Cannabis Magazine 240

Primero se rió a carcajadas (creí que se trataba de una buena señal) y luego, en un tono mucho más serio me advirtió: ―O vienes hoy o te quedas sin trabajo. ¿Qué podía hacer? Pues lo que hice: ir a la oficina. Al llegar me pareció curioso que nadie se fijase en mi aspecto verdusco y los ojos de besugo: ni al entrar por la puerta, ni al recorrer el largo pasillo de la oficina, ni al sentarme en mi silla. Entonces razoné que quizá todo esto fuese una enfermedad mental y que solo yo me veía de esa manera. No es que fuera un pronóstico de menor grado. Sin embargo, esto cambiaba por completo la dinámica del problema y su posible solución. Decidí levantarme e ir a hablar con Puri, compañera y secretaria. Estaba sentada en su mesa, escribiendo frenéticamente en el ordenador con la mirada puesta en la pantalla. ―Puri ―dije yo ―¿Que? ―contestó ella sin levantar ni un centímetro la vista. ―Nada que... oye, tú me conoces bien, ¿no? ―¿Qué quieres decir? Sé que vienes aquí todos los días a trabajar… como todos. ―Quiero decir que conoces bien mi aspecto físico. ―No me hagas hablar… ―Si no quiero que me hables, solo que me mires… ―¿Pero esto qué es? ¿Una declaración de amor? No suelo enfadarme, pero ella seguía tecleando sin parar y sin levantar la vista así que, en un arrebato exploté y le solté un sonoro grito: ―¡Que me mires! Mi berrido interrumpió los quehaceres de toda la oficina, aunque Puri, por fin, me miró. Pegó a su vez otro grito, lo que confirmó lo de mi aspecto repulsivo. En el camino hacia la salida descubrí todo tipo de reacciones: risas, llantos, expresiones maliciosas, religiosas… Cuando ya estaba llegando a la puerta, mi jefe se me acercó y me dijo, muy solidariamente, que hasta que no mejorara mi aspecto, no me molestase en volver. Al caminar por la calle, me di cuenta de cuán insignificante era, pues nadie me miraba ni se daba cuenta de la cara de batracio que se me estaba poniendo. Si yo no llamaba la atención, nadie me vería. En fin, únicamente me quedaba una tarde y una noche para poder ir al oculista y este, lógicamente, me derivaría a un dermatólogo para realizarme también pruebas, en este caso, de piel. Por la noche, antes de meterme en cama, solía cenar siempre unos cereales con leche. En esta ocasión, al volcar el paquete contra la taza se calló una araña grande y peluda que yo, sin pensarlo, me apresuré a engullir. Estaba de rechupete, pero, para no agobiarme aún más, decidí no pensar en ello e irme a dormir. El miércoles por la mañana, en mi rutina de espejo, no noté ningún cambio respecto a la noche anterior y respiré aliviado. Pero, cuando me disponía a repasar mi protuberancia masculina noté algo raro: ¡Me había nacido un dedo más en cada mano! Esta vez sí que tendrían que atenderme urgentemente, porque eso no era, ni de lejos, normal. Entré en el hospital de mi ciudad y me dirigí a la ventanilla de la consulta del oculista. Después de dadas las mil doscientas explicaciones de rigor, por fin conseguí que me indicaran un número impreso. A continuación, me senté durante tres horas y media hasta que llegó mi turno. Al entrar en la consulta, el doctor, sentado en su escritorio y sin mirarme, me preguntó que qué me ocurría. Señalé con los dedos a mis ojos y me hizo sentar en una silla. Me puso a leer letras y números con distintos tamaños y ópticas. Después volvió a su mesa y empezó a escribir una receta. 113 “ “AL CAMINAR POR LA CALLE, ME DI CUENTA DE CUÁN INSIGNIFICANTE ERA, PUES NADIE ME MIRABA NI SE DABA CUENTA DE LA CARA DE BATRACIO QUE SE ME ESTABA PONIENDO

RkJQdWJsaXNoZXIy NTU4MzA1