En los albores de este nuevo siglo una silenciosa sombra está debilitando al ser humano. Cuando todos los gobiernos ponen su empeño en una absurda guerra contra las drogas, dirigidos dócilmente por las imposiciones de los Estados Unidos de América y auspiciado por la ONU, se están colando en nuestras vidas toda una suerte de drogas legales que cuanto menos harán que las futuras generaciones se enfrenten a una factura de la que tendrán que hacerse cargo, mientras la industria farmacéutica se frota las manos y los gobiernos se mantienen silenciosos observando a sus ciudadanos en un eterno trance adormecidos.
Este comienzo que puede parecer catastrofista o bien la cabecera de una noticia de Antena 3, no es nada comparado con otro titular: España está a la cabeza del consumo de antidepresivos en Europa. Pero este es mejor: España es el primer país en administrar antidepresivos a menores.
Hace un par de días bajé a hacerle una visita a mi simpática y bien surtida farmacéutica cuando, mientras esperaba, dos chicas a las que estaba despachando compraban cajas de Paroxetina®, Lexatin® y Orfidal®… pocos días antes me encontré con una señora de unos 65 o 70 años comprando todo un arsenal de benzodiacepinas, hipnóticos y Prozac®. La señora argumentaba que se iba de viaje (y qué viaje!). Lo cierto es que se gastó un total de 390 euros en este tipo de drogas legales.
En occidente la tasa de consumo de antidepresivos, hipnóticos y sedantes oscila entre el 10 y el 20% de la población. En Madrid en el año 2001 las benzodiacepinas ocupaban el tercer lugar en venta de fármacos. El recurrir a este tipo de medicamentos sin la supervisión de un médico y un psicólogo fuera de un marco terapéutico lleva a muchas personas a caer en una red formada por adicciones, intereses económicos y sociales que repercuten en su salud mental. Y es que a medida que nos volvemos más sedentarios físicamente, nos vamos convirtiendo en “sedentarios emocionales” gracias a los psicofármacos de prescripción médica y de esta manera eludimos el sufrimiento sin enfrentarnos a él. ¿Pero qué nos ha llevado a esta situación que ha convertido las calles en un paseo de lexatinizados y prozaxitados? ¿Qué repercusiones tiene y quiénes están implicados? Esta y otras respuestas se intentarán dar en este artículo.
Pero antes comencemos con esta historia…
Margarito B. es directivo de una empresa. Con 37 años es un hombre de brillante c
Tras este velo de la realidad se ocultan cuatro factores que tienen el mismo grado de (i)rresponsalibidad e interrelación: industria farmacéutica, clase médica, pacientes y gobiernos. Debo ser breve en mi exposición pero intentaré definir el grado de implicación de cada uno de ellos. No es el fin de este artículo dar soluciones. Para que estas soluciones se puedan vislumbrar en, a lo mejor, una enciclopedia de 12 volúmenes, evidentemente hacen falta cambios muy profundos tanto a nivel social como cultural. Pero lo que sí voy es a exponer datos y evidentemente mi opinión sobre un tema que repercute en todos.
