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La prohibición: principios y consecuencias

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Un imprescindible artículo de Antonio Escohotado sobre la prohibición de las drogas

Por Antonio Escohotado

La experiencia vivida con drogas diferentes en épocas diferentes y lugares diferentes, nos ofrece un banco de datos sobre el modo como el hecho de ser legales, ilegales o ajenas a cualquiera de esos estatutos influyó sobre su producción y consumo. A la luz de estos datos es oportuno repasar el cuadro de las razones expuestas por el prohibicionismo farmacológico.

1. El argumento objetivo

La base de la intervención coercitiva sobre el entendimiento ajeno es el alegato de que determinadas sustancias provocan embrutecimiento moral e intelectual, y por eso mismo son estupefacientes. La característica de este argumento fue basarse en cuerpos químicos precisos y por eso es legítimo distinguir entre un argumento antiguo y uno moderno.

El antiguo afirmaba que estupefacientes eran algunos compuestos químicos (opio, morfina y cocaína hasta 1935) cuyo uso discrecional debía ser desaconsejado, por representar una bendición en manos de médicos y científicos y una maldición en manos de toxicómanos.

La Convención única de 1961 amplió la lista de esos compuestos, aunque ese número haya continuado siendo insignificante en comparación con el de las substancias psicoactivas naturales y producidas por laboratorios. Como hasta mediados de los años 60 todavía era fácil obtener en las farmacias variantes tan activas -o aún más- que los fármacos controlados, la vigencia de un régimen semejante produjo un pequeño mercado negro a la vez que un floreciente mercado blanco, no sólo de alcohol y de otras drogas vendidas en supermercados, sino también de anfetaminas, barbitúricos, opiáceos sintéticos, meprobamato, benzodiacepinas, etc.

La argumentación objetiva antigua entró en crisis cuando toxicólogos del mundo entero coincidieron en declarar indefendible el concepto oficial de estupefaciente, y el propio Comité de Peritos de la OMS se desentendió en relación a ese concepto por considerarlo acientífico. Nadie consiguió precisar en términos biológicos, neurológicos o psicológicos por qué ciertas substancias eran llamadas estupefacientes y otras no. En ese momento -cuando los estupefacientes oficiales tenían una demanda muy escasa, y ya se perfilaba en el horizonte la amenaza psicodélica- cristalizó el argumento objetivo ulterior o moderno, que legitimaría una continuidad de la política antigua, aumentando su indefinición.

En efecto, según el argumento antiguo, los llamados estupefacientes eran medicamentos de prescripción muy delicada, que sólo ciertas personas podrían recetar o investigar. Pero pronto se transformaron en sustancias cada vez más indeseables y superadas por los progresos de la química de síntesis, que en ningún caso podrían quedar libradas al criterio de médicos y científicos. Su concepto pasó a ser estrictamente ético-legal, reflejado en un sistema de listas que marcaban la transición del simple control previo a la prohibición ulterior. A partir de entonces, las leyes no precisarían -ni en el período de deliberaciones previas, ni en sus exposiciones de motivos- esclarecer farmacológicamente cosa alguna; por ejemplo: porqué el alcohol, las anfetaminas o los barbitúricos eran artículos de alimentación o medicamentos, mientras la marihuana y la cocaína eran artículos criminales. Como esto presuponía un elemento de arbitrariedad, la solución última y todavía en vigor, fue declarar que todos los Estados debían velar por el estado anímico de sus ciudadanos, controlando cualquier sustancia que causase efectos sobre su sistema nervioso. Nació así el concepto de psicotrópico, al mismo tiempo en que se disparaba enormemente la producción y el consumo de los estupefacientes, pues sus análogos sintéticos ya eran sustancias psicotrópicas que solo podían ser adquiridas en farmacias con receta médica.

Las objeciones

El argumento objetivo en general, antiguo y moderno, se confronta en primer lugar con la idea científica de fármaco, que no proyecta determinaciones morales sobre cuerpos químicos por considerarlos cosas neutras en sí, benéficas o perniciosas, dependiendo de sus usos subjetivos.

En segundo lugar hay circularidad en la forma antigua y la moderna de exponer el argumento. En el inicio, se afirmó que ciertas substancias son muy útiles en manos de personas competentes -admitiéndose un uso médico y científico-, mientras que al mismo tiempo se creaban dificultades insuperables para que ese personal especializado dispusiese de ellas. Después, cuando terapeutas e investigadores reclamaron su derecho, se alegó que estas substancias eran inútiles para la medicina o la ciencia, porque ya existían productos sintéticos mucho mejores. Por último, cuando algún médico insiste hoy en obtener una explicación técnica sobre las ventajas de los fármacos sintéticos (por ejemplo por qué la metadona es mejor que el opio), se retorna a la premisa inicial, esto es, la de que los tradicionales serían muy útiles e inclusive mejores, si fuera posible prevenir los abusos en su prescripción. Como no existe un modo técnico de probar que son drogas inútiles, se alega que son peligrosas, y, como es imposible hacer valer la peligrosidad ante un diplomado en toxicología, se alega que son inútiles.

