Cannabis Magazine 227

La voluntad Una vez que mi novia acabó en la calle, tomamos como residencia fija un callejón que había justo pegado al Seven Eleven de San Bernardo. De un lado daba a esa calle y, del otro, había unas escaleras que conducían a una placita y a unas callejuelas que desembocaban en Plaza de España. Pues bien, justo donde acaban esas escaleras es donde nosotros disponíamos nuestras camas: un par de grandes cartones. Nada más. La verdad es que el sitio estaba muy bien. Al encontrarse en un lugar elevado, contaba con preciosas vistas a los bloques de enfrente. Al mismo tiempo que, el largo tramo de escaleras disuadía a la mayor parte de las personas de subir por ahí. Lo cual nos aportaba intimidad y seguridad. De otra parte, no recuerdo bien por qué, supongo que, por alguna curvatura en el trazado de la calle, desde la acera de San Bernardo no se veía bien el final del callejón. De modo que, de nuevo, quedaban aseguradas la privacidad y la seguridad, puesto que, por lo demás, muy, muy pocas personas se adentraban por esa callejuela (total, no había absolutamente nada ni nadie más que nosotros y nuestras jeringuillas). Así es que, ahí dormíamos, ahí descansábamos y ahí nos drogábamos sin que, por lo general, nadie nos molestara (ni nosotros a ellos). Una noche, sin embargo, encontrándome yo solo, tumbado en mi cartón, subió por las escaleras un hombre maduro, en la cuarentena o en la cincuentena, vestido de traje y corbata. Apenas le vi, me levanté de inmediato y le pedí si, por favor, podía darme la voluntad. Al hombre se le cayó el alma a los pies. “Por el amor de Dios, faltaría más”, dijo. Para, luego, añadir algo así como: “¡Madre mía! ¡Qué desastre! ¡Qué pena!” o algo parecido. A fin de cuentas, yo apenas tenía veintiséis años, contaba con un aspecto aún saludable, e iba vestido con camisa y pantalones vaqueros, como cualquiera de mi edad que fuese a la Universidad. Tan solo que yo, aparte de estudiar una carrera (detalle que este señor desconocía), estaba tirado en la calle… No por necesidad propia sino para echar un cable a mi novia, que, a fin de cuentas, lo mismo daba, que daba lo mismo. El famosete En esa misma época y en ese mismo lugar: pidiendo una noche a la puerta del Seven Eleven, apareció por ahí un famosete de cuyo nombre no quiero acordarme. El caso es que aparcó justo Couperfield (depositphotos) “ “UNA VEZ QUE MI NOVIA ACABÓ EN LA CALLE, TOMAMOS COMO RESIDENCIA FIJA UN CALLEJÓN QUE HABÍA JUSTO PEGADO AL SEVEN ELEVEN DE SAN BERNARDO 117

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