Cannabis Magazine 236

Creo que empecé a planificar su muerte cuando se decidió, otra vez por mayoría y con mi voto en contra, internarlo en una residencia. He de decir en descargo de mis hermanos que lo hicieron siempre pensando en lo que creían mejor para él y para mi madre… en el momento en el que mi padre ya no hablaba ni, aparentemente, nos reconocía. Todos sabíamos, porque así nos lo había contado muchas veces, que su mayor temor en esta vida era perder la cabeza. Su madre y dos de sus hermanos habían tenido años de demencia antes de fallecer y a mi padre, dejar de recordar, le parecía dejar de “ser”. Y eso le aterraba. De hecho, durante años dejó constancia en múltiples conversaciones de que, en ese caso, prefería antes, mil veces morir. Supongo que esto no es más que una larga justificación para lo que vino a continuación. Yo ya había pasado de largo los cincuenta años cuando mi padre llevaba más de seis en la residencia. Casi nunca iba a verlo, porque era una cáscara vacía de pensamiento, postrado en una cama, mirando al infinito, sin interactuar ya con nada ni con nadie. Pero al comienzo de aquel otoño, en una de mis esporádicas visitas y después de años sin dar ningún tipo de señal de vida y teniéndole yo agarrada su mano, apretó la mía con fuerza, torció levemente los ojos, me miró y me dijo: “Guarda una botella de lluvia para los días de vino”. Volvió a girar los ojos y no hizo ni dijo nada más. Salí de la habitación y de la residencia a toda prisa y me encontré en la calle bajo la lluvia sin saber cómo interpretar lo que acababa de pasar y aún menos cómo sentirme. Si algo de mi padre aún se encontraba allí, en su ya marchito cuerpo, tenía que ayudarlo de una forma u otra y, si ya no estaba más que en actos reflejos, no tenía ningún sentido vivir de esa manera. También me pregunté por qué intercambió las palabras vino y lluvia en aquella frase. ¿Sería un lapso de la enfermedad o, por el contrario, en el único momento de lucidez en años había intentado transmitirme algo? Ese día decidí acabar con el sufrimiento de ambos y al volver a su habitación lo asfixié con la almohada. No le hicieron autopsia, nadie sospecho nada. Fue enterrado a los dos días y toda mi familia se despidió de él con emotivos discursos y homenajes. Los siguientes meses me obsesioné con encontrarle un sentido a aquella última frase suya intentando así, quizá, ahuyentar los remordimientos. Llegó un momento en que ya no pude más y confesé: primero a mi pareja de entonces, luego a algún amigo y por último a mi familia; y aunque nadie me denunció a un juzgado y en general se mostraron razonablemente comprensivos, todos fueron apartándose de mí. Al fin y al cabo, aunque se tratara de una muerte por humanidad, 114 Aquellos tiempos “ “A MI PADRE, DEJAR DE RECORDAR LE PARECÍA DEJAR DE “SER”

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