Cannabis Magazine 227

Sustancias 120 mínimo caso. Faltaría más. ¡Qué les den! Si me hubiese llamado la atención cualquier otro viandante, habría recogido mis cosas y me habría marchado. Obvio. Pero, un par de punkys… ¡Vamos, hombre, no me jodas! ¿Estamos tontos o qué? La chica del ghetto En Lavapiés, en su día, había un sitio que todos conocíamos como El Ghetto. Era un local a pie de calle, abandonado y okupado por unos subsaharianos que se dedicaban a la venta de heroína y cocaína. Es decir, venía a ser lo que más tarde se acabó denominando un “narcopiso”. Estaba compuesto por una estancia inicial donde se despachaba la droga. Una vez adquirida, el usuario podía largarse a tomarla donde buenamente quisiera o podía pasar al fumadero, que no era más que una habitación contigua con un par de mesas o tres – con sus correspondientes asientos– destinadas a que los clientes pudieran consumir, plácida y tranquilamente, las sustancias recién adquiridas. Se podía fumar y se podía esnifar, pero nada de chutas. Algo que, con los años –pasados los 80 y los 90– también fue instaurándose en las inmediaciones de las viviendas de los gitanos, en los coches de los kunderos, etc. Una faena. Este enclave de venta y consumo de drogas duras estuvo operativo durante muchos años. Hasta que, si mal no recuerdo, los subsaharianos fueron detenidos. Se ocupó, entonces, de llevar el cotarro un marroquí que había sido cliente predilecto. Creo que no me equivoco si digo que el negocio no le aguantó ni un día. El tío tenía tal descontrol que lo acabó mandando todo definitivamente al carajo. Yo estaba allí. Nunca más volvió a funcionar. No me pregunten por qué, acabé en mi casa con una cajita de metal del mencionado último regente del local. En su interior había alguna que otra pastilla de probables efectos psicoactivos, dos o tres aspirinas y algún amuleto o fetiche que no recuerdo bien qué era… El caso es que, una noche, estando en El Ghetto, fumando a solas en una de las mesas habilitadas al efecto, apareció una chica (recuerdo que antes había aparecido fugazmente otra, llamémosla Lau… todo un personaje del que, tal vez, les hable en algún otro momento). Esta última en aparecer, era una mujer de unos veintitantos, tal vez, a lo máximo, treinta y muy pocos años. Era menudita, morena de pelo y con la tez clara, bastante blanca, pálida más bien. Llegó hasta donde yo estaba y sin decir nada, se tumbó encima de una tabla o algo parecido que había frente a mí. Se tapó con las maderas, mantas o cartones (no recuerdo exactamente lo que eran) que había sobre la tabla, hasta desaparecer por completo de mi vista. Transcurrieron, entonces, unos minutos de silencio absoluto. Tan sólo entrecortado por el sonido de las caladas que le iba dando a mi chino mientras pensaba que la chavala, simplemente, había venido hasta ahí a dormir. Entonces, pasados cinco minutos, de debajo de esos enseres, comenzaron a salir unos gritos absolutamente desgarradores: “Ahhhhhhhhhh”, “Ahhhhhhhhhhh”, “AHHHHHHH”. “¡¡¡MAMAAAAAAÁ!!!”, “¡¡¡¡MAMAAAAAAÁ!!!”, “¡¡¡AHHHHHHH!!!”. Así durante un rato que se me hizo eterno. Después, la tía dejó de gritar, salió de su escondrijo, se puso en pie y se largó sollozando… Dejándome estupefacto, con los pelos como auténticas escarpias y, con la mirada fija y perdida en la más absoluta nada. Por pura congoja y respeto, consideré que lo mejor era no decirle nada. El gilipollas del que les he hablado antes, probablemente, no hubiera dejado escapar la ocasión de decirle, según la chica se desgarraba gritando: “Yo no soy tu madre”. “ “ ME HABÍA MOVIDO DURANTE AÑOS EN AMBIENTES PUNKARRAS Y NUNCA JAMÁS HUBIESE IMAGINADO QUE UN PUNKY ME LLEGARÍA A LLAMAR LA ATENCIÓN SOBRE NADA QUE YO HICIERA NewAfrica (depositphotos)

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