El extenso, detallado y preciso informe de la revista Nexos sobre la legalización de las drogas. Merece la pena leerlo hasta el final.


I. Un fracaso mundial

El consenso punitivo sobre las drogas vive una crisis de eficacia global. Sus resultados son pobres y sus costos altos. La prohibición, nacida en la Convención Internacional del Opio de 1912, se expandió paso a paso entre 1949 y 1961, y fue asumida por todos los países signatarios de la ONU en 1998. Su fin declarado: “Reducir tanto la oferta ilegal como la demanda de drogas”.

Nada indica que esto haya sucedido. En los países consumidores, luego de medio siglo de persecución, no han descendido ni la oferta ilegal ni la demanda. Se ha mantenido estable el consumo de cocaína y heroína. Ha crecido el de metanfetaminas y mariguana. Según la propia ONU, en 2008, diez años después del acuerdo universal de prohibición, consumían drogas entre 155 y 250 millones de personas, es decir, entre 3.5% y 5.7% de la población mundial, un rango similar al de la década anterior.No hay cifras precisas sobre el mercado global de enervantes. Todas son más bien indicativas, muchas de ellas con rangos de variación enormes. Instituciones y especialistas disputan sobre las fuentes y la forma de medir el fenómeno, cuyo conocimiento preciso ha sido una de las primeras bajas de la prohibición.
 
Según la ONU, en 2003 el valor global del mercado de drogas ilícitas era de 322 mil millones de dólares. De ellos, 140 mil millones correspondían a la mariguana, 70 mil a la cocaína, 65 mil a los opiáceos y la heroína, 44 mil a las metanfetaminas. Del total del valor añadido a esas drogas por su carácter ilegal, el 76% se quedaba en los países consumidores y el 24% restante en los países productores y de paso.

Estados Unidos sigue siendo el mayor mercado consumidor de enervantes, seguido de cerca por Europa Occidental. Desde 1960, en casi todos los grupos de edad, casi la mitad de los estadunidenses declara haber probado alguna droga ilegal. En 2008, 40% del consumo de cocaína se concentraba en Norteamérica, seguido por Europa con el 30%. En cambio, la mayor parte del mercado de la heroína, 47%, estaba en Europa Occidental y Rusia. El mundo desarrollado pelea sin esperanza contra su propio mercado: como revelan las cifras, el consumo de drogas en esos países es a la vez potente, irreprimible e ilegal.

Es posible, según apuntan los defensores de la prohibición, que el consenso punitivo haya detenido la expansión del mercado en los países consumidores, logro no desdeñable. Pero es un hecho que no lo ha reducido, como era su propósito. En todo caso, con el paso del tiempo lo que se ha visto es un proceso de “maduración” de ciertos mercados, que no crecen más porque han llegado a un límite: una franja de equilibrio práctico entre consumo, tolerancia y persecución. Sabemos, en cambio, que la prohibición hizo esos mercados muy rentables para los traficantes de dentro y los proveedores de fuera, añadiendo daños colaterales o “consecuencias no buscadas” (unintended consequences, en el lenguaje de la ONU), cuya acumulación empieza a resultar indefendible y, para algunos países, intolerable.

Los beneficios prohibicionistas son modestos comparados con sus costos.

Los daños son altos, afirma The Economist, y “caen de manera desproporcionada sobre países pobres y sobre la gente pobre de los países ricos”. Los barrios pobres y la población marginal de las grandes ciudades de los países consumidores pagan los costos más altos por mantener la oferta de drogas ilícitas que requieren millones de consumidores recreativos. El espejo de la población carcelaria de Estados Unidos es elocuente. La Comisión Europea calcula que hay en el mundo un millón de presos por delitos vinculados a las drogas: 500 mil están presos en Estados Unidos, la mayoría son negros o hispanos.

