Abu Sami, cultivador de cannabis en Líbano, se frota las manos. El conflicto en la vecina Siria ha paralizado al Estado, que ya no destruye sus cultivos, y favorecido sus ventas gracias a una frontera mucho menos controlada
Hasta hace unos años, el ejército libanés erradicaba cada año las miles de hectáreas de cannabis en el valle de la Beká, pero en 2012 los campesinos dieorn a los soldados un recibimiento diferente, lanzando cohetes a las aplanadoras militares y acusando al Gobierno de estar destruyendo su medio de subsistencia.
La Beká, un territorio donde la pertenencia a los clanes es más importante que la obediencia al Estado, comparte una frontera porosa con Siria, y es un bastión del movimiento chií Hezbolá, que apoya al régimen sirio en su pugna contra los rebeldes.
En el pueblo de Abu Sami, que los cultivadores entrevistados por AFP no quieren que se identifique, los garajes en los que se transforma el cannabis en polvo funcionan a pleno rendimiento. Detrás de unas puertas entreabiertas puede verse a hombres y mujeres trabajando en la transformación del cannabis. Una escena que no sorprende a nadie ya que, según dicen los lugareños, “es la única fuente de ingresos”.
Aquí no sobrevive ninguna planta, salvo el hachís. Es un don de Dios. ¿Acaso puede uno oponerse a Dios?”
Durante la guerra civil (1975-1990), el hachís libanés, conocido por su calidad, se transformó en una industria floreciente que generaba cientos de millones de dólares. Presionado por Washington, el Estado llevó a cabo varias campañas de erradicación, y prometió promover cultivos alternativos, pero desde el fracaso de un programa de la ONU hace 15 años, los sucesivos gobiernos mantienen un pulso con los campesinos, que reclaman la legalización de este cultivo ancestral.
“Hoy en día todo pasa, porque del lado sirio es el caos”, asegura Abu Sami. “Allí donde hay guerra, le sigue la droga”, dice Abu Sami contemplando un montículo de cannabis tamizado de color marrón oscuro. Un poco más allá, dos ancianas queman los tallos de las plantas para eliminar los rastros.
Abu Ali explica que los traficantes de Siria, con los que está en contacto, pasan la droga a los países vecinos. “A partir de Turquía, la mercancía se vende en Europa, y desde Irak y Jordania pasa a los países del Golfo”. “Dado el riesgo, los 40 gramos que se venden a 20 dólares en Líbano se compran a 100 dólares en Siria y a 500 cuando llegan a Turquía”. “Los combatientes de Siria también compran en pequeñas cantidades, para su consumo”, asegura.
Con el alza de la producción, el kilo, a 1.000 dólares, se compra ahora en Líbano a la mitad de precio.
El tráfico beneficia también a los refugiados sirios. Es el caso de Ibrahim, que abandonó su campo de remolachas en Afrin, una localidad kurda de la provincia de Alepo, para trabajar el cannabis en Líbano. “Con la guerra, se ha duplicado el número de sirios que trabajan el hachís aquí”, afirma el hombre, de 32 años, con el ruido de la máquina de fondo. “Es muy rentable”, añade Samir, otro sirio de Afrin que dice ganar 33 dólares al día, frente a los 13 que ganaba como vendedor de verduras.
“Aquí no sobrevive ninguna planta, salvo el hachís. Es un don de Dios. ¿Acaso puede uno oponerse a Dios?”, exclama Afif entre risas.
Fuente: AFP
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.