Cannabis Magazine 230

Sustancias alegado que su problema era con la cocaína, aunque también fumaba porros. En cualquier caso, debía mantener la abstinencia con todas las drogas, puesto que, en términos terapéuticos, de nada valía que cambiase el abuso de una sustancia por el abuso de otra. De tal manera que, periódicamente, se le hacían screeningsgenerales de consumo. En otras palabras, test que hacían un barrido completo de las drogas más habitualmente consumidas en España. Y Juan siempre daba negativo en todo, menos, esporádicamente, en cannabis –que no dejaba de ser un mal menor que se le había venido consintiendo por los psicólogos que habían ocupado mi puesto previamente–. Todo iba, pues, como una seda. Aunque, vaya por donde, a mí había algo, un no sé qué, qué no sé yo, que no terminaba de encajarme. Pero, en fin, eso es lo que había… Hasta que, una mañana de domingo, me encajaron, por fin, todas las piezas del puzle. Me encontraba yo en el Kea –una discoteca–, sentado en una de las mesas que había en los jardines, en compañía de unas amigas. De pronto, escuchamos gritos y se montó delante nuestra una trifulca. Al poco, vimos cómo dos miembros del equipo de seguridad del local sacaron a empujones y a golpetazos a un tío que estaba fuera de sí y que presentaba todos los signos de ir puesto más que hasta las trancas: pupilas dilatadas, mandíbulas tensas, dientes rechinantes… Repito: le expulsaron de la fiesta. Poco después, cuando pasó por ahí el organizador (a quien conocía por tratar con él en mis funciones de coordinador de Energy Control en Madrid), aproveché para preguntarle qué había pasado. A lo que me contestó: “nada, que hemos tenido que echar a los de siempre, unos tíos que la montan en todas las fiestas, les conocemos bien”. El martes siguiente, me tocaba terapia con Juan, así que le pregunté cómo le había ido la semana. Me contestó que esto, lo otro y lo de más allá. Le inquirí, entonces, por el fin de semana, y me dijo que había estado con su novia, en el parque, fumando porros. —Nada más que declarar? —Nada más. —¿Seguro? —Segurísimo. —¿De verdad de la buena? —De verdad. “Aham… pues fíjate que yo fui al Kea”, le respondí al tiempo que esbozaba una sonrisa de oreja a oreja mientras él se quedaba más blanco que las Mitsubishi blancas que circulaban por aquel entonces y de las que, a buen seguro, se había comido unas cuantas dos días antes, como, de manera indubitable apuntaban los signos externos que lucía cuando le expulsaron de la discoteca delante de mis narices. Irene Irene era una chavala jovencita que había entrado en el programa de prevención del CAID, destinado a jóvenes y adolescentes que habían tenido algún contacto con las drogas, generalmente con los porros, y que eran remitidos al dispositivo bien por los padres, bien por los centros escolares. Irene creo recordar que tenía los 18 años recién cumplidos. Fumaba cannabis. No había tomado ninguna otra droga. Era una chica alegre y risueña. A la segunda cita vino acompañada de su mejor amiga, Miriam. Daba la impresión de que les divertía mucho venir a terapia. A la cuarta cita supe por qué. 118 “ “ ¿A QUIÉN SE LE OCURRÍA JUNTAR, SEMANA TRAS SEMANA, EN EL MISMO PASILLO, A ANGELICALES FUMADORAS DE CANNABIS CON RECALCITRANTES USUARIOS DE HEROÍNA Y COCAÍNA INTRAVENOSAS? lightsource (depositphotos)

RkJQdWJsaXNoZXIy NTU4MzA1