Y, sin embargo, el mercado sigue tan estable como siempre en las grandes ciudades estadunidenses, en un esquema de territorios tolerados cuya dialéctica de control puede entreverse en series como The Wire, que ficcionaliza el fenómeno en la ciudad de Baltimore, o El cártel de los sapos, que lo ve desde los tratos de los cárteles colombianos.

Por la concentración del esfuerzo mundial en reducir la producción y el tráfico, los países productores y de paso pagan costos mayores en todos los órdenes. Son los verdaderos escenarios de la “guerra contra las drogas”, sin ser, como se ha visto, los beneficiarios mayores del valor añadido por el tráfico ilegal.

Países de producción y paso como Myanmar, Afganistán, Irán, o en América Latina, Perú, Colombia y México, han pagado en violencia, corrupción, inseguridad y desarticulación institucional, costos superiores a los que el consumo de las drogas prohibidas hubiera provocado en su salud, su economía, su seguridad o su equilibrio social.

El ex presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, señala la desigualdad del impacto:

Los países desarrollados, los principales consumidores, han impuesto políticas dañinas sobre los países productores de drogas. Estas políticas han tenido consecuencias terribles, como la corrupción de las fuerzas policiacas y judiciales, y la violencia relacionada al tráfico, en el desarrollo económico y la estabilidad política de los países productores.

Estos países en especial tienen derecho a señalar y repudiar los costos del consenso punitivo, pues no se asientan en su territorio ni siquiera los modestos logros de contención del mercado que pueden alegarse para los países consumidores.

En los países de producción y tráfico de América Latina crecen los índices de homicidio: Venezuela, Guatemala, Honduras, Perú, Colombia y México. Las regiones donde se concentran los homicidios en muchos casos coinciden con rutas del narcotráfico.

La política de prohibición consume grandes partidas de dinero público, proporcionalmente mayores en los países de producción y paso que en los países consumidores. Por ejemplo: Estados Unidos gasta 40 mil millones de dólares al año en la “guerra contra las drogas”. México gasta nueve mil millones, el triple del gasto estadunidense si se comparan las cifras con sus respectivos productos internos.

La debilidad institucional de los países productores y de paso añade otros costos. El mercado negro de las drogas da a los traficantes recursos extraordinarios para corromper autoridades, reclutar aliados, comprar armas y establecer el control territorial violento de rutas y zonas, control necesario para reducir los riesgos y las incertidumbres que entraña el mercado ilegal.

Para los países productores y de paso todo es costo, crisis y desmoronamiento de su de por sí precario orden institucional.

II. El fracaso de México

México ha dedicado varias décadas a servir el consenso punitivo. Desde los años setenta con la Operación Cóndor, orientada a la erradicación de cultivos mediante el uso de antidefoliantes como el paraquat, hasta la última campaña de la guerra contra el crimen emprendida por el gobierno del presidente Calderón, la persecución de las drogas en México no ha sido sino una historia interminable de violencia y corrupción.

Los esfuerzos mexicanos en la materia admiten la comparación con el mito de Sísifo, condenado a subir una piedra montaña arriba sólo para que al llegar a la cima la piedra ruede cuesta abajo y haya que subirla de nuevo.

La piedra del Sísifo mexicano tiene vida propia, la piedra se va encanallando en el camino hasta alcanzar los niveles de violencia que pueden constatarse todos los días en cada vez más comunidades y en los medios de comunicación.

Los frutos de medio siglo de persecución de las drogas en México no podrían ser más amargos: una epidemia de inseguridad, violencia y corrupción institucional, incapaz de contener o reducir el flujo de enervantes hacia el estable mercado estadunidense.Los resultados mexicanos en detenciones, decomisos o capturas de capos son notables. La irrelevancia de esos logros ante lo buscado, también. Todas las operaciones policiacas, todas las detenciones, campañas y muertes, no han reducido el flujo internacional de narcóticos prohibidos.

Los costos locales, en cambio, han sido elevadísimos. Por ejemplo, en corrupción institucional.

