Un artículo sobre la legalización de las drogas en México que puede aplicarse a todos los países.

El discurso del presidente Calderón el 3 de agosto es de una importancia histórica. Por primera vez un jefe de Estado en funciones en México había aceptado que la legalización de las drogas es una posibilidad para enfrentar de mejor manera al crimen organizado.

Sin duda, es un giro radical a su política inicial, cuando se clamó cruzado de la guerra contra las drogas con el contundente «para que las drogas no lleguen a tus hijos». A pesar de que adelanta su posición: «Hay quien argumenta que precisamente implicaría la legalización un aumento enorme del consumo en varias generaciones de mexicanos, en parte por el efecto económico mismo de la disminución de precio, en parte también por la disponibilidad, por la idea que se genera de que finalmente es aceptable y socialmente bueno y hasta medicinal, digamos, su uso, lo cual culturalmente tiene una incidencia importante», y se coloca del lado del rechazo total a las drogas en paquete; abre la posibilidad de argumentar en contrario de manera democrática.

Y hay que tomarle de inmediato la palabra. Es la hora de que México y Colombia planteen en los foros internacionales un cambio internacional en la política de drogas. Y el gobierno mexicano tiene que llegar a ese momento con la fortaleza de llevar la posición de un país, una posición con amplio consenso, a pesar de no ser unánime. Hay que oír a quienes se oponen a la legalización y a quienes defendemos la posibilidad de una política de drogas diferente, que no aliente el consumo, que de plano procure eliminar los más peligrosos, pero que no lo haga a partir de la prohibición y se base en una jerarquización de las drogas por su grado de peligrosidad y adicción.

No se trata de legalizar a tontas y a locas, sino de diseñar un modelo de regulación que ponga el control de los mercados de estupefacientes en manos del Estado. Los precios se mantendrían altos a través de impuestos y no se permitiría la publicidad, mientras que se harían campañas de salud para desestimular los consumos peligrosos.

Se han hecho ya modelos de legalización que abordan la necesidad de políticas públicas eficaces para prevenir y desalentar el consumo. El más acabado es el de Transform Drug Policy Foundation (http://www.tdpf.org.uk/), que se puede resumir de la siguiente manera: es necesario desarrollar una reglamentación que diferencia a las drogas hoy ilegales en tres grupos. En uno estarían las drogas de peligrosidad baja, como la mariguana, el peyote, los hongos alucinógenos; en otra las de peligrosidad media, como la cocaína, el MDMA, conocido como éxtasis, los ácidos alucinógenos, etcétera; en la tercera estarían las drogas de peligrosidad alta, como los opiáceos inyectables. Para cada categoría, las restricciones de mercado serían diferentes.

La mariguana y otras drogas de peligrosidad baja deberían regirse por una reglamentación similar a la del tabaco y el alcohol, con altos impuestos, prohibición de proveerla a menores, lugares determinados para su venta y demás restriccciones. El modelo de cafés exclusivos que existe en Amsterdam es una posibilidad que evita que se le combine con alcohol y separa mercados, de manera que la oferta de mariguana no se junta con la de la cocaína y otras drogas más peligrosas.

Para el segundo grupo, el de las drogas como la cocaína, las llamadas tachas y los ácidos, dice Transform, su venta se haría en farmacias o expendios especializados, con receta médica y con las advertencias del caso, con estándares de pureza y dosis.

El tercer grupo, el de los opiáceos inyectables y otras drogas de alta peligrosidad como el llamado «cristal», poderosa metanfetamina, requiere de un enfoque distinto. Lo primero que hay que decir es que hoy la mayoría de los opiáceos son legales y se usan en la industria médica. La heroína salió de las farmacias y ahí debe regresar de manera controlada. A los adictos a los opiáceos inyectables es necesario proveerles de la droga de manera gratuita en espacios sanitarios y promover entre ellos tratamientos de desintoxicación, al tiempo que se emprende una campaña de prevención seria. En la medida en la que no sean los delincuentes los que controlen las ganancias de la heroína o el «cristal», no habrá incentivos para que existan enganchadores de niños y adolescentes para esas drogas y se podrá reducir sustancialmente el problema, que, aunque reducido en México, devasta a las personas a las que afecta.

Todo ello acompañado de una campaña informativa y educativa sobre los efectos del consumo de substancias, incluidos el tabaco y el alcohol. Pero sin argumentación paranoica, con razones y con información científica. Es la hora de pensar en después de la guerra.

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