La depresión es el ejemplo más representativo de los denominados trastornos afectivos, que se caracterizan por la alteración del estado de ánimo, que puede estar reducido (ánimo depresivo) o elevado (euforia propia de los cuadros maníacos). Aunque existen núcleos de población más predispuestos a padecerla, nadie está a salvo de padecer un trastorno de este tipo. No existe una sola causa para su aparición. Los desencadenantes de los trastornos depresivos generalmente incluyen una combinación de factores genéticos, psicológicos y ambientales. Por ejemplo, algunos tipos de depresión tienden a afectar a miembros de la misma familia, lo que sugiere que puede existir una predisposición biológica. La depresión mayor o depresión común es el trastorno afectivo más frecuente y es más prevalente en la mujer que en el hombre (2:1). Con respecto a la edad, se puede presentar un episodio depresivo en cualquier momento de la vida, pero, según los estudios epidemiológicos, la edad media de comienzo se sitúa próxima a los 30 años, siendo similar en los dos sexos. Y aunque la depresión no es una enfermedad contagiosa tal y como recogen los manuales de medicina, el mantenernos frecuentemente cerca de personas con trastornos afectivos de este tipo puede llevar a contagiarnos su estado de ánimo. Esto mismo podríamos extrapolarlo a núcleos de población y podríamos percatarnos de cómo se trasmite el estado de ánimo entre las personas que los conforman. Por otra parte, si se habla de la depresión en cifras, en España los datos muestran una prevalencia ponderada del 6,9 por ciento, aunque si sólo se consideran los síntomas depresivos recogidos en forma de cuestionarios, la frecuencia de los denominados “casos depresivos” es mucho mayor, oscilando entre el 15 y el 36 por ciento. No obstante, en el supuesto más conservador (5 por ciento), estamos hablando de que la depresión afectaría a unos dos millones de españoles. La OMS ha confirmado que la depresión es la primera causa de discapacidad en el mundo actual y supone un 27 por ciento de todos los casos de discapacidad generados por cualquier afección. Aparte de las repercusiones clínicas de esta enfermedad, incluyendo el alto riesgo de suicidio, el impacto sobre la calidad de vida de las personas que la sufren es muy importante y superior al de la mayoría de las enfermedades somáticas crónicas y, además, supone una utilización de los servicios de salud en Atención Primaria tres veces superior a la media del resto de pacientes. En España, las depresiones constituyen el 30,6 por ciento de las urgencias psiquiátricas y están detrás del 24,1 por ciento de todos los ingresos hospitalarios por trastornos mentales, lo que supone más de 1.543.000 estancias hospitalarias anuales. Su coste económico es enorme y superior también al de otras patologías muy comunes como la diabetes, la artritis o las enfermedades coronarias. En el año 2001 en España, los antidepresivos, sedantes, tranquilizantes e hipnóticos ocupaban el tercer lugar en el gasto farmacéutico del Insalud por un importe de 27 mil millones de pesetas con un incremento del 15% respecto al año anterior. Pero ¿cómo trata la medicina y la psiquiatría este tipo de casos?
La Psicofarmacología.
Hasta los años 50, los estados depresivos se trataban básicamente con electroshock -lo cual no ofrecía mucha confianza a los pacientes- pero fue en esta década dorada de la química cuando aparecieron los psicofármacos. En un principio los antidepresivos tricíclicos presentaban muchos efectos secundarios y hacían la vida de algunos pacientes aún más penosa. Más tarde, después de la aparición de nuevos psicofármacos en la década de los noventa, llegó el Prozac®, cuyo principio activo prometía erradicar la plaga del nuevo siglo: la depresión. Este medicamento abrió las puertas al desarrollo de nuevos agentes antidepresivos, sobre todo los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS). En un principio este tipo de medicamentos se muestran efectivos cuando el paciente es sometido a control por parte de un terapeuta que lo ayude a trascender el episodio en el que está envuelto. No vale con ir al médico de cabecera y llevarnos alegremente la receta a casa para mitigar nuestras penas. Sin embargo recientemente la Revista de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica resaltaba que <<…los nuevos antidepresivos no han presentado ninguna prueba real de ser más eficaces que los antidepresivos de los años 60 en las depresiones mayores. Los antiguos tricíclicos deberían continuar siendo los fármacos de primera elección si el marketing no sustituyese valor de uso por valor de cambio.>> Frente a la ciencia normal, la psicofarmacología está llena de modelos contrapuestos, respecto al lugar de acción de los fármacos, los mecanismos intermedios de acción, las indicaciones y contraindicaciones de los mismos. Por ejemplo, el ansiolítico más usado en Estados Unidos no se usa en España por motivos legales y de comercio.
Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, los antidepresivos se recetan alegremente para regocijo de las farmacéuticas, que han encontrado en los médicos, psicólogos y psiquiatras a unos estupendos e incuestionables mercaderes. Pero más allá de ese tratamiento del dolor, la depresión o el insomnio, los nuevos mercaderes nos ofertan cómo estar en forma para trabajar más, o cómo follar mejor con la Viagra®, o cómo ser más positivos en nuestra recepción del entorno, en una apuesta por hacernos dimitir de cualquier deseo de cambiar el mundo externo y cambiar nuestra visión crítica por un mundo interno lleno de endorfinas que nos hagan ser felices a pesar de la dureza de nuestros amos. El pasado mes de junio salió publicada en El País una noticia sobre un reciente estudio supuestamente “independiente” llevado a cabo por investigadores americanos. En dicho estudio estadístico se entablaba relación directa entre el el consumo de Prozac® y el descenso de los suicidios entre la población estadounidense, alababa los beneficios del Prozac® y lo aconsejaba incluso para el síndrome premenstrual. Este estudio me recuerda a aquel otro de un psiquiatra de la marina norteamericana que encontraba también una estrecha relación entre el consumo de pescado y el bajo índice de depresivos en Japón. Tras consultar a algunas personas que han tenido acceso completo a dicho estudio muestra claras deficiencias, una visión completamente sesgada del estudio estadístico y parece ser ninguna base creíble. Quizá podría ser porque los estadounidenses han dejado de ir al McDonalds® y han empezado a comer pescado como recomienda el otro estudio. España es un caso extremo en consumo de tranquilizantes, antidepresivos y ansiolíticos: sumando los datos del informe Indifarma del año 2001, publicado por el Insalud, se consumieron en España, a cargo de la Seguridad Social, algo más de 143 millones de comprimidos de los dos antidepresivos más comunes: la Paroxetina y la Fluoxetina. Si sumamos todos los tranquilizantes, hipnóticos y ansiolíticos más recetados, se consumieron alrededor de 597 millones de comprimidos. A estas cifras habría que sumarle alrededor de un 30% proveniente de los medicamentos recetados que no corren a cargo del Sistema Público de Salud, lo que equivaldría a un total de 910 millones de monodosis o comprimidos destinados a aplacar el malestar anímico o psicológico de la gente. Pero si pensáramos que son verdaderos casos depresivos, estaríamos hablando de una alarmante epidemia a nivel general. Y, lo que es peor, este índice ha ido en aumento estos últimos años.
El Gremio Médico.
Queda claro que no podemos echar toda la culpa a los especialistas sanitarios, ya que, como seres humanos, se amoldan a las circunstancias sociales que, en forma de presión, hacen que sucumban, consciente o inconscientemente, a actividades o procedimientos, que favorecen directamente los intereses de determinados poderes económicos o sociales en detrimento de la salud de sus pacientes. Por otro lado, es razonable pensar que la clase médica debería adoptar una postura respecto a la presión de las farmacéuticas, que si bien antes premiaban económicamente a los médicos que expedían sus recetas, ahora y por una cuestión de ilegalidad en esta práctica, se dedican a invitar a los psiquiatras a convenciones en Bali, en las Seychelles o en Viena. El capital humano de un gremio hasta ayer despreciado por las multinacionales farmacéuticas, los psiquiatras, se ha percibido como central por parte de los grandes laboratorios y la función de mecenazgo parece imparable: la diferencia entre que las virtudes de un antidepresivo se den junto con un boli y una carpetilla como antaño y que dichas virtudes se cuenten en el más lujoso hotel de Bali, resulta definitiva en favor del laboratorio que lo presenta en Asia con gastos y atenciones pagadas a los que luego deben recetarlo. Pero aún hay más: cada receta expedida por un médico y canjeada en la farmacia queda registrada y aunque se supone que estas deben ser destruidas, existe una empresa que se dedica a recolectar estas recetas “destruidas”, las procesa y voila! Ya podemos dar los premios.