En los años noventa se descubrió que el zar antidrogas de México era cómplice de uno de los cárteles que combatía. En el año 2008 fue descubierta la complicidad con el narcotráfico de los más altos mandos de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), incluyendo a su titular.

Los años recientes registran la ola mayor de compra y corrupción de gobiernos y policías locales. Las actividades del narcotráfico se han extendido a 19 de los 32 estados de la República, cinco de los cuales viven condiciones de inseguridad y violencia que hacen correr por el mundo la imagen de México como un Estado fallido.

En el último trienio se ha duplicado el número de arrestos por crímenes vinculados al narcotráfico: 115 mil 487 detenidos, contra 58 mil en todo el gobierno de Vicente Fox (2000-2006) y 64 mil en el de Ernesto Zedillo (1994-2000). Hablamos de 237 mil detenidos en 16 años, la mitad de todos los presos de Estados Unidos y la cuarta parte de los del mundo por “delitos contra la salud”.

Los homicidios merecen nota aparte. Desde 1990 hasta 2007 la tasa de homicidios de México no había hecho sino descender. Había 20 homicidios por cada 100 mil habitantes en 1990 y ocho homicidios por cada 100 mil en el año 2007.

La espiral de violencia desatada desde entonces por la guerra de las drogas en México hizo subir la tasa. Según la ONU, en el año 2009 la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes era de 12, el doble que Estados Unidos, pero la mitad que Brasil, la tercera parte que Colombia, la quinta parte que Guatemala.

La cuenta oficial de los muertos atribuibles a la guerra contra el narco en México en los últimos tres años es de 28 mil, de los cuales la mayor parte corresponde a homicidios entre bandas rivales (nueve de cada 10, según el gobierno mexicano).

El impacto público de estos crímenes, sin embargo, es infinitamente superior al de los homicidios del pasado. Aquellos sucedían en su mayor parte en zonas rurales, por pleitos agrarios o rivalidades comunitarias. Los de ahora se dan en centros urbanos estratégicos, con rasgos de brutalidad que imponen la atención de los medios. La crispación pública y el daño internacional a la imagen de México (país que pretende ser un centro de atracción turística) son costos que tampoco pueden desdeñarse.

La campaña contra las drogas del gobierno de Calderón tiene números notables. Según las cuentas de un especialista, en los últimos tres años, al cierre de 2009, se habían destruido 227 laboratorios que procesaban precursores químicos y se habían decomisado 90 mil kilos de cocaína, 4.8 millones de kilos de mariguana, cuatro mil 800 kilos de metanfetaminas. El total de la droga asegurada podría llenar 250 furgones de tren.

Se han incautado 389 millones de dólares de manos de narcotraficantes, equivalente a una tercera parte de la Iniciativa Mérida; cerca de 30 mil armas de guerra y 24 mil armas cortas: más que las de los ejércitos de El Salvador y Honduras juntos; 22 mil 900 vehículos: más que la flotilla vehicular de las policías y el ejército de toda Centroamérica; así como 489 aeronaves y 310 embarcaciones.

Se han capturado y extraditado 286 narcotraficantes, la gran mayoría a Estados Unidos, entre ellos siete grandes capos, 47 operadores financieros, 60 lugartenientes, dos mil 61 sicarios y 600 funcionarios corrompidos por la red criminal.

Todo esto ha contribuido quizás al único beneficio alegable por nuestros vecinos: mantener estable o con crecimiento moderado el consumo de drogas en Estados Unidos. Parece un beneficio menor para el tamaño del esfuerzo. Respecto de la posición relativa de México y Estados Unidos en el tema de las drogas, los mexicanos suelen decir: “Nosotros ponemos los muertos y ellos ponen los consumidores”. Algo de verdad hay en esa queja.

México tuvo y tiene sus propias razones para haber emprendido la batalla contra el narcotráfico. Debía contener el avance del negocio de las drogas sobre gobiernos y policías locales que no podían resistir el embate, y que habían dejado que el crimen alcanzara niveles de impunidad sin precedentes. La violencia de las bandas en su lucha por rutas y territorios configuró en los últimos años una crisis de seguridad pública que linda con la seguridad nacional.