En tercer lugar, el argumento objetivo prescinde del hecho de que una droga no es sólo un cierto cuerpo químico, sino algo esencialmente determinado por un rótulo ideológico y ciertas condiciones de acceso a su consumo. Hasta 1910, los usuarios norteamericanos de opiáceos (Pag. 52) naturales eran personas de la segunda y tercera edad, casi todas integradas en el plano familiar y profesional, ajenas a incidentes delictivos; en 1980, gran parte de estos usuarios son adolescentes, que dejan de cumplir todas las expectativas familiares y profesionales, cuyo vicio justifica un porcentaje muy alto de los delitos cometidos anualmente. ¿Será que los opiáceos cambiaron, o cambiaron los sistemas de acceso a estas sustancias? Cabe decir la misma cosa de las sobredosis involuntarias: ¿cuántos usuarios de heroína o cocaína murieron por intoxicación accidental cuando el fármaco era vendido libremente y cuántos murieron después de que se tornaran ilegales? ¿Puede atribuirse a cosa distinta del derecho vigente la inundación del mercado por sucedáneos mucho más baratos y tóxicos que los originales, como el crack?.

Por más que se quieran presentar estos y otros efectos como desgracias imprevisibles, surgidas fortuitamente al defenderse la moralidad y la salud pública, el argumento objetivo deja de lado el hecho de que las condiciones vinculadas a la satisfacción de un deseo determinan decisivamente sus características. La realidad sociológica en materia de drogas es una consecuencia, y no una premisa, de su status legal.

Cuando se escamotea el efecto de la condición sobre lo condicionado, todo queda a merced de profecías autocumplidas, como la de aquel astrólogo inglés que tras adivinar cierto incendio futuro tomó la precaución de encender personalmente el fuego, a la hora y en el lugar ordenado por los astros.

Usando categorías biológicas, o simplemente lógicas, no es sustentable -en cuarto lugar– que el usuario de drogas ilícitas sea un toxicómano (maníaco consumidor de venenos) mientras el usuario de drogas lícitas constituye un bebedoro un fumador. Pero esta incoherencia permite mantener un negocio imperial a nivel planetario, exhibido sin el menor recato en todo el Tercer Mundo. Esos territorios son sometidos a extorsiones políticas, a devastaciones botánicas y a la persecución de sus campesinos, porque producen la materia prima de los principales agentes psicoactivos ilícitos, una materia que mata a occidentales a miles de millas de distancia; al mismo tiempo, es allá, en el Tercer Mundo, donde actualmente son vendidos en masa los agentes psicoactivos lícitos, desde el tabaco y el alcohol a estimulantes y sedantes patentados, con una propaganda destinada a fulminar cualquier competencia de sus fármacos tradicionales. Allá, el tabaco -norteamericano, naturalmente- es de cinco a diez veces más barato que en el sector civilizado del mundo -aunque la pasta dental o las sulfamidas cuesten el triple- y no contiene ningún rótulo indicando que puede perjudicar la salud; allá también el Valium y las demás benzodiacepinas son vendidas por cartones de envases, si el comprador lo quisiera, indicando sus prospectos que no son drogas, son remedios.

2. El argumento de autoridad

La política vigente se apoya también en el peso específico de sus propugnadores, distribuido en un grupo de eminencias y en una masa de personas innominadas (Mayoría Moral, o Silenciosa). Se alega que los líderes más respetados del mundo y una avasalladora masa de (Pag. 53) ciudadanos no podrían estar equivocados. Y, en efecto, a principios de siglo destacados representantes del fundamentalismo religioso -cuya bandera fue levantada después por instituciones policiales, políticas y financieras-, apoyaron la prohibición, sobre todo del alcohol. Hoy es raro encontrar un prelado, un general, un banquero o un estadista que sea hostil al prohibicionismo, y entre los que apoyan con mayor elocuencia sus premisas están próceres antiguos y modernos, desde el obispo Brent o el superdelegado Anslinger a los presidentes Nixon, Reagan, la señora Thatcher o el ayatollah Khomeini.

En lo que respecta al hombre de la calle, un gran número de personas creen sinceramente que “la” droga es un ente real, y debe defenderse de tal cosa como de un asaltante o de un asesino. Si ponemos en un plato de la balanza a los que apoyan la prohibición y en el otro a los que les gustaría revocarla, es bien posible que los primeros superen a los segundos, aunque no sea simple determinar en qué proporción; nunca se hicieron sondeos sobre este preciso extremo, con el rigor exigible para acercarse a estimaciones objetivas. El hecho de que, en algunos países, la disidencia farmacológica (haber usado alguna vez una droga ilícita) sea superior a una cuarta parte de la población -como sucede en los Estados Unidos, en España y en Holanda, por ejemplo- no significa que los disidentes se opongan a la prohibición en general, y tampoco excluye que sí se opongan a ella aquellos que sólo usan drogas lícitas. Lo innegable es que el asunto preocupa a todos seriamente, y que esta inquietud es interpretada en los medios oficiales como un apoyo expreso al régimen vigente.

