Cannabis Magazine 239

112 Aprovechó un momento en el que Juan parecía estar más calmado para ir al baño y buscar en el cajón de los medicamentos las pastillas más peligrosas en caso de sobredosis. Pero no tenía la mente fresca: entre la ansiedad que le producía el hecho de ser vista y la propia tensión acumulada, no era capaz de leer prospecto alguno. Así que fue ingiriendo casi tantos comprimidos como iba encontrando. Lloraba, bebía agua del grifo y tragaba pastillas. Acabó con los sedantes, relajantes musculares y alguna otra tableta. Los narcóticos actuaron con rapidez y sus efectos se abrían paso por la sangre hacia su cerebro. Empezó a imaginar qué sucedería si muriese. ¿Lloraría su familia ante el arrebato del suicidio? ¿Y qué pasaría después? ¿La olvidarían? ¿Seguiría cada uno con su vida como si tal cosa, como si ella no hubiera existido? ¿Habría pasado por esta vida sin pena ni gloria? Todo le daba vueltas y le costaba pensar con lucidez. El mareo iba en aumento. Casi no se tenía en pie. De pronto, algo cambió en el somnoliento y narcotizado cerebro de Laura: comprendió que, en realidad, no quería morirse. Ni de ese modo ni en esas circunstancias. Aún no era su momento. Se abalanzó sobre el váter, se metió los dedos en la garganta y vomitó lo que pudo. Pero casi no tenía ya fuerzas, así que se arrastró hasta el salón dando tumbos. Juan estaba tumbado en uno de los sofás. Ella su tumbó en el otro. En cuanto la vio, Juan quiso retomar la discusión, sin embargo, ella apenas percibía gritos lejanos. Se calló del sofá al suelo y se colocó en posición fetal. Juan se acercó y Laura le dijo: “Me muero, ayúdame”. Juan corrió hacia el lavabo, vio por el suelo los blísteres vacíos de Tranquimazín, Orfidal, Deprax, Prozac y todo el arsenal que Laura solía tener en su neceser. Volvieron los gritos, los insultos: “¡Hija de puta! ¿Cómo me haces esto? ¿En qué coño estabas pensando? ¡Joder!”. Tras varios zarandeos y empujones hasta el coche, Juan entró derrapando en la puerta del hospital. Sacó a Laura del coche a tirones mientras la insultaba. Incluso la arrastró a lo largo de la entrada de urgencias al tiempo que seguía llamándola “¡Puta! ¡Hija de puta!”. El personal que estaba de guardia se alarmó ante el escándalo que estaba montando. Intentaron tranquilizarlo y apartarle de ella cuando les contó qué le pasaba: “La hija de puta esta acaba de tomarse no sé cuántas pastillas para suicidarse. La muy puta. Zorra de mierda”. El odio y tensión eran evidentes, tanto en el tono como en su expresión corporal. Llevaron a Laura a una sala de urgencias y la sentaron en un sillón ergonómico abatible, donde la intubaron para hacerle un lavado de estómago. Después de la intervención y tras varias horas ingresada en observación, pudieron regresar a casa. No discutieron ni volvieron a hablar en lo que quedaba de noche. Cada uno durmió en una habitación distinta, ambos con las puertas cerradas. Al amanecer, los gritos de Juan hablando por teléfono despertaron a Laura, que escuchó cómo le explicaba primero a su hermana, luego a su madre y finalmente a casi toda su familia, el intento de suicidio. En su relato, ella era una desequilibrada; la loca que tira y rompe cosas; la persona tóxica que lo llevaba al límite a pesar de lo Aquellos tiempos “ “LLORABA, BEBÍA AGUA DEL GRIFO Y TRAGABA PASTILLAS. ACABÓ CON LOS SEDANTES, RELAJANTES MUSCULARES Y ALGUNA OTRA TABLETA

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