Los gobiernos locales de México son incapaces de administrar un esquema de tolerancia controlada como el que funciona en las grandes ciudades estadunidenses. Ciertas regiones y ciudades del país muestran síntomas de inseguridad semejantes a los que presentan los Estados fallidos.

El problema de salud pública que amenaza a México por problemas asociados con las drogas es menor que el de nuestros vecinos (sólo 6% de mexicanos han probado alguna vez una droga ilegal, contra 47% de estadunidenses). El asunto crítico no es de salud, sino de seguridad pública.

La inseguridad que sacude a México nace de las debilidades de su Estado de derecho y de sus frágiles gobiernos locales. Pero se dispara por las rentas que obtienen los narcotraficantes en el mercado ilegal de drogas. Son esas rentas las que permiten al crimen organizado corromper, reclutar y armarse fuera de toda proporción.

Debilidad institucional y altas rentas del crimen organizado no pueden sino conducir a la crisis de seguridad pública que arrostra México.

Las altas rentas de mercado ilegal de drogas han dado paso a un crimen organizado capaz de corromper y por momentos de suplir las funciones del Estado. El Estado mexicano no parece capaz de enfrentar organizaciones criminales que capturan rentas tan cuantiosas.


III. Las rentas del crimen

¿De qué rentas hablamos?
La expresión narcotráfico reúne en un solo concepto la producción y tráfico de cuatro variedades de estupefacientes: la mariguana, la cocaína y sus variantes, los opiáceos derivados de la amapola, en particular la heroína, y las metanfetaminas o drogas de diseño.

La cadena de valor de estas drogas explica por sí sola la razón del tráfico: un reparto exuberante de ganancias.

La mariguana representa el porcentaje mayor del comercio ilegal de drogas. Llamar a la mariguana droga es una licencia del lenguaje, pues su secuela tóxica es comprobadamente baja y aun trivial, por lo menos más que la del alcohol. Un kilo de mariguana vale en territorio mexicano unos 80 dólares. La mariguana mexicana, que los consumidores californianos llaman, despectiva pero al parecer justamente, cannabis shit, puede alcanzar un valor de mayoreo de dos mil dólares. De modo que por cruzar la frontera entre México y Estados Unidos un kilo de mariguana puede aumentar su valor en mil 920 dólares.

Un kilo de pasta de coca en Colombia tiene un valor de 950 dólares. Convertido en base de coca, su valor sube a mil 430 dólares. Vuelto cocaína propiamente dicha, el valor del kilogramo sube a dos mil 340 dólares. Con ese precio sale de Colombia, o de Perú o de Bolivia, y va agregando valor conforme vence las barreras de su persecución. Puesta en alguna ciudad mexicana de la frontera norte, el valor del kilogramo de cocaína es ya de 12 mil 500 dólares. En cuanto cruza la frontera y pisa territorio estadunidense, sube a 26 mil 500 dólares. Una vez que se divide en gramos y se reparte en sobres o líneas en las calles de las grandes ciudades de Estados Unidos, el prodigioso kilogramo de cocaína puede alcanzar un rendimiento de hasta 180 mil dólares. Algo similar sucede en la cadena que la lleva a Europa. El hecho significativo para las rentas del narcotráfico mexicano es que por pasar la línea fronteriza con Estados Unidos, un kilo de cocaína puede dejar una ganancia de 14 mil 500 dólares.

El ciclo de valor de la heroína no es menos rentable. México, que es un histórico productor de amapola, ha empezado a incursionar en su transformación en heroína, el opiáceo más codiciado del mercado norteamericano. Un kilo de heroína tiene en México un valor de 35 mil dólares. Cuando cruza la frontera y pisa territorio estadunidense, su valor sube a 71 mil dólares. Vendido al menudeo en las ciudades estadunidenses su valor puede llegar a los 131 mil dólares. Por cruzar un kilo de heroína de México a Estados Unidos alguien puede ganar 26 mil dólares.

