© Isidro Marín Gutiérrez

Alejandro Dumas (1802-1870) es uno de los más prolíficos y entretenidos escritores franceses del siglo XIX. Nació en Villers-Cotterêts, cerca de París, el 24 de julio de 1802. Su padre era general del ejército francés. Fue nieto del noble apellidado La Pailleterie, afincado en Santo Domingo y de la esclava negra Louise-Césette Dumas.

Tras la muerte de su padre, cuando el pequeño Alejandro contaba con cuatro años de edad, la familia deja de obtener ingresos y Dumas no puede conseguir una buena educación. Además, en las escuelas lo insultaban por ser mulato. Así que desde muy pequeño comienza a trabajar como mensajero, vendedor de tabaco y como pasante de un notario y más tarde se trasladó en 1823 a París como escribiente del duque de Orleans. Empujado por su irresistible vocación literaria y fruto de su pasión por la lectura de las obras de algunos novelistas, se dedicó al cultivo de la literatura, a cuyo fin estudió profundamente la Historia de Francia, de la cual extrajo muchos temas para sus dramas y novelas. En París comenzó a escribir obras teatrales, logrando un apreciable éxito popular con «La Caza y El Amor» (1825), «Enrique III y Su Corte» (1829) y «Cristina» (1830).

Muchas de sus obras aparecieron por primera vez por entregas, como folletines de los periódicos de entonces. Dumas cumplía así con una de las exigencias del gran público: interés y emoción a dosis periódicas, cuidándose muy bien de interrumpir la narración en un punto tal que no hubiese más remedio que leer el siguiente número. De aquí parten sus grandes éxitos como los Tres Mosqueteros (en 8 volúmenes) o El Conde de Montecristo (en 18 volúmenes).

Fruto de sus amores con la costurera María Catalina Lebay, fue su hijo natural Alejando, nacido en 1824. En 1840 estuvo casado brevemente con la actriz Ida Ferrier.

A los 27 años, se había convertido en un célebre escritor y más tarde decidió entrar en la política. Siendo un republicano ardiente apoyó la revolución de 1848, cuando esta falló en 1851, Dumas huyó hacia Bélgica. También participó económicamente en la gesta de Garibaldi, el gran patriota italiano, que le nombró superintendente de los museos de Nápoles y le confió las excavaciones en Pompeya.

Fue un escritor muy prolífico, a pesar de su vida irregular y caprichosa, produjo doscientos cincuenta y siete tomos de novelas, memorias y otros relatos, y veinticinco volúmenes de piezas teatrales, que le dieron una enorme popularidad y fama por la acción y por la brillante fantasía de que están dotadas. Toda esta monumental obra no se puede entender sin la cooperaron de varios escritores, los famosos «negros» de Dumas, el más importante fue Auguste Maquet.

Obtuvo enormes fortunas con sus obras, que dilapidó en francachelas, viajes, vinos caros, ramos de flores y aventuras empresariales. Murió de un ataque al corazón, tras conocer la noticia de que los prusianos estaban llegando a su comarca, la noche del 5 de diciembre de 1870 en Puys, prácticamente en bancarrota.

Aunque la obra de Dumas, ha sido acusada de ser literatura inferior, no se puede negar su gran fantasía, su inventiva, su genio y su clara y correcta arquitectura; todo esto quizás, con la ayuda del cannabis. Es minucioso, pero muy estricto, sabe imponer orden en sus materiales y organizarlos impecablemente, además de poseer innegables valores estéticos. Fue un autor popular que puede codearse con los grandes genios de su tiempo sin desmerecer, y que sigue siendo el deleite de muchos lectores en todo el mundo.

