Tres madres encontraron en el aceite de cannabis lo que ningún fármaco les pudo garantizar: calidad de vida para sus hijos.
Investigaron, se liberaron de prejuicios y se animaron a cultivar. Hoy luchan activamente para que el Estado las escuche.
Roxana, mamá de Marco y Luca
No me voy a olvidar de ese día, cuando me fui de la clínica con dos diagnósticos diferentes. Marco, autismo y Luca, epilepsia refractaria. Salimos y me senté con ellos –en ese momento Marco tenía dos años y Luca uno– en un banco de una plaza. Les dije que no me iba a rendir. Empecé a averiguar herramientas para poder comunicarme con mis hijos, para aprender a jugar con ellos, porque los juegos que yo conocía no les interesaban. Encontré técnicas de psicomotricidad y me enfoqué en lo ayurvédico. Marco era un demonio de Tasmania: corría y golpeaba cosas todo el tiempo y sólo dormía media hora al día. Además, por la cantidad de fármacos que tomaba se le caía el pelo y las uñas, ni hablar de cómo tenía el intestino, el hígado y los riñones. El médico me decía que era normal. De Luca me habían dicho que nunca iba a poder controlar esfínteres ni caminar (hoy hace ambas cosas. Aunque a raíz de los fármacos, tiene Parkinson). Los dos tenían cócteles tremendos.
En 2008, cuando Marco tenía seis, los médicos me dijeron que todo lo probado por los chicos, tanto terapéutico como de farmacología, no les iba a funcionar. Empecé a trabajar mi prejuicio con el cannabis, leí algunos papers y decidí empezar a cultivar. Cuando le dije a la pediatra, me respondió que si les daba cannabis ella iba a hacer que los servicios sociales me sacaran a mis hijos. Las cosas eran insostenibles, estaba sola con ellos muchas horas y no daba abasto. Un día me reencontré con mis compañeros del colegio y Cecilia, una vieja amiga, me contó que se trataba el asma con cannabis y me alentó a probarlo con Marco. Con muchas dudas, acepté. Vino a casa y preparamos una manteca con 40 gramos de materia vegetal. Le dimos a Marco dos galletitas. A la hora, prendió sólo la computadora y puso Youtube. Le pregunté: “¿Estás bien?”, sin esperar que me contestara porque él no hablaba, sólo gritaba. Me respondió: “Sí mamá, gracias”. Nos abrazamos con mi amiga y mi marido. Fue bastante mágico. No me quedaron dudas de que ese era el camino.
En 2013, conocí la esperanza en un cultivador que me regaló una plantita y me enseñó a hacer aceite. Con la contención de una neuróloga en el Hospital Vicente López, decidí que no iba a permitir que mis hijos fueran descartados porque no cumplían con las expectativas sociales. Hoy tengo dos adolescentes que están viviendo: el más grande hace big box y el otro se fue de viaje de egresados. ¿Qué mejor logro para una madre? Pero no me quise quedar corta. Fundé la Asociación Civil Cultivando ConCiencia, donde lucho activamente junto a otras madres. Estamos muy organizadas; trabajamos con médicos, biólogos, hacemos investigaciones junto al CONICET y medimos nuestras cepas. No vamos a bajar los brazos hasta que el Estado defienda los derechos de nuestros hijos.
Karina Forlese, mamá de Micaela
La primera vez que Micaela tomó cannabis se conectó automáticamente. Fue sorprendente. Antes, si le hablabas, no te registraba. Y a una semana de tomar el aceite empezó a entender consignas y nunca más tuvo convulsiones ni ausencias.
Mi lucha para que Micaela tuviera una mejor calidad de vida empezó el día en que me dijeron que tenía Síndrome de West (epilepsia severa) y parálisis cerebral. Mica –que hoy tiene 12– nació prematura, con 32 semanas de gestación debido a un pico de presión en el embarazo que me llevó a una cesárea de urgencia. Existía la posibilidad de que no nos salváramos ninguna de las dos. Aunque ambas nos salvamos, ella tuvo un paro cardíaco y tuvieron que resucitarla. Después de 60 días internada en neonatología, le dieron el alta y nunca nos advirtieron sobre ninguna patología, pensábamos que estaba todo bien. A los seis meses veíamos que no se sentaba y nos explicaron que podía ser por el retraso de crecimiento al haber nacido prematura. Pero a los diez meses, cuando notamos que hacía movimientos raros o se asustaba por las luces y los ruidos, fuimos a ver a un neurólogo. Después de muchos estudios se comprobó que Micaela tenía una descarga cada tres segundos, tan seguidas que el cerebro no llegaba a mandarle la información al cuerpo, por eso no se manifestaba la convulsión. A los cinco años ya tomaba 25 comprimidos por día. Estaba drogada, te dabas cuenta con solo mirarla; pero no podíamos evitar la medicación porque sin eso convulsionaba. Aun así, las ausencias continuaban –de repente, era como si la desenchufaran; se caía, babeaba y cerraba los ojos–.