Por lo que hace a las metanfetaminas, uno de cuyos componentes fundamentales es la seudoefedrina, puede decirse lo siguiente: en el año 2005, un kilo de seudoefedrina puesto en el puerto mexicano de Lázaro Cárdenas-Las Truchas tenía un valor de 40 centavos de dólar. En 2009 el valor de un gramo de metanfetaminas de alta calidad en las calles de las grandes ciudades estadunidenses valía 110 dólares: 110 mil dólares por kilo.

No hay cifras precisas del volumen de mariguana, cocaína, heroína o metanfetaminas que los narcotraficantes mexicanos pasan a Estados Unidos. De hecho, como hemos apuntado antes, no hay cifras precisas sobre el mercado global de enervantes. Según la Oficina de la Casa Blanca para la Política de Control de Drogas, en el año 2006 los ingresos totales del narcotráfico mexicano eran de 13 mil 800 millones de dólares. El 60% de esa cantidad, ocho mil 600 millones de dólares, correspondía al tráfico de mariguana.

Hay quienes rechazan estas cifras como ilusorias, porque no son consistentes con el volumen del mercado estadunidense de consumo de la yerba. Nadie niega, sin embargo, que la mariguana es una parte sustantiva del caudal.

De ahí el impacto extraordinario que podría tener sobre todo el cuadro la posible legalización plena de la mariguana que los ciudadanos de California decidirán en un plebiscito el 2 de noviembre próximo. Podría ser la bandera de salida para una legalización equivalente en México que golpearía un alto porcentaje de los ingresos del crimen organizado.

Respecto de la cocaína, según la ONU, el traslado en la frontera de México a Estados Unidos es de 191 toneladas por un valor de tres mil millones de dólares. La producción de heroína en México se calcula en 38 toneladas por un valor de 1.3 mil millones de dólares. En su informe más reciente, el Departamento de Justicia estadunidense advierte sobre un crecimiento en las cantidades de metanfetaminas provinientes de México pero no aventura una cifra sobre el volumen del tráfico. Registra sólo un aumento enorme de los decomisos en la frontera: dos mil 820 kilogramos en 2008 y cinco mil 197 kilos en 2009.

Puesto todo junto, hablamos de un crimen organizado cuyas rentas totales probablemente han aumentado de los 13 mil 800 millones de dólares de 2006 a por lo menos unos 15 o 16 mil millones en 2010, cantidad que está muy lejos de las cifras estratosféricas que suelen manejarse (29 mil, 35 mil millones de dólares), aunque es enorme si se piensa en la compra de policías que ganan 300 dólares al mes y sicarios que pueden matar a alguien por 500 dólares.

IV. Libertad y seguridad

La capacidad de corrupción, reclutamiento y armamento que permiten las altas ganancias del mercado ilegal de drogas han vuelto al narcotráfico mexicano una fuerza criminal extraordinaria. El narco es a la vez un poder paralelo, una fuerza económica, una red de oportunidades de riesgo, una fuente de sociabilidad ilegal y una provincia legendaria del de por sí legendario territorio de la violencia mexicana.

La violencia del narco es característica de los mercados ilegales. Prohibición y persecución elevan los precios del producto ilegal. Los participantes del mercado corren los riesgos comunes a todos los negocios y además riesgos altos de “expropiación” y de “incumplimiento de contratos”. Pueden ser interceptados por la policía o tener un cómplice que no cumple su parte. En ambos casos cuesta.

La intercepción puede ser legal o tomar la forma de pactos de extorsión/corrupción que otorgan “derechos” informales de paso. De ahí la aspiración de control territorial de los cárteles: quieren ejercer “derechos” monopólicos de paso y mantener las rentas altas, sin competencia. Si otro cártel quiere pasar, debe construir su propia red de protección, corromper a otros funcionarios públicos o pelear los “derechos” con violencia.

