Cannabis Magazine 230

Sustancias 120 Punto. Nos podríamos extender indefinidamente sobre el asunto, pero no lo veo necesario. Lo fundamental ya está dicho. Es inapelable y, en el fondo, todo terapeuta lo sabe o debería saberlo y estar de acuerdo conmigo. ¿Por qué los usan entonces? Porque así es más fácil trabajar. Porque así no han de bregar con la mentira. Porque con los positivos y con los negativos pueden jugar a dar premios y castigos, con la dispensación de la metadona (si tomarla en el centro, si llevársela a casa…), con la dispensación de psicofármacos (Trankimazin, Rivotril…), con si incluirles o no en talleres grupales (sobre resolución de problemas, prevención de recaídas…). Sobre mil y una cuestiones con las que algunos profesionales van manipulando al paciente a su gusto y antojo (otros, simplemente, repito, usan las pruebas para confirmar o descartar consumos, porque no se fían de lo que les cuenta el paciente); y el drogodependiente pasa por el aro. Traga con todo lo que le echen. Algo inconcebible en la atención de cualquier otro tipo de trastorno psicológico. Y no es que lo diga yo, es que muchos profesionales del ramo me lo han contado ellos mismos o me lo han reconocido. Punto y final. Marta, Sebas, Guille y los demás Apenas me queda espacio para hablar de otros pacientes, de modo que mencionaremos sus casos de forma meramente testimonial. Marta consumía heroína, mató a un magrebí que le había robado el abrigo a su sobrino. Pasó 17 años en la cárcel por ello. Hoy, volvería a hacerlo. Sebas era nazi y camello. Consumía ocho gramos diarios de cocaína. Estaba completamente paranoico. Durante años se había dedicado a dar palizas a mendigos y a drogadictos para limpiar España de escoria. Ahora, en el CAID, se veía en el espejo y se reconocía: soy un drogadicto. Ana era española, yonki, analfabeta y no sabía dónde ni cuándo había nacido ni había manera de averiguarlo. Belén había sufrido tal nivel de maltrato físico que sus relatos eran una película de terror angustiosa y acongojante. Arturo era un empleado de banca que, durante años, había sufragado sus consumos de cocaína y de heroína mediante una triquiñuela que se le había ocurrido para estafar a los clientes. Un día vinieron dos personas para hacer una auditoría sobre algo que no tenía nada que ver con él y, Arturo, al verles, se levantó y empezó a disculparse. “Lo siento, lo siento, sí, he sido yo, he sido yo…”. Los tíos tiraron del hilo, Arturo lo cantó todo, y aquí estaba, en tratamiento. David era un camello. Vendía un kilo de coca y otro de caballo a la semana (descontando lo que se ponía él, que no era poco). Quiso dejar de consumir y, para ello, primero dejó de vender. En apenas unas semanas estaba arruinado, había vendido sus dos coches y a punto estaba de tener que vender la casa. Tratando de salvar las naves, se metió en la comunidad terapéutica. Adela era hija de una pareja de testigos de Jehová. Ella fumaba porros y no compartía su fe. Como le hacían la vida imposible, acudió al CAID a que la ayudáramos a dejar el cannabis. Pepe era gitano, consumía heroína y no tenía interés alguno en dejar de hacerlo y mucho menos en hacer terapia. Estaba en la comunidad terapéutica porque, gracias a ello, a su madre le daban seis puntos para la adjudicación de una casa. ¡Olé torero! Todos quedaron para siempre en mi memoria y, desde ahora, espero que también en la de ustedes. Gracias. [email protected] (depositphotos) “ “ ARTURO ERA UN EMPLEADO DE BANCA QUE, DURANTE AÑOS, HABÍA SUFRAGADO SUS CONSUMOS DE COCAÍNA Y DE HEROÍNA MEDIANTE UNA TRIQUIÑUELA QUE SE LE HABÍA OCURRIDO PARA ESTAFAR A LOS CLIENTES

RkJQdWJsaXNoZXIy NTU4MzA1