La humanidad siempre ha intentado controlar su entorno domesticando la naturaleza y, hasta hace poco, estábamos convencidos de haberlo logrado. Los cambios climáticos que se están produciendo y las nefastas consecuencias que presenciamos casi a diario constatan la magnitud de nuestro error, y también de nuestra arrogancia. Estamos observando que nuestras acciones tienen un efecto directo en el planeta, a menudo perjudicial para nosotros mismos. Ahora somos conscientes de que debemos gestionar con sabiduría un entorno cerrado y limitado, y que podemos conseguirlo con la ayuda de la naturaleza, y no luchando contra ella.
por William Texier
Reflexione un momento sobre cómo vemos nosotros, como especie, nuestra relación con las plantas. Del mismo modo que nos creemos señores de la naturaleza, no es extraño pensar que hemos domesticado las plantas en nuestro beneficio y, a primera vista, bien lo parece. Es cierto que las plantas nos proporcionan alimentos, medicinas y materiales textiles, de construcción y aislamiento, así como un amplio surtido de sustancias embriagadoras. Incluso el petróleo, tan importante hoy en día, tiene su origen en las plantas. Todos sus productos derivados, incluidos los plásticos, tienen una procedencia vegetal. Seguramente no somos conscientes de lo mucho que depende nuestra supervivencia de las plantas que nos rodean.
Al principio, nuestros antepasados forrajeaban plantas y semillas silvestres. Eran cazadores-recolectores y llevaban una vida nómada en busca de nuevos territorios de caza o climas más amables. Solo después, cuando establecieron sus primeros asentamientos permanentes, fueron capaces de empezar a cultivar, lo cual supuso toda una revolución en la historia de la humanidad, cuna de una nueva civilización y germen de una clase nueva: los labradores. También es muy probable que nuestra primera intuición de lo divino, el conocimiento de que en el universo existe algo más que lo que podemos ver, fue el resultado de ingerir una planta enteógena. En este sentido, las plantas tuvieron una influencia esencial en la sociedad en el albor de lo que sería nuestra civilización.
En comparación con otros campos (perdonen el juego de palabras), la agricultura avanzó con bastante lentitud. Durante miles de años, nuestro conocimiento sobre la nutrición vegetal fue muy limitado, por no decir inexistente. No fue hasta el siglo XVII cuando el hombre constató que había «algo» en la tierra que ayudaba a las plantas a crecer. Y hubo que esperar hasta el S. XX y al desarrollo de las tecnologías hidropónicas para identificar estos elementos y conocer su papel en el metabolismo de las plantas. Durante el S. XX fuimos testigos de un cambio de paradigma en las prácticas agrícolas y del nacimiento de lo que bautizamos como agricultura moderna. Su principal característica fue el uso de nuevas sustancias químicas para alimentar las plantas, protegerlas de plagas y mejorar su salud y resistencia frente a parásitos y enfermedades. Por primera vez, nuestra agricultura se distanció del orden natural. El resultado fue un gran aumento del rendimiento por hectárea, acompañado por un aumento igualmente grande en el coste de producción. También llevó a esa extraña situación en la que un agricultor debe invertir muchísimo dinero en maquinaria para obtener unos ingresos que a menudo rozan el salario mínimo. Durante aquellos milenios cultivando los campos, cuando prácticamente no teníamos ningún conocimiento sobre la fisiología de las plantas, los únicos avances para mejorar la producción se limitaban a la selección y la hibridación. Desde un principio, cada año se sembraban las semillas de las mejores plantas de la cosecha precedente. Este proceso de selección «orientada» —más que selección natural— transformó radicalmente las plantas originales. Por ejemplo, el trigo original, tal y como apareció hace unos 10.000 años en Oriente Medio, no se parece en absoluto al trigo actual, y la diferencia en la producción de grano es espectacular. Lo mismo se puede decir de todas las plantas que cultivamos en la actualidad, ya sea para obtener alimentos, fibras o medicinas. Todas las plantas «domesticadas» por el hombre son completamente distintas a sus antecesoras, y enormemente más productivas. Y ahora llega el último desarrollo, la manipulación genética, y sí, una vez más nos creemos los amos y señores.
Veamos la cuestión desde el punto de vista de las plantas y observemos qué significa para ellas la «domesticación».
Las plantas son organismos antiquísimos, presentes en los orígenes de la vida en la Tierra. Procesan la energía directamente del sol, y esta energía se transmite a través de la cadena alimenticia. Sin ese primer paso de la fotosíntesis, la vida en la Tierra tal y como la conocemos no existiría. Los primeros organismos fotosintéticos aparecieron hace 300.000 millones de años, y la vegetación empezó a cubrir la tierra hace 480 millones de años. En comparación, la humanidad parece más bien joven, con apenas dos millones de años de existencia, siete si contamos a los homínidos. Las plantas poblaban este planeta mucho antes que nosotros, y sin ellas nuestra especie nunca habría existido.