Los Pacientes.Pero en esta trama los médicos y la industria farmacéutica no tienen toda la culpa. Como ya hemos visto en la historia de Margarito B, el tratamiento de los pacientes pasa por la acuciante necesidad de supuestas soluciones rápidas y ajenas a cualquier tipo de trascendencia interna, lo que conlleva una pérdida del control terapéutico que, debido a la automedicación provoca una dependencia pasiva a toda suerte de psicofármacos, un tipo de drogodependencia que sólo puede remitir si se ataja a tiempo. Los antidepresivos están inicialmente indicados y diseñados para actuar sobre sentimientos endógenos y su genealogía histórico comercial, sin embargo según su valor de uso, “depresión” pasa a ser un término que significa todo lo que les ocurre a individuos en los más variados conflictos: desde el duelo a los dolores sin causa, desde los vicios de jugadores al ascetismo anoréxico, desde la vejez al parto. Todo se rotula bajo la sospecha de depresiones encubiertas y los antidepresivos pasan a ser fármacos a consumir por toda clase de pacientes aquejados de dolores físicos, psíquicos o más allá: de personas en situación de duelo -una historia de amor desgraciada puede arreglarse desde la farmacia-. En una pequeña encuesta realizada a población escolar de entre 14 y 18 años, estos curiosamente manifestaban conocer lo que son los orfidales, transiliums, lexatines o valiums mientras que desconocían para qué servían drogas ilegales como la LSD, la MDMA o el speed. Todos ellos conocían la existencia de estos medicamentos por familiares directos o amigos, y los veían como algo relativamente normal y socialmente aceptado. Algunos incluso llegaron a manifestar abiertamente que preferían tomar este tipo de fármacos a enfrentarse a una ruptura amorosa o la muerte de un familiar. La Industria farmacéutica.Mientras todo esto ocurre me imagino a un señor que mira por la ventana de su casa en la colina desde donde se divisa toda la ciudad mientras sostiene una copa de coñac francés en la mano y piensa: “Todos esos quejicas que quieren cambiar la calidad de sus vidas sin cambiar ninguna de sus circunstancias, esos individuos perezosos que sin examen de sus vidas quieren que la felicidad se les aparezca, esa colección de siervos que quieren libertad en una píldora que les evite romper con las cadenas de una horrible cotidianeidad…” Y es que no nos engañemos: detrás de cada fármaco hay una poderosa industria que maneja miles de millones de euros anuales y que esconde tras sus largos hilos toda una suerte de intereses políticos y accesos a las más altas esferas del poder. Las aberraciones genocidas llevadas a cabo por la industria farmacéutica pasan por todo un elenco de experimentos y ensayos sobre población civil sin consentimiento tal como ha ocurrido en África. Por otro lado las farmacéuticas se han convertido muchas veces en “creadoras de enfermedades”. Como empresa, esta industria lo único que busca son beneficios económicos independientemente de la calidad o efectividad de sus productos.
El Estado.¿Qué hacen nuestros gobernantes y políticos mientras esto sucede? En 1984 la Comisión de Estupefacientes de la ONU se reunió para dictaminar sobre las benzodiacepinas y sus afines. La producción y el consumo mundial del diazepam (Valium®) y otras 33 benzodiacepinas mostraba entonces las cifras más elevadas que hubiese alcanzado jamás droga alguna, ya que se vendían bajo más de ochocientas denominaciones; su volumen de fabricación anual se calculaba conservadoramente en unas cinco mil toneladas, que equivalen a un billón de dosis. En esta ocasión, el debate fue acalorado pero las benzodiacepinas se quedaron en la Lista IV, la más cómoda ya que en la mayoría de los países esto implica que no se requiere receta médica para adquirirlas. En 1985 la ONU informó que aproximadamente 600 millones de personas en el mundo tomaban diariamente uno o varios ansiolíticos (Escohotado, 2005).
Quizá la complicidad más vergonzosa y rastrera sea la de los Estados al consentir y mantener esta situación, pues si bien las esferas del Poder Político controlan todos los datos de esta problemática social y adquieren a través de este control una visión global de la misma, no toman medidas para atajarla y se esconden tras intereses muy poco legítimos, como los del Microorden Público Estatal y su necesidad de legitimar y posibilitar los ritmos de vida cotidiana. Vida cotidiana que consiente unas condiciones de trabajo, habitabilidad y sumisión difíciles de admitir sin unos fármacos que permitan dormir, comer y no irritarse. Aquí es donde confluye el interés de Estado con los intereses del Mercado. Cuando a unos inmigrantes clandestinos se les dio Haloperidol para devolverlos a sus países de origen, donde el tirano de allí se supone los atormentaría, el tirano de aquí afirmó: “teníamos un problema y lo resolvimos”. Haloperidol no sólo sirve para los problemas con negros o moros, sino que también resuelve los problemas de gobernabilidad de la población desarrollada y opulenta, y ayuda a mantener ese orden público al contener ese escándalo que cada enfermo mental produce cuando su percepción, su comunicación o sus ritmos afectivos no coinciden con la norma.
