Cannabis Magazine 231

119 el más bueno de todos, un capullo con pintas, el más chungo, un sociópata peligroso… y entre toda esa fauna: dos centuriones romanos en busca de la poción mágica de Panoramix. Lo dicho: descojone general. Madrugada mítica en la fila de los Gordos, así como entre las filas de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado destinadas en el Sector VI de la Cañada Real Galiana. Después de pillar, Hernández y Fernández se dispusieron a abandonar Valdemin. Pero, para ello, tenían que pasar por la rotonda anterior al túnel donde, en buena parte de las ocasiones, uno o más efectivos de la policía nacional se ocupan de realizar controles selectivos a los vehículos que por ahí circulan. Y, claro, ni de coña iban los maderos a dejar pasar una oportunidad como esa: ¡Hernández y Fernández, dos yonkis míticos, disfrazados de romanos en el poblado! De modo que, por megafonía, llamándoles por su nombre, les ordenaron: “Hernández y Fernández, échense a la derecha y aparquen. Repetimos: Hernández y Fernández, échense a la derecha y aparquen”. A continuación, les hicieron bajar del vehículo y… de nuevo entre el despiporre general, se dedicaron a hacerse selfies con ellos, para tener un recuerdo de esa memorable noche en el enésimo hipermercado de la droga de la capital de este reino de taifas. Laura y Víctor Laura y Víctor eran una pareja mítica de Lavapi. Dos buscavidas notorios por sus escandalosas broncas matrimoniales a la vez que por sus correrías. Les conocía todo el mundo. En alguna ocasión, mientras hablaba con ellos, los secretas, según pasaban en coche, les habían increpado: “Venga, venga, dejad en paz al chaval”. Ja, ja. Y qué razón tenían. ¡Vaya par de piezas! Pero me caían muy bien. Especialmente ella. ¡Menudo bicho! Es que se le veía en la mirada. Ígnea. Era una cachonda mental como poca gente he visto en mi vida. Me partía de risa con ella. Era ecuatoriana. Había estado currando en mi barrio. Tenía un vicio con la base que la mantenía activa día y noche, removiendo Roma con Santiago en busca de quien, inadvertidamente, se lo sufragara. Ironías de la vida, tenía contactos que, prácticamente, le regalaban cocaína cruda de excelente calidad. Pero a ella le gustaba la base, a sus contactos no les gustaba que le gustara la base, y ella no quería levantar la liebre sobre sus gustos reales en el campo de la drogofilia. Así que Laurita era capaz de regalarme, un día, un pollo de exquisita zarpa y, al día siguiente, de hacerme el lío por diez míseros euros. Pero lo hacía con gracia, la tía, siempre, como mínimo, me sacaba una sonrisa, cuando no me llevaba a reírme a mandíbula batiente. En todas y cada una de las ocasiones, en cualquier caso, me desarmaba por completo. Víctor, por el contrario, tenía menos arte. Me dio una vez el palo, se lo hice notar, y el tontolapolla, encima, se puso chulo. Yo más. Y la cosa acabó en la consabida sucesión de amenazas. En el prototípico rollo machirulísticode ver quién la tenía más larga. Así que, Víctor me dio una sola vez el palo mientras que Laura tuvo siempre carta blanca para darme todos los que quiso y más. Veamos un ejemplo. Estábamos una vez los tres, Víctor, Laura y yo, en la Plaza de Nelson Mandela. Comprando algo en una tienda de alimentación. Unas birras, supongo. A cargo de mi bolsillo, no hace falta que lo recuerde: lo contrario, sencillamente, sería imposible. Queríamos pillar tema. Los tres. Pero Laura lo ansiaba un poco más que nosotros. Lo suficiente como para (modo irónico on) hacernos el favor de ser ella quien se encargase de ir a buscarla y de traérnosla (modo irónico off). Así que le di el dinero. Y esperamos un rato. Y un ratillo más. Y otro. Y miraba yo a Víctor y le decía: “Pero… y tu piba, ¿de qué va?”. Y Víctor, tan confuso y preocupado como yo mismo, me contestaba: “Te juro, pana, que no lo sé”. En definitiva, que no iba a aparecer. Los dos lo sabíamos más que bien. Y, como no podía ser de otra manera, no apareció. Tiempo después, estando yo en un bar dominicano, bebiendo chupitos de Mama Juana, inesperadamente, vi entrar a Laura por la puerta del local. Y, apenas me vio, comenzó a gritar: “Ohhhhhh… Ohhhhh… Te mato… Te juro que mato… ¡Por tu culpa! ¡Por tu culpa que me detuvieron los secretas!”. Lo que les comentaba: me desarmaba. Esta tía me desarmaba por completo. Por mi culpa, decía, ¡qué ovarios! ¡Qué ocurrencias tenía! Ja, ja, ja. ¡Qué arte! ¡Qué jefaza! Hassan y Moha Hassan y Moha eran hermanos. Hassan era el mayor y el tonto, porque hablaba español como buenamente podía y porque era atento, educado y generoso. A la chita callando, con esfuerzo, dedicación y privándose de horas de sueño, había montado su pequeño imperio de tráfico de cocaína sin ser jamás interceptado por la pasma. Harto de que, a altas horas de la madrugada, le sacáramos de casa, en babuchas y chilaba, para proveernos del enésimo gramo, había optado por seguir nuestro periplo por la noche madrileña, acompañándonos de garito en garito, bebiendo zumos de melocotón a una distancia prudencial de nosotros, sus clientes (en aquella época, la junta directiva de las huestes amargordianas). Cuando fue a Marruecos volvió con regalos para mi pareja y mi hijo. Moha era el pequeño y el listo, porque hablaba perfectamente español, porque había cumplido condena en un centro de menores y porque, al poco de salir, tras explayarse haciendo el capullo a diestro y siniestro, recaló rápidamente en la prisión de Soto del Real. Una vez que hubo cumplido condena, volvió a pasearse por el barrio, ahora vestido de traje, con chaqueta y sombrero, como si fuera Meyer Lansky, jefe supremo de Murder, Inc. “ “ASÍ QUE LAURITA ERA CAPAZ DE REGALARME, UN DÍA, UN POLLO DE EXQUISITA ZARPA Y, AL DÍA SIGUIENTE, DE HACERME EL LÍO POR DIEZ MÍSEROS EUROS

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