Las objeciones

Al argumento de que los líderes mas eminentes del mundo y una inmensa mayoría de personas no podrían estar equivocadas, cabe contraponer dos observaciones básicas.

Pero la autoridad de los líderes no es la única, y si de Anslinger a Khomeini o Bush los políticos apoyan unánimemente la cruzada actual, se observa también que es rechazada de manera no menos unánime por quienes representan la autoridad del pensamiento. En otras palabras, hay dos autoridades en abierto conflicto. Así como líderes destacados apoyaron la prohibición, se opusieron a ella destacados representantes de las ciencias y de las artes, cuyos criterios se prolongan en grupos de resistencia activa o pasiva. Si pusiéramos a los primeros en un plato de la balanza y a los segundos en el otro, es tan avasalladora la supremacía del brillo institucional en unos como la del brillo intelectual en otros. Entre los preconizadores de la cultura farmacológica encontramos una larga secuencia, desde Teofrasto y Galeno a Huxley y Bateson, pasando por Paracelso, Sydenham, Coleridge, James y Freud. Y para ser exactos, la disparidad entre ambas corrientes hace recordar a la polémica de la brujería, donde a un lado estaban humanistas como Pomponazzi, Bruno, Cardano, laguna y Porta, mientras hombres de credos tan dispares como Calvino, Bonifacio W, Torquemada y Melanchton formaban un frente común de salvación pública.

En lo tocante a la autoridad del hombre de la calle, la historia nos enseña hasta qué (Pag. 54) punto ha sido receptivo a convocatorias de descontaminación ritual y lo muestra bombardeado por la propaganda con clichés como la llamada “espiral del estupefaciente”, en cuya virtud bastará que alguien se aproxime a los fármacos prohibidos para caer en adicción y crimen. Como el ciudadano común no posee datos fiables sobre la frecuencia con que esto sucede, nos ocuparemos por un momento del asunto.

Apenas uno de cada dieciséis iniciados en la heroína necesitó alguna vez atención médica; los otros quince viven su vida -habituados o no, la mayoría no habituados- sin alertar a las redes epidemiológicas. Con la cocaína la proporción puede ser multiplicada por cien o más, pues mueren por año menos personas por sobredosis de cocaína verdadera que en tiroteos relacionados con su tráfico. En el caso del cannabis y sus derivados, simplemente no se conocen casos de ingresos en clínicas pidiendo tratamientos de desintoxicación; lo mismo puede decirse (por lo menos durante la última década) de los demás fármacos visionarios. Haciendo un promedio de los casos de verdadero abuso y envenenamiento con estos fármacos de la Lista 1, considerados superpeligrosos, el resultado es que, a pesar del rótulo demonizador, solo cerca del 0,01% de los toxicómanos en el sentido legal -usuarios de ciertas drogas sin receta médica- cayó y cae en la llamada espiral de las drogas. Como en algunos países ese 0,01% afecta al 20 ó 25% de la población total, es suficiente para producir directa o indirecta­mente un alto porcentaje de los delitos contra las personas o contra el patrimonio. Con todo, para la inmensa mayoría de los otros toxicómanos, consumir o no una droga de la Lista 1 es un asunto ceremonial y lúdico, raramente místico, sólo un poco diferente de ir al casino, dar una fiesta o visitar un museo, sin efectos psicosomáticos discernibles de tomar una o varias copas.

Se mide la ecuanimidad de los medía calculando las veces en que describen este 99,99% y las veces en que describen el 0,01 % restante. Para mayor claridad, calculamos con qué frecuencia, al narrar la vida de este 0,01 %, se describen el estereotipo satánico, los elevados desembolsos económicos, el peligro de envenenamiento con sucedáneos y la necesaria frecuentación de círculos criminales como elementos de influencia en el abuso farmacológico o en la conducta delictiva. Aunque los medios se alimentan del escándalo como noticia idónea, eso no explica su sesgo, pues mucho más escandaloso seria describir el autocontrol que centenares de miles de personas vienen demostrando, a pesar del clima imperante y de sus peligros muy reales. La realidad censurada es este segmento del mundo que simplemente no acata la Prohibición, sin sentirse justificado para hacer mal a otro sólo por un hábito, ni a entrar en las ceremonias que el represor ofrece para representar sus actos como pura benevolencia. Mientras esta parte del mundo continúe ausente de la televisión y de la prensa, es absurdo presuponer que las personas de la calle poseen elementos de juicio para decidir sobre las ventajas y desventajas del prohibicionismo. Por otro lado, no faltan sorpresas aquí y allá, como un programa de audiencia máxima exhibido en Catalunya, que promovió un debate a principios de este año: jurados escogidos aleatoriamente escucharon los argumentos de prohibicionistas y de anfiprohibicionistas y se decidieron por 11 a 2 a favor de los segundos. Como era de (Pag. 55) prever, poco después algunos periódicos presentaron encuestas en las cuales el 97% de los ciudadanos apoyaban el endurecimiento de las medidas represivas al tráfico y al consumo de drogas ilícitas.

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