Si alguien percibe de otra forma, ¿quizás como amenaza?, un ambiente tan plácido como el de nuestras ciudades o se aventura a fantasear sobre el fin del mundo, seguro que puede acabar rompiendo esos consensos de normalidad que Goffman señalaba como la esencia del orden público a nivel microsocial. Esos son los problemas que el Haloperidol puede resolver: unas gotas mágicas y la situación se normaliza y, eso sí, con algunos movimientos raros y algo dormido, el paranoico vuelve a consensuar la realidad y a marcar el paso de los ritmos y ritos sociales (Rendueles, 2005). Pero esto no es un problema exclusivo del Estado Español: a lo largo y ancho del globo se extiende y manifiesta esta creciente problemática. Y es que, a pesar de los avisos dados por la OMS desde la década de los 80, seguimos atajando los problemas vitales y de adaptación por esta vía. Esta pasividad por parte del Estado se convierte en un atroz despropósito contra los individuos que lo conformamos, pues es más fácil atiborrar con drogas legalmente prescritas a los ciudadanos que solventar problemas como el paro, las desigualdades sociales, el racismo, la pobreza, la miseria, las barriadas marginales, los pisos de 30 m2, el alto grado de competitividad, la contaminación o la indefensión contra las grandes corporaciones o multinacionales. Además de todo esto se invierten miles de millones y recursos en una hipócrita e ineficaz guerra contra las drogas ilegales como la marihuana que puede ejercer como remedio natural, eficaz y barato para suplir los antidepresivos, pues si es bien utilizada puede funcionar como un adaptógeno inespecífico al medio, o sea que de alguna manera puede suavizar la ansiedad en la vida en las sociedades industrializadas como ya lo hace.
Pero tal vez, drogas como los psiquedélicos usadas como coadyuvantes vitales provocan que la gente mantenga una mente crítica y despierta ante la realidad que les rodea o que se salga de los parámetros establecidos por una sociedad aun más hipócrita, que se alarma ante el creciente número de consumidores de drogas ilegales cuando tienen toda suerte de fármacos hasta en la cocina. Aldous Huxley comparó a los sedantes hipnóticos con el “soma” de su novela Un mundo feliz por considerar que «acomodan al usuario en una adormilada indiferencia hacia lo interior y lo exterior, amortiguando la intensidad psíquica sin impulsar ninguna otra dimensión de conciencia»; para él constituyen el arquetipo perfecto de las drogas evasivas: “la analgesia emocional del opio se torna en ellos analgesia mental, libre de ensoñaciones y reflexividad” (Escohotado, 2005). El sueño de controlar nuestros humores con píldoras es hoy por hoy una utopía, sólo cumplida, durante breves instantes, precisamente por las drogas ilegales que sí tienen la capacidad, durante unas horas, de hacernos ver la realidad cotidiana como un decorado y aún nuestros miedos a la muerte como puertas a la percepción, como contaba Huxley del LSD, y que cualquier usuario comprueba en esos viajes al paraíso que se guardan en el bolsillo del pantalón en forma de cannabis, psiquedélicos, opiáceos…(Rendueles, 2005).
Lo cierto es que este es un problema cuya solución, como indicaba al principio de este artículo, pasa por una profunda revisión cultural y social, algo que los Poderes Económicos no están dispuestos a permitir. Por lo tanto, queda que algunos de los cuatro implicados en esta trama rompa el círculo provocando la reestructuración de los factores y la entrada de otros nuevos que ayuden a encontrar una fórmula que solvente los problemas vitales adyacentes de la sociedad neoliberal que se ha apoderado de esta solitaria aldea global. Y quizá, los mejores candidatos sean los pacientes, o nosotros mismos, pues está en nuestras manos el deber y el derecho de autosanarnos, de tomar parte activa en nuestra cura sin esperar que una pastilla arregle nuestros problemas o palie nuestro sufrimiento.
<<La felicidad es eso que nos emplaza desde el pasado y nos proyecta hacia el futuro>>
Bibliografía
– El País; Artículo, Madrid Junio 2006.
– Escohotado, Antonio: Historia General de las Drogas, Tomo III, Alianza, España, 1995.
– INSALUD; Indifarma 2001.
– Rendueles Guillermo, Artículo. 2005.