El Conde de Montecristo

No hay ninguna indicación de que Dumas consumiese hachís aunque asistía al hotel donde estaban los miembros del Club del Hachís o Club de los «Hashichines«. Dumas no estaba muy bien valorado ya que sus compañeros le consideraban un burgués, se le veía con condes y era amigo del rey Luis Felipe. En un capítulo del Conde de Montecristo (publicado en 1844-1845), titulado “Simbad el marino” Dumas cuenta la reunión de Franz, el héroe, con un extraño misterioso que vivía en una isla abandonada y se refiere a él como Simbad. El que lea la obra se dará cuenta que el Simbad misterioso es, ni más ni menos, Hassan (el viejo de la Montaña de la secta de los Asesinos); la cueva en donde se encuentra su palacio es el Alamut; los contrabandistas son los asesinos de la secta; los candidatos a formar parte de la secta consumen una porción de hachís para conocer su inconsciente. La analogía que ejecuta Dumas entre la leyenda de la Secta de los Asesinos y la historia del Conde de Montecristo coge desprevenido al lector.

Alejandro Dumas hace hablar a su personaje principal sobre la química en tierras orientales y asegura que ésta es para los pobladores no sólo un arma defensiva, sino en ocasiones ofensiva; «la una les sirve contra los sufrimientos, la otra contra sus enemigos; con el opio, la belladona, el hachís, se procuran en sueños la dicha que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angostura, la belladona, el laurel cerezo, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres egipcia, turca o griega, que aquí llaman curanderas, que no sepa en materia de química para dejar asombrado a un médico, y en materia de toxicología con qué asustar a un confesor.»

Dejo ahora a los lectores que disfruten algo de esta maravillosa obra, sin muchos cortes para que lo aprecien: Simbad el marino (El conde de Montecristo, caps. VIII-IX, 2ª parte). Quien se haya quedado con ganas de más que busquen la obra, esto no aparece en ninguna de las películas que se han hecho sobre el libro.

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Como en otros artículos ya publicados, el consumidor gracias al cannabis parece ser que conseguirá un bienestar ilimitado. En esté párrafo descubrimos la procedencia del hachís más bueno de la época, una especie de “pata negra” dentro del mundo del hachís. Esta pasta verde no es ni más ni menos que el dawamesc, una preparación en forma de pasta verde hecha a partir de hachís, una masa elaborada con las puntas de las plantas de cáñamo, azúcar, zumo de naranja, canela, clavo, cardamomo, nuez moscada, almizcle, pistachos, piñones (Laurie, 1994:100) y a veces mezclada con polvos de cantárida (extracto de un escarabajo verde, conocido amplia aunque equivocadamente como “mosca española”):

“La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz, que hacía razonablemente los honores a ella, el marino ape­nas probaba los platos del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los postres, o dicho mejor, las cestas que tenían en sus manos las esta­tuas.

Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se hallaba tan ignorante de su con­tenido como al destaparla. Miró a su huésped y le vio sonreírse.

‑ ¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? ‑le pre­guntó éste.

‑Os lo confieso.

‑Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la ambrosía que Hebe servía a Júpiter.

‑Pero esa ambrosía, sin duda ‑repuso Franz‑, al pasar por la mano de los hombres, habrá perdido su nombre divino para tomar otro humano. ¿Cómo se llama, pues, en lengua vulgar este ingrediente, que a decir verdad no me inspira gran simpatía?

‑Ahí tenéis precisamente lo que revela nuestro origen material ‑exclamó el marino‑. ¡Cuántas veces pasamos del mismo modo jun­to a la felicidad, sin verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la miramos! Si sois un hombre positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas del Perú, de Guzarate y de Gol­conda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad esto, y desaparecerán para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los cam­pos de lo infinito, y en libertad absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fantasía. ¿Tenéis ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, pro­bad esto, y dentro de una hora seréis rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como Francia, España o Inglaterra, sino rey del mundo, rey del universo, rey de la creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó Satanás a Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña, seréis el soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco tentador?, confesadlo; tanto más tentador, cuanto que no hay nada más fácil que hacer esto. Mirad.

Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la sustancia tan alabada, llenó de ella una cucharilla de café, la llevó a sus labios y la saboreó lentamente, con los ojos medio ce­rrados y la cabeza echada hacia atrás.