El “incumplimiento de contratos” también cuesta. Los acuerdos entre criminales son de “honor” porque no hay institución externa que garantice el cumplimiento de sus acuerdos. Un traficante puede acordar con otro un precio y una cantidad, pero ninguno de los dos puede ser obligado por un tercero a cumplir, como en los contratos legales.

Para que se cumpla un acuerdo “de honor” hay que elevar los costos de incumplimiento, de modo que convenga cumplir. El costo más alto a pagar es la vida misma. Por eso, todo narcotraficante que se dé a “respetar” debe tener una pistola en la mano y usarla cuanto sea necesario.

El riesgo eleva las rentas de los que evitan la expropiación y el incumplimiento, pues la demanda es estable: quien salve los obstáculos, encontrará compradores dispuestos a pagar un alto precio. Frutos lógicos de este mercado ilegal son criminales violentos con acceso a un flujo persistente de dinero.

Quien quiera revertir esta poderosa fuerza nacida de los mercados ilegales tendrá que golpear los ingresos exorbitantes, que permiten a los narcos corromper, reclutar y armarse como ninguna fuerza ajena al Estado ha podido hacerlo desde la Revolución mexicana de 1910. No establecemos el símil para sugerir que el narcotráfico va a hacer una revolución, sino para subrayar que es un poder con una gran autonomía relativa, derivada de sus rentas ilegales.

Las posibilidades de cortar esas rentas por la vía financiera institucional son tan ilusorias en México como en los países consumidores. En los últimos tres años sólo han sido retenidos como ingresos atribuibles al narcotráfico unos 411 millones de dólares. El Departamento de Estado calcula que los cárteles mexicanos lavan al menos ocho mil millones de dólares al año. El gobierno mexicano sólo ha procesado a 90 criminales entre 2006 y 2009 por lavado de dinero.

El otro camino para tocar el corazón económico del narcotráfico es reducir el margen de ganancia que da la prohibición. La prohibición es lo que hace que un kilo de mariguana en México valga 80 dólares, mientras ese mismo kilo vale dos mil dólares en California; que un kilo de cocaína valga en una ciudad fronteriza mexicana 12 mil 500 y 26 mil 500 en la vecina ciudad estadunidense; que un kilo de heroína valga en México 35 mil dólares y 71 mil en Estados Unidos.

Terminar la prohibición, legalizar las drogas, es el único camino cierto a la reducción de las rentas ilegales del tráfico y del consiguiente poder, violento y criminal, de los narcotraficantes.

Los argumentos en favor de la legalización circulan amplia e inteligentemente por el mundo.

Hay argumentos de principios. Van del alegato liberal clásico según el cual el hombre es soberano de su cuerpo y el Estado no puede obligarlo a evitar una conducta que lo dañe mientras esa conducta no perjudique a terceros (John Stuart Mill), hasta el argumento económico clásico, según el cual la represión de la demanda crea mercados paralelos y precios artificiales que otorgan por la vía del crimen lo que la sociedad prohíbe con la ley (Milton Friedman).

Países productores y de paso como México han de añadir el argumento de los costos adicionales que pagan para reprimir ese mercado. Al tratar de reprimir lo irreprimible, se pierden de un bien público, la seguridad, cuya inexistencia hace inimaginables el desarrollo, el equilibrio social, la vida civilizada o la libertad.
La seguridad es aquí el piso de la libertad: una sostiene a la otra.

Hay que legalizar todas las drogas, dice el argumento liberal, porque el Estado no puede prohibir a nadie que haga lo que no daña a terceros. Hay que legalizar todas las drogas, dice el argumento de la seguridad, porque la renta ilegal de una sola de sus variedades bastaría para sostener el poder de corrupción, reclutamiento y violencia de los narcotraficantes.

