En esta clase nadie se pone agresivo y respetan a quienes no desean fumar
Cuando aspiras el vaporizador, el cuarto se vuelve un templo de relajación para el cuerpo y alma. Ya no escuchas el ruido de ciudad, las turbinas de aviones se desvanecen en el aire, tu mente y alma se conectan al mismo tiempo que reciben órdenes de un externo.
“Inhala y exhala suavemente, trata de llenar todos tus pulmones, escucha tu respiración…”.
El maestro da la orden de abrir los ojos, ves de nuevo un cigarrillo electrónico y fumas. Tu boca se refresca con el vapor sabor a piña. En el momento que vuelves a cerrar los ojos tu cuerpo se mueve: levantas un brazo, se mantiene en el aire, lo bajas. Levantas un pie, se mantiene en el aire, lo bajas.
Cuando uno inhala el humo y lo lleva a sus pulmones, el tiempo se desvanece. Sientes que el cuerpo se derrite y el alma ya no se sujeta a la gravedad de la tierra. El suelo es madera. Al estar en una casa en la colonia Roma, podrás escuchar el crujir de la madera al realizar cualquier movimiento.
Ahora las personas se acuestan boca abajo y sus manos quedan sobre la boca del estómago, la música se expande en todo el cuarto y a lo lejos, alguien habla.
“Empieza a inflar el estómago, sigue las costillas y abdomen completo. Pon atención a tu respiración, te ayuda a concentrarte en el aquí y en el ahora. Tu respiración es la acción vital más importante”.
En el cuarto hay mujeres y hombres: unos son deportistas, otros trabajan en oficina; lo que une a estas personas es el gusto por sentir un alivio. Aquí nadie tiene etiquetas, nadie los discrimina por saborear medio gramo de cannabis en el vaporizador. Ellos crean sus propios tabús.
La yoga y el efecto de la cepa se utiliza en esta clase que el maestro Adolfo guía. Ninguno de los presentes tiene ojos rojos, nadie es agresivo y respetan a quienes no tienen ganas o no quieren fumar.
A mitad de los noventa, la cannabis fue un estigma para las familias en México. En la televisión se mostraba una dramatización de los efectos que podría llegar a tener tu cuerpo y mente por el uso adictivo de la sustancia. Solo que se quedaba en eso, en una mala sustancia que es marihuana.
En el programa Mujer, casos de la vida real que conducía Silvia Pinal, se recreaban eventos que eran un supuesto problema para la opinión pública. Digo supuesto porque en realidad era más tabú y nunca se tocaban esos temas en la familia. Mucho menos en la escuela. En esa fecha no existía internet y quien educaba a los niños de los noventa era la televisión.
En un capítulo, se narra la historia de un hombre cuyo amigo lo invita a fumar un poco de “hierba”. Esto conduce directo a la perdición para el protagonista y su familia envía a su hijo a un centro de rehabilitación. Siempre terminaba con un final dramático.
Mi madre, al ver la transmisión del programa, adquirió una ética inconsciente y tomó valor para hablar del tema. Recuerdo que en ese momento me miró fijamente y decía: Ve, así terminarás si te drogas. Ahora, al tener en mis manos el vaporizador y ver que nadie se fijaba si aspiraba o no la cannabis, me di cuenta que uno crea sus propios tabús en la realidad, y eso ocasiona que los demonios se reflejen y estigmaticen un hecho que aún no está en proceso.
En la clase de yoga nadie me culpó, castigó, malinterpretó y ni engañó. Me sentí un tonto por creerle todo este tiempo a Silvia Pinal, que sería un drogadicto como todos aquellos protagonistas de sus capítulos y solo por darle un golpe al vaporizador.
Es más, los padres advertían a sus hijos no aceptar nada de extraños; en oficinas exigieron pruebas de orina y sangre, los tatuajes era una negativa segura al buscar trabajo e incluso atraían miradas de discriminación…
Mi mente volvió al salón de yoga cuando me llamaron para darle el “golpe”, una vez más al vaporizador. Cuando terminé no sentí nada. No tengo ganas de arrebatarle al instructor de yoga la cannabis y correr hasta que me pierda en el humo de la hierba, no me dan ganas de robar y tampoco es que busque depender de una cepa que me aligere mi cabeza, solo sé que me parece bastante simpático la sensación de la yoga y el efecto de la marihuana.
El aire llena los pulmones, el cuerpo entra a una relajación y estás atento a la siguiente instrucción: levantar pierna hacia atrás y alzar el pie lo más arriba que se pueda. Lo repetimos unas 5, 6, 7… ya no llevas la cuenta.
Ahora la instrucción es acostarse. Los yoguis siguen al maestro y yo siento el ejercicio a través de mis músculos, que terminaron cediendo gran parte de fuerza. Aún no había dolor, solo un sueño profundo que al despertar, las risas se aprovecharon del ambiente.
La clase terminó. Recogí mis cosas y al salir me atrapó un olor. Se apoderó de mí el famoso “monchis”, lo que te da después de llevarte a la vía láctea y dejarte caer como una hoja de árbol cae de la rama. No había pasado ni tres minutos cuando yo ya mordía mi primera orden de pastor. En ese momento me consternó saber que no tenía mi refresco de dieta.
Acerca del autor
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.