Duto & Kisha I

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Las horas bajas de una unión eterna e imperecedera.

Como afirman desde la asociación de reducción de riesgos británica Lifeline, la heroína (duto) y la cocaína (kisha) se compaginan tan bien como el arroz y el curry, como el Yin y el Yang o como la mujer y el hombre. Es por ello que, en los ámbitos más hardcore del consumo de drogas, ambas sustancias han compartido tradicionalmente los mismos escenarios… al menos hasta hace bien poco, puesto que, de un tiempo a esta parte las cosas han ido cambiando de forma considerable, a veces, incluso, radicalmente. Veámoslo a continuación.

Por Eduardo Hidalgo

Al efecto, tomaremos como ejemplo el caso de la ciudad de Madrid y trataremos de analizar la evolución que a lo largo de las últimas décadas ha ido sufriendo el ámbito del yonkarreo cocainita, tanto en lo referente al mercado ilícito en sí mismo, a su localización, a lo productos que comercializa y distribuye como a los hábitos y patrones de consumo de los usuarios.

 

Retrocedamos, pues, hasta los años 70, ya que, aun cuando el origen del uso de estas drogas se remonte bastante más atrás, es en la mencionada década cuando se gestó el fenómeno de su consumo tal y como lo conocemos hoy. Por aquel entonces, en los años 73 y 74, había ya un pequeño círculo de iniciados en el empleo hedonista de la heroína ilícita. Generalmente se trataba de jóvenes pertenecientes a la clase media-alta que se las apañaban trapicheando entre ellos mismos con el género que unos u otros iban trayendo periódica y esporádicamente de lugares como Tailandia o Ámsterdam. Todavía, por tanto, no existía –o no puede hablarse de la existencia- de un mercado heroico propiamente dicho y bien asentado. El suministro era escaso y la clientela estaba circunscrita a un entorno muy reducido. Había, no obstante, un espectro más amplio de usuarios de estratos sociales más dispares y variados que consumían más o menos habitualmente todo tipo de opiáceos farmacéuticos con fines lúdicos y que empleaban, ya en aquel momento, la vía endovenosa.

 

Después, con el pasar de los años, la presencia de la heroína fue ganando terreno lenta y paulatinamente, hasta que, según indican todas las fuentes formales e informales, en 1978 se produciría la primera gran eclosión del consumo, en la que se verían implicados, fundamentalmente, ciertos sectores juveniles pertenecientes a las clases obreras y trabajadoras. A finales de los 70, puede hablarse ya, en consecuencia, de la instauración de un mercado ilícito en toda regla, con puntos de abastecimiento fijos, redes con cierto nivel de organización y un aprovisionamiento y distribución fluidos y estables. Y, al menos desde ese preciso momento –si no antes- el mercado heroico quedó indisolublemente unido y asociado al mercado cocaínico, en el sentido de que, desdé entonces, ahí donde se vendía heroína se vendía y se seguiría vendiendo cocaína.

 

Estos son años en los que la comercialización y los puntos de venta están muy diversificados, aunque predominan, sobre todo una vez que se inicia la década de los 80, la venta y el trapicheo entre los propios usuarios en las localizaciones más dispares del centro de la ciudad y la incipiente presencia de clanes, que terminarían dedicándose al narcotráfico durante décadas, principalmente en asentamientos marginales situados en la periferia.

 

Por aquel entonces se crea, pues, un mercado de drogas perfectamente asentado que, sin embargo, discurre de forma completamente aislada y desvinculada del resto del mercado de sustancias psicoactivas ilegales. Se trata de un mercado en el que se venden, única y exclusivamente, heroína y cocaína, y en el que los consumidores que en él se abastecen toman primordialmente, una y otra sustancia –ambas por vía endovenosa, tras haber realizado los primeros contactos con la vía esnifada-, aún cuando la opinión pública les considerara –y les siga considerando- puros y duros heroinómanos.

 

Valga, a modo de ejemplo ilustrativo al respecto de lo dicho, una declaración del protagonista de una celebradísima obra de carácter antropológico en la que se da cuenta del surgimiento y de la evolución del fenómeno del consumo de heroína en Madrid durante este período:

 

«La verdad es que éramos mas yonkis de la farlopa que de otra cosa. La heroína la tomábamos solo dos o tres veces al día, para quitarnos el rebote».

