adolescencia, cuando compartía habitación y ropa intima con mi hermano mellizo, solía pensar: «¿pero qué cojones hará este tío con su piba?» Porque había algún que otro gallumbo con un agujero en el centro de la parte frontal. Años después me enteré de que mi hermano se hacía exactamente la misma pregunta respecto a mí y a mi novia. Se me caen las lágrimas de la risa. Lo curioso es que nunca descubrimos el origen ni la razón de ser de esos misteriosos agujeros. Por lo demás, he de confesar que si, que aún hoy en día, pienso algo en relación a mis calzoncillos. Concretamente al respecto de unos amarillos, pertenecientes a un pack multicolor que hace tiempo me regaló mi ex. El caso es que no soy nada supersticioso. De verdad, para nada. Pero, no sé, ponerme esos calzoncillos amarillos me da una aprensión que te cagas. Intento evitar hacerlo siempre que puedo, pero, a veces, no me queda más opción, sobre todo desde que me he separado y ya nadie –ni mi madre ni mi novia ni mis inexistentes amantes- se encargan de surtirme de ropa interior.

Bueno, al grano. El caso es que me visto y salgo a la calle. Voy al banco a hacer unas gestiones (léase: intentar anular –ingenuo de mí- por enésima vez las tarjetas de crédito, que me están jodiendo la vida desde hace dos años). Vuelvo a descojonarme pensando que, con esas manchas en los dedos, todo el mundo se va a dar cuenta de que soy un reptiloide.

Por el camino llamo a Chemita para decirle que voy pallá, que estoy vivo y que no soy peligroso (ja, ja, ja, ja, le da igual, como si lo fuera, está preparado para lo que le echen, bien lo sabemos los dos, que, como él dice, más de una vez nos hemos jugado la vida con una mirada, así que ni el adrenocromo ni los Illuminati ni Rita la Cantaora nos van a intimidar ahora).

En el trayecto hacia el banco tiro los litros de birra vacíos en un contenedor para vidrios (tiempos aquellos en los que te daban 5 pesetas por cada botella… la pasta y las juergas que nos corrimos gracias a ese bendito y extinto sistema de trueque).

Uno: ¡crash! Dos: ¡crash! Tres: ¡crash! Y así hasta nueve; aunque, como les digo a mis hijos: «¡hombre, tampoco me los bebí todos ayer, ja, ja, ja, ja!» De hecho, veo que uno está casi lleno, de modo que, echo cuentas y, en mi descargo, caigo en que la noche anterior –u otra cualquiera, vaya usted a saber- bebí casi un litro menos de lo estimado… (y aún así, ¡qué ciego iba!, fuera la noche que fuera, no lo duden).

Acto seguido, tras terminar infructuosamente mis gestiones bancarias –y lo que te rondaré, morena- me dirijo directamente al centro de operaciones de la Editorial Amargord. Al efecto, me llevo los antídotos, por si acaso, y porque, joder, la verdad es que hace tiempo que tengo tantas ganas de hincarle el diente a la vitamina B3 como al adrenocromo… (lo que es el vicio, muyayos).

Pienso en coger algo para apuntar mis impresiones, siguiendo la recomendación de mi colega y editor de llevar conmigo un bloc de notas para la ocasión, pero no lo hago. Es algo personal: no puedo con los blocs de notas, los folios me vienen grandes y los papelillos se me extravían siempre, los muy cabrones. Así que no me llevé nada, más que la cabeza, sobre los hombros, y en ella fui apuntando lo siguiente:

El día anterior a la toma estaba bastante depre, o bueno, tirando a deprimidillo, por lo menos. Hoy me he levantado jocoso, ya lo he dicho, pero en el tren, camino a Colme, me siento “raro”, veo a la gente “rara”, sus gestos y sus movimientos me resultan extraños, en un par de ocasiones amenazantes (ahora entiendo que, como aquel psiquiatra mencionado por Hoffer y Osmond, calculaba mal las distancias y sentía que, a veces, algunos individuos invadían agresivamente mi espacio vital, cuando realmente no era así). La cuestión es que, en tales circunstancias, me abstengo de mirar a la peña. Todo el mundo me parece super-freaky. Si les miro más de una décima de segundo no puedo contener la risa. Así que paso de movidas, que ya voy bien surtido de ellas en el día a día y sin adrenocromo de por medio.

Tengo intensas sensaciones de desrealización y algún deje paranoide (la impresión de que algún que otro capullo que me mira raro y cosas así). Me llaman mucho la atención los pechos de las chicas. «¡No te jode! Como a todos», dirán algunos. Pero no, no es eso, no es por el componente sexual (que también lo hay –y es que, vaya orejas tienen algunas…-), es porque me resultan extremadamente extraños, raros, desconcertantes, sobre todo cuando, por las prisas al andar, se bambolean arriba y abajo: boing-boing-boing… freaky planet… ¡qué especimenes más raros! De verdad que me quedo anonadado…

