Cannabis Magazine 230

119 Por los ruidos que oía en el pasillo, pude darme cuenta de que, cada vez, Irene y su amiga acudían un poco antes a su cita conmigo, con el psicólogo. Además, me daba la impresión de que, lo que venía a ser la sala de espera (unas sillas dispuestas a lo largo del pasillo), estaba, también, cada vez más animada. Así que, al cuarto día, hice pasar a Irene y, como quien no quiere la cosa, invité también a Miriam a participar en la terapia en lugar de dejarla fuera. Estuve hablando largo rato con ambas sobre Irene, sobre su forma de vida, sobre sus consumos, sobre sus amistades… y, cuando lo vi oportuno, les pregunté a bocajarro, que por qué venían cada vez más pronto a nuestra cita. A lo que, entusiasmadas, me respondieron que era porque estaban entablando amistad con Fernando y con Francisco. “¡La madre que me parió!”, pensé para mis adentros: “¡Fernando y Francisco!” Los dos más resabiados sociópatas de entre el más que abultado elenco de omnitoxicómanos con patología dual del que disponía el centro. Y, al parecer, acababan de quedar para este mismo fin de semana. Para ir a no sé dónde juntos. Los cuatro. Afortunadamente, a Fernando le veía ese mismo día en terapia, justo después de atender a las chavalas. De modo que, según entró, le dije: “Pero tú, ¿en qué estás pensando? No hace falta que contestes: sé perfectamente en lo que estás pensando. Así que, olvídate, desde ya”. Dedicamos la sesión al completo a hacerle comprender que entablar una relación de amistad – o lo que surja–, entre un treintañero criminal y politoxicómano, como él, y una ingenua e inocente fumadora de porros en el recreo del insti, no era algo que debiera pasar al amparo del CAID ni en ninguna otra circunstancia. Y lo mismo podía decirse de su amigo Francisco y la otra risueña colegiala. Les costó, pero lo pillaron. Agacharon las orejas. Y, al menos de cara a la galería, anularon las citas y dejaron de usar la sala de espera como si fuera una appde ligoteo. En lo que a mí respecta, no podía dejar de pensar que ya sería casualidad que, llevando ahí unos pocos meses trabajando, fuese la primera y única vez en que había sucedido algo semejante. Que justo me hubiese pasado a mí… Pero ¿a quién se le ocurría juntar, semana tras semana, en el mismo pasillo, a angelicales fumadoras de cannabis con recalcitrantes usuarios de heroína y cocaína intravenosas? En términos preventivos eso, se mirara como se mirara, era una bomba de relojería. Se lo hice saber a la psiquiatra y dejé que fuera ella quien soltara esta bomba ante la dirección del centro, ya que ella estaba mejor preparada que yo para hacerlo y su opinión iba a ser tenida mucho más en cuenta que la mía. Ignacio Ignacio era un tío algo más alto que yo, con algo más de sobrepeso que yo, con el pelo algo más corto y más oscuro que yo, y con el pene bastante más pequeño que yo. Lo digo, sencillamente, porque tenía micropene. No fue él quien me lo dijo, sino su madre, que pidió cita, expresamente, para verme y para contármelo. ¿Y por qué habría de hacer eso una madre? Se preguntarán ustedes, con razón. Pues por la sencilla razón, les comunico, de que los pacientes del CAID debían acceder, obligatoriamente, a que se les realizaran test de orina para confirmar o descartar los posibles usos de drogas que pudieran estar haciendo. Para ello, debían orinar, cuando se les solicitara, frente a un espejo que era observado atentamente por una enfermera. Para Ignacio, al tener micropene, la sola idea de que una chica contemplase su miembro mientras meaba, le parecía motivo suficiente para abandonar la terapia. Tanta vergüenza le daba, de hecho, que había sido incapaz de contármelo por sí mismo y había preferido delegar el mal trago en su madre. En cuanto a mí, le dije a la madre, que no había problema alguno en que no orinase ni en que no hiciese test de consumo. Cuestión aparte era si la dirección del centro estaba dispuesta a hacer una excepción en su rígido funcionamiento. Algo que no tuve ocasión de saber, puesto que se acabó mi contrato antes de que se resolviera el caso. Con todo, he de decir que, si yo mismo acudiese a un centro como paciente, exigiría lo mismo que Ignacio. No porque me diese apuro que me vieran el pene (que, por lo demás, me consta que dedicar una jornada laboral a ver penes orinando tampoco es el sueño húmedo hecho realidad de cualquier mujer), sino porque, si yo acudo a terapia para dejar de consumir y mi psicólogo me exige pasar test de uso de drogas, lo que mi psicólogo me está diciendo es que no se fía de lo que yo le diga; y, como ustedes comprenderán, realizar un tratamiento sobre la base de la desconfianza, partiendo de la premisa de que mi palabra y mi testimonio no son dignos de credibilidad para mi terapeuta, para mí, sencillamente, dinamita todo el proceso terapéutico desde el minuto uno y lo invalida hasta el punto de que no me interesa lo más mínimo seguir adelante con él. La única excepción que considero válida para realizar los test es la de los casos de sustitución de condena a prisión por tratamiento de deshabituación. “ “SI YO ACUDO A TERAPIA PARA DEJAR DE CONSUMIR Y MI PSICÓLOGO ME EXIGE PASAR TEST DE USO DE DROGAS, LO QUE MI PSICÓLOGO ME ESTÁ DICIENDO ES QUE NO SE FÍA DE LO QUE YO LE DIGA; Y, COMO USTEDES COMPRENDERÁN, REALIZAR UN TRATAMIENTO SOBRE LA BASE DE LA DESCONFIANZA, DINAMITA TODO EL PROCESO TERAPÉUTICO

RkJQdWJsaXNoZXIy NTU4MzA1