Cannabis Magazine 227

y los gastos de su vida y de la mía. Literalmente. Pasaban las noches y los días y la historia se repetía como en la película y poco a poco fui ideando un plan para intentar sensibilizarla de su situación, creyendo que tenía una especie de obligación moral de salvarla de su destino. Una mañana, desayunando juntos a la una de la tarde, me inventé una historia: le dije que la noche anterior, que, por supuesto, ella no recordaba, se había peleado con dos chicas jóvenes en un pub de moda y que luego se había largado con dos individuos chungos, feos y malcarados que le habían hecho fotos desnuda, en sugestivas poses sexuales. Seguí exagerando sus fechorías hasta límites absurdos, pero yo mentía muy bien. Aun así, ella no daba crédito a mi sarta de embustes por lo que enrolé en mi cuento chino a cuatro amigos comunes para que corroboraran mi historia. Al fin y al cabo, lo hacíamos por su bien en un intento de que fuera consciente de lo arriesgado de su actitud. Finalmente me creyó y se sintió avergonzada. Una cosa era ser un pendón de bares y otra muy distinta que toda la ciudad la viera en acción. Una cosa era ser suicida y otra muy distinta llevarse a otra gente por delante. Prometió que a partir de ese día se corregiría, dejaría de beber, de fumar, de meter y, por tanto, de salir todas las noches. Es más: a partir de ese momento dejaría de salir. Yo, llevado por una mezcla de solidaridad y poderío, le dije que haría lo mismo. Esa noche no salimos… ni esa semana ni la siguiente. Pero todo tenía un límite. Descubrí con pasmoso egoísmo que Ágatha, sin sus adicciones, sin sus bares, sin sus amantes, sin sus noches en blanco, era un ser demasiado triste y huraño y, además, profundamente aburrido… y yo tenía que convivir con ella. Decidí por los dos, desde mi atalaya, que, de vez en cuando, deberíamos hacer un poquito de vida social. Al fin y al cabo, tampoco había porque irse a los extremos. Así, el veintiséis de febrero del 2000 le organicé, a crédito y con su dinero, una fiesta por su cumpleaños en el Bar Amador. Estábamos los de siempre: Jacobo, Guillermo, Pilara, Antón, Inés… Y teníamos lo de costumbre: coca del Cherry, maruja del Nanhi, alcohol a raudales y yo, que tocaba una vez más con mi banda Los Vagos, que rebautizamos para la ocasión como Los Desmemoriados, tal era el conocimiento de media Granada de la alocada cabeza de mi amiga y mentora. Según el plan Ágatha, aparecería sobre las once de la noche de la mano de otra amiga común, Natalia, que le había citado en el bar de al lado con no sé qué excusa 113 “ “POR MI PARTE, HE DE CONFESAR QUE VIVÍA DE PRESTADO Y MANTENIDO EN SU DÚPLEX DE LA PLAZA NUEVA Y QUE NO ME CONVENÍA DEMASIADO CONTRARIARLA, PUES PAGABA LOS EXCESOS Y LOS GASTOS DE SU VIDA Y DE LA MÍA

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