Si la misión de los intelectuales en una sociedad es, entre otras, la de tratar de prever los hechos, sobre todo aquellos que pueden perjudicarla, y anticiparse a los acontecimientos gracias a su capacidad analítica, espesura cerebral, vasta cultura y sólido bagaje de información, los sesudos pensadores mexicanos que ahora propugnan la legalización de las drogas para acabar con el narcotráfico y sus consecuencias se asemejan al meteorólogo que pronostica lluvia cuando ya todo el mundo abrió el paraguas.

Peor aún están los políticos montados en el microbús de la legalización, en particular aquellos que ya tuvieron oportunidad de ocupar los más altos puestos en la estructura de gobierno, pero cuyo paso por este andamiaje fue pusilánime, sin pena ni gloria, sin que se conozca ni una sola acción en el sentido de las propuestas que tan ardorosa como tardíamente ahora preconizan.

Así y todo, conviene acogernos al resignado refrán según el cual más vale tarde que nunca y celebrar el robustecimiento de la corriente de opinión favorable a la despenalización de las drogas. Por más que esto se da con un retraso de más de tres décadas y decenas de miles de miles de muertos, cuando la sociedad resiente ya daños estructurales y morales irreversibles y cuando a la par  -por obvia conveniencia económica- se ha vigorizado también la tendencia refractaria a tal medida.

De la legalización de los estupefacientes -a estas alturas lo saben hasta las piedras- como única vía efectiva para acabar con el narcotráfico ya hablaba el economista Milton Friedman en 1976. Y en 1989 la revista The Economist postuló abiertamente esa urgente necesidad. Tal como, veintiún años después, hacen famosos intelectuales, editores, periodistas y ex funcionarios mexicanos, entre otros Jorge Castañeda, Héctor Aguilar Camín, Rubén Aguilar Valenzuela y Vicente Fox.

El tráfico ilegal de substancias prohibidas, reconocido al fin en la mayoría de los medios de opinión como el problema número uno de nuestro país, es de vieja data. Cuando menos desde los tiempos de la fabulosa plantación de 500 hectáreas de mariguana en el rancho El Búfalo y de los capos Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo, Héctor Luis Palma Salazar, Ernesto Fonseca y muchos más. Para no hablar de la colusión del poder público con los narcos desde los años 60 en Sinaloa.

¿Dónde estuvieron aquellos rigurosos intelectuales y políticos todo este tiempo, durante el cual no se les conoció reflexión alguna o propuesta en el sentido que ahora plantean para tratar de frenar a tiempo un fenómeno que ya entonces, en otras latitudes, causaba estragos, y en México se recrudecía en forma patente, a la vista de todos, hasta alcanzar las dimensiones que ahora tiene? ¡Andaban en la grilla palaciega, acercándose poquito a poco al poder político!

El narco y la atroz violencia inherente al mismo pasaron de ser un asunto de seguridad pública a uno de seguridad nacional y su pernicioso efecto se ha tornado aún más lesivo a lo largo de la última década, con los gobiernos del cambio. A toro pasado, sin embargo, el Presidente, el canciller y el vocero del primero de esos gobiernos abrazan con cinismo la idea de la legalización. ¿Alguien les conoció a estos señores alguna iniciativa de ley, un discurso en foros multilaterales o al menos un boletín de prensa cuando tuvieron la posibilidad impulsar con perspectiva de éxito la medida que ahora proponen?

Fox no tiene vergüenza. En profusas declaraciones por estos días dijo que a diferencia de Felipe Calderón, cuyo gobierno ya lleva a la espalda unos 30 mil muertos, él combatió el narco por mandato legal pero no le declaró la guerra. Se refugia en la semántica y la amnesia. Cualquiera que sea la denominación de sus acciones, su gobierno dejó la espeluznante cifra de ocho mil 500 muertos.

El guanajuatense engañabobos les dice ahora a quienes fueron sus incondicionales y voceros oficiosos que él legalizaría las drogas sin pedirle permiso a Estados Unidos. Pero no explica el por qué de la criminal indolencia al no hacerlo cuando tuvo su turno al bat.

El tema de la despenalización saturó esta semana los medios de comunicación, atizado por quienes buscan acreditarse y patentar el mérito del debate. Se trata, lamentablemente, de una discusión destinada al fracaso. Los poderosos opositores de la medida -todos aquellos que sacan raja de la ilegalidad de los estupefacientes- dominan los medios y disponen de una batería de famosos líderes de opinión entregados al innoble empeño de infundir pavor.

Cuesta trabajo creer que inteligentes y acuciosos analistas diseccionan el tema de las drogas sin segundas intenciones y con pragmatismo de taxista. La verdad de las cosas es que hablan por boca de ganso quienes han tomado la decisión de levantar una muralla para impedir la despenalización y preservar el negocio.

Fervorosos defensores de la libertad individual cuando les conviene, estos opinantes se escandalizan hasta el paroxismo ante un escenario en que las drogas puedan expenderse como chicles en las  esquinas y sea el individuo quien, en uso de su libertad, decida meterse drogas o lodo o mole negro en su organismo, e incluso sacrificar su vida, sin que su vicio alimente una violencia que daña a todos y cobra millares de vidas, aun de inocentes que en la guerra contra el narco no la deben ni la temen.

No es que estos influyentes comentaristas -prestos siempre a tildar por lo menos de mensajeros del narcotráfico a sus contradictores- no comprendan los obvios beneficios sociales de la eventual legalización. Es claro que sirven intereses de quienes saben que el narco se acabará cuando caiga en plomada el precio de su producto, actualmente exorbitantemente caro por ilegal.

En estas circunstancias, la corriente opositora a la única solución factible para el problema de la violencia generada por el narco se robustece, mientras algunos de nuestros más conspicuos intelectuales y políticos muestran, en sus diagnósticos y propuestas, un sentido de la oportunidad y una velocidad de reacción que no les permitiría atrapar una tortuga.

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