Como es de esperar, para sobrevivir y prosperar durante tanto tiempo, las plantas tuvieron que evolucionar hasta convertirse en organismos complejos, capaces de comunicarse entre ellos y con su entorno. También son inteligentes, si bien su inteligencia, tan ajena a nosotros, es difícil de percibir. Su debilidad más obvia es su —literal— arraigo a la tierra. Lo han compensado desarrollando estrategias y aprovechando su entorno. Para esparcir sus semillas recurren al viento y a la lluvia, y también a las aves y los mamíferos, mientras que utilizan a insectos y mariposas para la polinización. Sin duda, han hecho un arte del aprovechamiento de los recursos naturales. He dicho que recurren a los mamíferos. ¿Existe algún motivo para no contarnos entre ellos? No nos resulta sencillo contemplar el hecho de que las plantas puedan estar utilizándonos en la misma medida que nosotros las utilizamos a ellas. Aceptamos sin problemas que, cuando caminamos por la naturaleza, podemos esparcir semillas que llevamos pegadas a los zapatos o los pantalones, y hasta ahí somos capaces de admitir. Pero piense un momento en todo lo que las plantas pueden ganar con nuestra «domesticación». Elijamos una al azar. El cannabis, por ejemplo. Esta planta tiene su origen en el sur y el centro de Asia, y allí seguiría confinada si el hombre no la hubiese llevado a todos los confines del planeta. Los chinos ya la usaban hace casi 5.000 años, y después pasó a Oriente Medio y se extendió por el norte de África y por Europa occidental con el avance del imperio islámico. Y llegó al Nuevo Mundo de la mano de los españoles, que la cultivaban en Chile para utilizar su fibra. ¿Ve los beneficios para esa planta? Está presente en todos los rincones del mundo donde el clima lo permite. Y aún hay más. La hibridación dio lugar a nuevas variedades aptas para prosperar en un mayor número de climas. Año tras año, con el paso de los siglos, la selección de las semillas de las mejores plantas se tradujo en variedades más fuertes, más resistentes a plagas y enfermedades, y con mayor producción de semillas, incrementando así las posibilidades de reproducción. Fíjese en cómo esa pequeña planta ha conquistado literalmente el mundo con la ayuda del hombre. ¿Cómo funciona esto? ¿Por qué esta planta, y no otra? Aunque la idea es sencilla, nos cuesta bastante admitirlo: las plantas nos utilizan dándonos recompensas. Lo hacen con las abejas, por ejemplo, cuando les proporcionan néctar a cambio de sus servicios de polinización. Y con aves y pequeños roedores, que primero se comen sus frutos para luego esparcir las semillas previo paso por su tracto intestinal. También pueden tener relaciones simbióticas con hongos en las raíces. Conocemos bastante bien estos mecanismos, pero somos reacios a aplicarlos a nuestra especie. Sin embargo, si se para a pensarlo, observará una relación directa entre la diseminación de una planta y el grado de recompensa que nos ofrece. Existen muchos ejemplos, y el cannabis es perfecto.
Hay quien dice que el cannabis es como el cerdo del reino vegetal. Flaco favor a la dignidad de la planta, pero alude al hecho de que, como le pasa al cerdo, del cannabis se aprovecha todo: las semillas para elaborar aceite, la fibra para hacer textiles, la paja como lecho para mascotas y la resina como medicina o droga recreativa. De hecho, esto no es completamente cierto, ya que no se puede conseguir todo de la misma planta, así que hay que tomar decisiones. Si queremos las semillas o la resina, renunciaremos a la fibra. Y a la inversa, una planta de fibra solo da fibra. Es una de las plantas más deseadas por el hombre, ya que la lista de usos posibles es muy extensa. ¿No le ha llamado la atención el hecho de que esta planta sintetice un compuesto activo para el que el cerebro humano tiene un receptor? Llevo muchos años cultivando plantas, y concretamente cannabis, y durante este tiempo a menudo reflexiono sobre estas ideas, en especial cuando calculo el tiempo que he dedicado a cuidar de mis plantas, a mimarlas y a asegurarme de que gozan de buena salud. Todos los buenos cultivadores que conozco hacen lo mismo. Además, con frecuencia propagamos nuestra cosecha, tomando esquejes y conservando las plantas madre. Esta práctica prolonga enormemente la vida de la planta, ya que cada clon es idéntico a su madre; de hecho, es su madre. De pronto, esa planta anual puede vivir muchos años. ¡Incluso para siempre! Las plantas del cannabis persiguen, y en buena medida han logrado, el mismo objetivo que cualquier otra especie del planeta: preservar y propagar sus genes.
Estas afirmaciones sobre el cannabis también se pueden aplicar al resto de plantas que utilizan la estrategia de recompensar al hombre. Además de mejorar su salud y productividad, también se benefician de la diversificación de variedades de la especie, proporcionando así más posibilidades de supervivencia a determinados genes.
Las plantas que recompensan al hombre con alimentos, como los tomates o las patatas, han visto cómo su hábitat se extendía a todos los continentes desde un pequeño rincón del planeta. Este fenómeno se describe a fondo en «La botánica del deseo», un libro muy recomendable escrito por Michael Pollan. La idea básica es que las plantas satisfacen determinados deseos del hombre en su propio beneficio. Cuando lo haya leído, es posible que se pregunte quién manda aquí, quién ha domesticado a quién. Es una pregunta sin respuesta. Seguramente hemos coevolucionado con las plantas en una relación mutuamente beneficiosa, algo muy habitual en el mundo natural. Simplemente nos ha resultado difícil no vernos a nosotros mismos como la especie dominante en la Tierra.
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.