Un día leí que el aceite de cannabis en enfermedades de este tipo daba muy buenos resultados y no dudé en probarlo. Y cuando lo hice, nuestra vida como familia cambió. Empezamos a relacionarnos con nuestra hija y con el entorno, porque habíamos estado aislados. En 2016 marché frente al Congreso para reclamar la legalización de la marihuana. A partir de ahí conocí a otras familias en la misma lucha y en 2017 creamos la Asociación Civil Mamá Cultiva, línea Fundadora con la autorización de Paulina Bobadilla, la creadora en Chile. Desde ahí brindamos talleres informativos y acompañamos a quien esté atravesando la misma situación.
A dos años de tomar cannabis, los últimos estudios nos mostraron que el cerebro de Mica casi se normalizó: el número de descargas es muy chico comparado con lo que tenía inicialmente. Todos los días veo mejoras. Mica, que sólo dice mamá, papá y sí, está intentando decir nuevas palabras. Lo que menos me importa es que me digan que me van a meter presa por hacer que mi hija esté bien. Hace poco adoptamos a Luz, su hermana, una beba de seis meses. Los cuatro disfrutamos de cosas que antes no podíamos. Somos felices.
Yanina Soto, mamá de Daniela
Daniela nació en 2014, pasada de fecha, con 42 semanas. Yo había tenido un parto muy lindo y me llamó la atención que, apenas nació, la metieron en una incubadora. Me dijeron que había estado sin respirar durante cinco segundos y podían quedarle secuelas cerebrales y problemas de motricidad. Fue un golpe tremendo para una mamá que había tenido un embarazo normal y, previamente, una hija sana. Después de una semana en neo nos dieron el alta. Hasta los tres años no me alarmé; tardó un poco más en aprender a caminar y hablar, pero parecía tener un comportamiento normal. Pero al entrar al jardín, en sala de tres, no había forma de hacerla sociabilizar, se quedaba en un rincón y no hablaba. Contacté a una neuróloga que le hizo un seguimiento. Tenía signos de autismo, pero no definían ninguna patología. A los cinco años le diagnosticaron un retraso madurativo leve y a los ocho años desencadenó en epilepsia. Las crisis de Daniela se daban primero en el brazo izquierdo, que empezaba a temblar mucho. Después le agarraba pánico y, por último, tenía ausencias.
La adaptación a su enfermedad fue un proceso muy largo. Las mamás aprendemos a los golpes, yendo a terapeutas, psicólogas, fonoaudiólogas. Fue devastador. Su hermana, Brisa, fue una guerrera. Muchas veces dejó de salir con sus amigas para quedarse con Daniela y ayudarme cuando tenía que ir trabajar. Nuestra familia se aisló, no querían ver a la nena convulsionando y decían que no podían cuidarla. Dani empeoró: entre los ocho y los doce años subió mucho de peso por los medicamentos y sufrió bullying en el colegio. Eso le generó una bulimia nerviosa. Vivía llorando, tirada en su cama.
Un día, una amiga me contó sobre el aceite de cannabis. Desesperada por mejorarle la calidad de vida, averigüé y llegué a la asociación Mamá Cultiva, línea Fundadora. Todos mis prejuicios se borraron cuando le di la primera gota. Apenas la tomó empezó a reírse a carcajadas. Me empecé a reír con ella, se empezó a reír la hermana y mi marido también. Fue increíble. Al tiempo, las crisis disminuyeron: pasó de tener siete por día a dos por mes. Su parte física, mental y anímica cambió radicalmente. Sus resonancias magnéticas mejoraron un montón. La cambiamos de colegio y hoy es una nena feliz. Hace natación sin mi supervisión, gimnasia, radio y los compañeros ya saben qué hacer si tiene una crisis. Encontré un neurólogo en el Hospital Finochietto que me acompaña y deja constancia de que Daniela consume cannabis. Que Dani tenga calidad de vida es ilegal. No me lo cuestiono. Porque podemos disfrutar de salir a comer en familia o ir al cine y porque tengo dos adolescentes que disfrutan de la vida. Encontré el tiempo para mí. Encontré la paz.
Acerca del autor
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.