El empobrecimiento generalizado de la guerra contra el narco denota hipócritas principios morales por parte de las marionetas que administran el esatdo y que supuestamente tendrían el poder de decidir legalizar las drogas.

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Esta guerra sólo nos está empobreciendo. Como todas, como cualquiera. En sentido literal y figurado. El dinero público que debería invertirse en educación, desarrollo tecnológico, investigación científica, fortalecimiento del mercado interno, infraestructura nacional y tantos otros rubros de consecuencias benéficas para la mayoría de la población, el gobierno lo está malgastando en la manutención de un ejército en campaña, en propaganda, en operaciones espectaculares pero inútiles, en una guerra sin fin ni objetivos claros. El valor simbólico de nuestro país, la ilusión de nacionalidad tan cara en el imaginario del siglo pasado, también ha perdido lustre y prestigio, se ha rebajado hasta la vergüenza y el oprobio.

¿A quién le conviene vernos así de empobrecidos? A los mismos que recomendaron el inicio de esta guerra. Los mismos que sacan provecho de un vecino harapiento y mendicante. Los que no pueden dejar perder la mano de obra barata y de escasas exigencias que mantiene su economía a flote. Los que componen el mercado que pelean quienes asesinan, quienes mutilan y descabezan.

No sé si me faltan títulos o experiencia para considerar esta situación en todas sus aristas, pero no termino de comprender por qué no se legaliza al menos la producción de las drogas. ¿Por qué no hacer de la marihuana, por ejemplo, una fuente de recursos permanente y prácticamente inagotable del siglo XXI como lo fue el petróleo en el pasado? Si así se hiciera, si se cultivara y se industrializara y se comerciara con este producto, ¿no estaríamos sólo observando fielmente algunas de las leyes más elementales del capitalismo? Allá, del otro lado de la frontera, hay un mercado amplísimo, cautivo, inmutable; aquí, voluntad para satisfacer sus demandas, recursos que ya ahora, a pesar de incurrir en una práctica ilegal, se emplean afanosa y eficazmente en saciar la voracidad de ese consumo. ¿Qué más se necesita?

Se dirá, tal vez, que el gobierno estadounidense nunca lo permitiría, que ejercería una presión insoportable sobre nuestras autoridades, que encontraría la forma de chantajear a nuestros legisladores, de echar abajo la iniciativa. Tal vez exhibiéndolos en actividades bochornosas o financiando, como otrora, una insurgencia. Tal vez organizando deportaciones masivas de paisanos. O boicoteando la circulación de productos mexicanos. O prohibiendo el paso de los transportes de carga provenientes de México. O dejando de comprar nuestro petróleo. O lo que sea. Nuestra dependencia es tanta que son muchas y muy variadas sus posibilidades de apretarnos el cogote. Pero qué importa. Quizá peco de exagerado y optimista, pero ¿no hay en el negocio de las drogas suficiente dinero para arrostrar estas amenazas, para resultar gananciosos y quién sabe si hasta indemnes de esta apuesta?

Además, nos encontramos en un punto de la historia en el que este tipo de prohibiciones se antojan obsoletas e incluso contradictorias con respecto a las ideologías si no triunfantes, sí sobrevivientes del proyecto de la razón y la modernidad. La preeminencia del individuo, de su albedrío inalienable, no debería estar limitada por las prohibiciones apriorísticas de un gobierno, sino por las consecuencias derivadas de un acto realizado en plena conciencia y por elección propia. Si alguien se emborracha y conduce su auto y atropella a alguien, su delito no es haber bebido alcohol, sino haber lesionado a un semejante.

En fin. El problema no es simple, pero pienso sinceramente que la legalización de la producción de drogas podría simplificar o apresurar el remedio. Eso si los puristas del capital y el liberalismo —y las marionetas que administran sus intereses más allá de sus fronteras— dejaran de aparentar hipócritas principios morales o esa su pusilánime y asquerosa heroicidad.

 

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