 

El libro en cuestión se llama La historia de Julián, y se subtitula Años de heroína y delincuencia, aun cuando, como acabamos de ver, el propio interesado declare taxativamente que era más yonki de la cocaína que de la heroína. Y como él, cientos y miles más, puesto que, como ya hemos dicho, ahí donde se vendía jako se vendía también zarpa, y las más de las veces, quien se chutaba caballo se chutaba también coca.

 

Más adelante, según fue llegando a su fin la década de los 80, el trapicheo que realizaban los propios consumidores y los traficantes de medio pelo en los puntos más variados de la ciudad (los hijos de los militares de la calle Alenza, la camarera del quiosco del Dos de Mayo, los buscavidas de Montera y Carretas, etc.) fue cediendo terreno cada vez de forma más acusada al negocio montado por los gitanos en los conocidos como hipermercados de la droga, normalmente localizados en lugares o barrios más o menos periféricos que, con la entrada de los años 90 terminaron por acaparar el 90% del business en emplazamientos como el Cerro de la Mica, Jauja, Torregrosa, Los Focos, La Celsa, La Rosilla, Pitis, el Salobral, Las Barranquillas… Sitios, todos ellos, en los que se vendía –y se vende en los que aún siguen en pie- únicamente heroína y cocaína, con la salvedad de que, según fue avanzando la década, los clientes fueron paulatinamente abandonando el uso inyectado del caballo y cambiándolo por el uso fumado en plata (chino). De tal manera que se chutaban la coca y se fumaban el jamaro.

 

Por lo demás, estos fueron años en los que el consumo de heroína experimentó un cierto repunte, y en los que los consumidores provenían de todos los sectores sociales posibles. El mercado, como ya hemos comentado, quedó capitalizado, fundamentalmente, en los hiper de la droga, aun cuando siguieron existiendo otros puntos de abastecimiento, especialmente en la zona centro, en las calles aledañas a Gran Vía, al principio de la década en la mismísima Plaza de España, y un unos años más adelante en la zona comprendida por las calles Valverde, Desengaño y demás. No obstante, el trapicheo en estas zonas pronto fue monopolizado por los inmigrantes subsaharianos, siendo cada vez menos frecuente la presencia de camellos autóctonos, que finalmente terminaron trabajando para los africanos a modo de machaquillas.

 

La venta, por aquel entonces, se realizaba en plena calle, y las sustancias despachadas eran, de nuevo, la heroína y la cocaína de toda la vida. A finales de los 90, sin embargo, fue haciendo acto de presencia la cocaína base (crack), y los usuarios, en general, hicieron con la coca lo mismo que ya hicieran en su momento con el caballo, dejar la chuta y pasar a fumarse la base.

 

De hecho, según entró la década de los años 2000 se produjo un curioso fenómeno: en estos enclaves céntricos de trapicheo fue siendo cada vez más difícil encontrar cocaína cruda (nombre que pasó a recibir la coca de siempre una vez que hizo acto de presencia el crack), hasta que, en algunos momentos llegó incluso a desaparecer (fenómeno que fue constatado, igualmente, en entornos de consumo similares de países como Inglaterra y Estados Unidos). En el centro de la ciudad, por tanto, se vendía y se consumía fundamentalmente cocaína base y heroína, y los consumidores hacían uso de ambas sustancias principalmente por vía fumada (comúnmente en plata el jako, y en pipa la base). En los hiper de la droga, por el contrario, siguieron despachando la coca y el burro de siempre, únicamente que ahora ampliaron la oferta con base y con mezcla (mitad caballo, mitad farlopa).

 

En cualquiera de los casos, por mucho que hubieran cambiado la presentación de las sustancias y su forma habitual de consumo, la antigua unión del duto y la kisha en estos ámbitos del uso de drogas seguía siendo tan indisoluble como siempre… hasta que, a finales de la primera década del 2000, la situación dio inesperadamente un giro drástico y radical (pero eso lo veremos en el próximo número de esta revista).

 

 

Acerca del autor

Eduardo Hidalgo
Yonki politoxicómano. Renunció forzosamente a la ominitoxicomanía a la tierna edad de 18 años, tras sufrir una psicosis cannábica. Psicólogo, Master en Drogodependencias, Coordinador durante 10 años de Energy Control en Madrid. Es autor de varios libros y de otras tantas desgracias que mejor ni contar.

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