V. Legalizar: Droga por droga
Quien dice legalizar, dice, en realidad, regular.

Cada una de las drogas que persigue el consenso punitivo tiene valores psicotrópicos, riesgos médicos y efectos sociales distintos. No puede darse el mismo trato legal a drogas suaves como la mariguana, a drogas duras como la cocaína y la morfina, y a siniestros derivados de las drogas duras como el crack o el crystal meth. Regular implica separar los mercados de drogas y proteger a los consumidores permitiéndoles consumir con acceso a buena información sobre los riesgos. La Transform Drug Policy Foundation ha propuesto en los últimos años distintos esquemas de regulación según los riesgos.

Veamos droga por droga.

Mariguana. La mariguana es la más comprobadamente inocua de las drogas prohibidas, inferior en todas sus consecuencias al alcohol, al cigarrillo y a muchos fármacos que se expenden legalmente con receta. Acusa también una propensión relativamente menor a generar dependencia o adicción. La regulación de la mariguana debería seguir las experiencias del mercado legal de tabaco y alcohol. El producto debe dar al usuario información sobre sus ingredientes activos (la proporción de THC, tetrahidrocannabinol) y garantizar la ausencia de productos químicos dañinos en su elaboración.

Es necesario distinguir entre mariguana ingerida y fumada y dar al consumidor información sobre la dosis recomendada. El producto debe alertar explícitamente sobre los daños a la salud que ocasiona su consumo. Los precios deben estar gravados con fuertes impuestos y su publicidad debe estar restringida o prohibida. Debe crearse un sistema de licencias de venta, como con el alcohol, para que la autoridad pueda escoger las zonas de comercio (lejos de las escuelas, por ejemplo) y el número de establecimientos.

Cocaína.
Basada en la hoja de coca, el consumo recurrente de cocaína genera daño físico y psicológico, en particular en personas con un consumo problemático y en adictos. Una de las características del mercado ilegal de cocaína es que termina siendo un producto caro que pocas veces se consigue en su forma pura, normalmente se adquiere mezclado con otros ingredientes tóxicos. Al regular su venta, la autoridad debe exigir 100% de pureza, como si se tratara de un medicamento, y el uso de ingredientes no dañinos para diluirla. Los puntos de venta deberían estar restringidos a farmacias, su publicidad prohibida y la droga sólo sería accesible a mayores de edad.

La producción debe estar en manos del Estado o de un solo intermediario designado por las autoridades sanitarias. Para dar ayuda médica a los usuarios que pudieran requerirla y para mantener un control explícito del mercado, es necesaria la identificación del usuario y un esquema de venta con límites de consumo. Esto implica un sistema de licencias negativas para los consumidores: cualquier adulto puede obtener una licencia de consumo, pero el que incurra en un uso problemático, consuma en lugares públicos o dañe a terceros (chocar bajo el efecto de la cocaína, por ejemplo), puede perder el derecho a la compra legal.

La regulación de la cocaína implica la de sus derivados. Algunos de ellos, más fuertes y peligrosos, como el crack, y otros con menos riesgos y menos potencia como el té de coca.

Opiáceos. Heroína, morfina. El objetivo principal de la regulación de productos derivados del opio debe de ser la reducción del daño y su disponibilidad para efectos terapéuticos. Se deben tomar las medidas necesarias para que los adictos puedan tener un acceso seguro y controlado, bajo supervisión médica. Esto implica que su consumo sería bajo receta médica, y con el cumplimiento de ciertas condiciones por parte de los consumidores. El control sanitario de los consumidores ha probado ser efectivo para sustituir opiáceos fuertes, como la heroína, por opiáceos sintéticos que aminoran la dependencia y el comportamiento criminal asociado a la adicción. La producción y venta debe mantenerse bajo estricta regulación estatal, como ya sucede de hecho con el 50% de la producción mundial de opio: es parte del mercado farmacéutico.

Una formulación precisa para el mercado de heroína es la que ha hecho el académico Jim Leitzel. Leitzel propone que el Estado controle la producción y venta, y que otorgue a ciertas personas licencias de consumo que sólo serían entregadas a quienes cumplieran ciertos requisitos como el conocimiento sobre el daño y las implicaciones de su uso. A su vez, las ventas sólo podrían hacerse de manera diferida. Así, el usuario no sólo tendría un límite total de consumo en cierto periodo, y posible seguimiento médico, sino que tendría que “planear” su consumo para demostrar que no está incurriendo en un consumo problemático consecuencia de una adicción.