Tras hacer trasbordo en Atocha, tomo asiento en un vagón sin apenas viajeros. La escasa presencia de humanoides me relaja. Miro por las ventanillas y dejo pasar el rato. Empiezo a pensar en mi vida. Me entra una angustia tremenda (no se asusten, que no tiene nada que ver con el adrenocromo sino con mi vida: a usted también le entraría si estuviera en mi pellejo), tan tremenda que me hace parar en seco tales pensamientos. No puedo con ellos, aunque, más adelante vuelven a hacer acto de presencia, pero, de nuevo, los desecho al instante, esta vez por puro aburrimiento, por mero hastío, lo cual se me revela como un maravilloso efecto del adrenocromo, puesto que, normalmente, soy capaz de estar rumiando sobre ese tipo de cosas durante largo rato, sintiéndome incapaz de ponerle coto al asunto. De tal manera que, me olvido de todo y me limito a observar, absorto y estupidizado, los campos de la sierra norte de Madrid. Sin embargo, al cabo de un rato, se me entrecruza toda una serie de pensamientos que compiten por monopolizar lo que surge y bulle en mi adrenocromizado cerebro. De una parte, siento un hambre canina, y ansío catar la prometida paella, tratando de degustarla con anticipación. De otra, intuyo que, al llegar a casa de Chema, tendré que explicar mi experiencia; y no me apetece lo más mínimo. La cuestión es que, llegado a un punto, toda esta disputa “ideológica” comienza a tocarme las pelotas soberanamente. Y en esas ando hasta que, bendita sea, llego a mi destino: la casa de Chema, de Inés, de Alejandra, de Miguel y de la casera que se la alquila, donde, por fortuna, nadie me pregunta gran cosa sobre nada de nada (dando muestras de lo sabios, amables y hospitalarios que, como pocos, lo son y siempre lo han sido).

Aun con todo, me siento algo raro, más aún cuando empiezo a hablar con Miguel y me cruzo con su mirada, centelleante, penetrante, llena –como ninguna- de luz, de vida, de cordura, de locura y de buena marihuana.

No se hable más: decido tomar la B3 antes de comer y de que me de el yu-yu. Tal vez, así pueda tranquilizarme, y de paso, constatar si la nicotinamida hace realmente efecto y, con ello, confirmar o refutar si también el adrenocromo lo había hecho. Y, en efecto, después de la paella y de las vitaminas me siento mejor, normal, pero cansado, con ganas de echarme una siesta. Me duele la cabeza –mogollón-. Me recuesto en el sofá mientras hablan Chema, Miguel y Alexis… a ratos no puedo evitar soltar unas risillas, su conversación es totalmente esquizoide, parece que los que fueran de adrenocromo fueran ellos. Chema trata de comunicar a Alexis el concepto de uno de sus innumerables proyectos. Hila, sin cesar, ideas e imágenes, a cual más onírica, poética, bella, surrealista, incomprensible, desternillante o todas las cosas a la vez: «podría haber agua, una cascada, una chica que aparece por ahí, sin venir a cuento –le puede faltar un brazo, por ejemplo-». Alexis, nockeado a partes iguales por el torrente de lírica amargordiana y por la tremenda resaca con la que carga a cuestas, bebe pausadamente una gran taza de café. Atiende todo lo que puede e intenta hacerse una composición de lugar de lo que su interlocutor trata de transmitirle. Aunque me temo que no lo consigue (ni él ni nadie). Miguel habla sólo, soltando frases que derivan por senderos inescrutables y que suelen acabar en una gran risotada que le hace toser como si tuviera un blandi-blub en la garganta a punto de salir expulsado e invadir todo el salón. Inés le interpele: «Ese problema que tienes…». Miguel no deja que termine la frase, ya se encarga él mismo de hacerlo: «Tengo 2000 tipos de problemas distintos y he pasado por 14.428 procesos diferentes ¡¡¡ja, ja, ja, ja, cof, cof, coff, cofff, bruahhhhhhhhhh!!!».

Cosas así, jai, jai, jai, jai.

Al final estamos todos doblaos, con ganas de siesta. Miguel me acerca a Madrid. De ahí pillo el bus y voy a mi casa y, ahora si, apunto unas notas sobre la experiencia.

Al día siguiente me despierto (como todos los días hasta hoy). Estoy normal y me doy cuenta de que ayer no lo estaba (nada nuevo bajo el sol, no es la primera vez que me pasa). Era algo sutil, pero no estaba normal. Hoy, como diria Osmond: «vuelvo a ser yo mismo», aunque me echo una partida a Pokemon Cristal y las imágenes me resultan algo extrañas en su color y tamaño –y mira que le he echado horas a este juego sin que me pasara nada parecido-.

A toro pasado, Chema dice que el día del que hemos hablado me comportaba con normalidad, pero que se me notaba raro. No sé, él sabrá, yo ni putis, aunque lo cierto es que he estado varias veces en su casa y jamás me había dado por recostarme, cerrar los ojos y pasar de todo, como hice aquel día, y eso que he acudido a su casa mucho mas que resacoso en tantísimas otras ocasiones.

Eso es, más o menos, todo lo que podemos contar sobre el bioensayo por vía intravenosa.

Acerca del autor

Eduardo Hidalgo
Yonki politoxicómano. Renunció forzosamente a la ominitoxicomanía a la tierna edad de 18 años, tras sufrir una psicosis cannábica. Psicólogo, Master en Drogodependencias, Coordinador durante 10 años de Energy Control en Madrid. Es autor de varios libros y de otras tantas desgracias que mejor ni contar.

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