La regulación de la heroína también permitiría controlar mejor la epidemia de VIH, como lo han pedido médicos y científicos en el mundo a través de la Declaración de Viena. El cambio de jeringas y la garantía de condiciones sanitarias por parte del Estado evitaría que los usuarios compartan jeringas y corran un riesgo innecesario de contagio.

Un apunte aparte merecen opiáceos como la morfina que, por extensiones ciegas de la prohibición, no llegan a enfermos terminales para aliviar agonías irremisiblemente dolorosas. Actualmente, cerca del 80% de los enfermos no tiene el acceso necesario a medicamentos para atender el dolor moderado o severo. Esto representa una violación de derechos humanos pues, según Naciones Unidas, los Estados tienen la obligación de evitar que las personas sufran tratos crueles e inhumanos.

El 93% de la producción global de morfina se consume en Norteamérica, Japón y Europa. En el año 2000, México estaba en la lista de los países con menor acceso a medicamentos para el dolor. El contraste es impactante. El uso per cápita de morfina legal al año en Dinarmarca era de 69 miligramos, el promedio global era de seis mligramos y en México de .01 miligramos.

Las variantes menos riesgosas y dañinas del consumo de opio, como el opio fumado, pueden pensarse dentro de esquemas de regulación menos restrictivos.

Metanfetaminas. Aunque es un mercado más pequeño, el de las metanfetaminas puede ser más difícil de regular, porque muchas de ellas de hecho son legales y ya están reguladas como medicamentos cuya venta requiere receta médica. Sin embargo, la excesiva regulación hace que dominen el mercado ilegal las variantes más potentes y las de contenido más incierto. Una forma de disminuir la venta ilegal es permitiendo la venta sin receta de las variantes más débiles y de efecto retardado, para que quienes decidan consumir anfetaminas, antes de recurrir al mercado ilegal, acudan a un mercado legal en el que pueden obtener información sobre los usos de mayor riesgo.

El éxtasis debe ser tratado de manera distinta debido a que sus efectos físicos y psicológicos no son los mismos que los de otras anfetaminas. Hay poca información sobre los efectos de largo plazo del éxtasis debido a su prohibición, pero lo que se sabe hasta el momento es que en muy pocas personas genera daño físico o psicológico permanente. El riesgo más grave vinculado al éxtasis es la ausencia total de información sobre su contenido. Considerando esto, su producción legal podría por lo menos garantizar que el producto consumido sea MDMA, y se pueda ofrecer información sobre el riesgo y daño que implica su consumo.

Un riesgo mayor es la deshidratación. Otro, contraer matrimonio bajo su influencia, pues el efecto del éxtasis es borrar barreras emocionales y potenciar adhesiones afectivas. Se aconseja informalmente esperar seis semanas luego de haberlo probado antes de casarse.
El éxtasis debe ser tratado de manera distinta debido a que sus efectos físicos y psicológicos no son los mismos que los de otras anfetaminas. Hay poca información sobre los efectos de largo plazo del éxtasis debido a su prohibición, pero lo que se sabe hasta el momento es que en muy pocas personas genera daño físico o psicológico permanente. El riesgo más grave vinculado al éxtasis es la ausencia total de información sobre su contenido. Considerando esto, su producción legal podría por lo menos garantizar que el producto consumido sea MDMA, y se pueda ofrecer información sobre el riesgo y daño que implica su consumo.

Un riesgo mayor es la deshidratación. Otro, contraer matrimonio bajo su influencia, pues el efecto del éxtasis es borrar barreras emocionales y potenciar adhesiones afectivas. Se aconseja informalmente esperar seis semanas luego de haberlo probado antes de casarse.

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