Franz le dejó todo el tiempo necesario para tragarlo, y le dijo al verle ya vuelto, por decirlo así, a la escena:

‑Pero ¿En qué consiste este manjar tan precioso?

‑ ¿Habéis oído hablar ‑le contestó el marino‑ del viejo de la Montaña, de aquel que quiso asesinar a Felipe Augusto?

‑Sí.

‑Pues habéis de saber que reinaba en un valle fertilísimo, que dominaba la montaña de donde había tomado su pintoresco nombre. Estaba aquel valle lleno de jardines, plantados por Hassen‑ben‑Sabad, con pabellones aislados, donde hacía entrar a sus elegidos para darles a masticar, según dice Marco Polo, cierta hierba que los transpor­taba al paraíso, entre plantas siempre en flor, frutas siempre madu­ras y mujeres siempre vírgenes. Pues bien, lo que aquellos jóvenes bienaventurados tomaban por realidad era un sueño, pero un sueño tan dulce, tan embriagador, tan voluptuoso, que se vendían en cuerpo y alma al que se lo proporcio­naba, y obedientes a sus órdenes como a las de Dios, iban a buscar hasta el fin del mundo la víctima indicada para herirla, expirando en medio de sus torturas sin proferir una queja, alentados por la espe­ranza de que su muerte no era sino una trasmigración a aquella vida de delicias que les daba a probar esta hierba santa, que acaban de ser­virme en vuestra presencia.

‑Entonces ‑exclamó Franz‑, es el hachís, sí, yo lo conozco, a lo menos de nombre.

‑Justamente; habéis acertado el nombre, señor Aladino, es el hachís, el hachís mejor y más puro que se hace en Alejandría, el hachís de Abougor, el grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un palacio con esta inscripción: «Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido.»

conde de montecristo

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En esta parte del texto se comenta el sabor tan malo que tiene el hachís para un novato. Lo mismo podríamos pensar de nuestra primera cerveza, del primer trago de whisky o nuestra primera calada a un cigarro:

“Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta ma­ravillosa, igual a la que había tomado su anfitrión, y se la llevó a los labios.

‑ ¡Diablo! ‑exclamó cuando se la hubo tragado‑, no sé si la con­secuencia será tan agradable como decís, pero lo que es como manjar, no me parece tan suculento como a vos.

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‑Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿Os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos.”

Los efectos del hachís en esta obra

Los efectos del hachís no se producen de forma rápida como ocurre si se fuma. Pero una vez consumidos por vía oral los efectos son claros y distintos a si se fuma:

“‑ ¡Vaya, vaya! ¡Ya empieza a actuar el hachís; abrid pues, esas alas, y volad a las regiones de la fantasía! Nada os arredre, que hay quien vela por vos, y si vuestras alas se derriten al sol como las de Ícaro, aquí estoy yo para recibiros.”

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Si el hachís es consumido por vía oral, en vez de fumado, sus efectos son más enteógenos que cualquier otra cosa. Aquí aparecen los efectos alucinógenos del hachís, en forma de visiones y de sonidos:

“En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fati­gas físicas, toda la exaltación originada en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban desapareciendo, como en esos primeros instantes del sueño en que se vive todavía. Al parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se despejaba de una manera maravillo­sa y parecían duplicarse las facultades de sus sentidos. Su horizonte se iba ensanchando más y más, pero no ese horizonte sombrío y lleno de terrores en que se arrastraba antes de su sueño, sino un horizonte azul, transparente y vasto, con todo lo que el mar tiene de tintas má­gicas, con todo lo que el sol tiene de luz, y todo lo que la brisa tiene de perfumes.”

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Un efecto que también le ocurrirá, años después, a Walter Benjamin. Conseguir el sentimiento de puro amor. Tanto con el amor como con el hachís nos encontramos entregados a “lo otro”, a Dios… en un proceso de éxtasis similar al de Santa Teresa de Jesús:

“Le pareció a Franz que cerraba los ojos, y que a través de la última mirada veía a la estatua púdica cubrirse el rostro enteramente, y des­pués de cerrados los ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos a las fantásticas, gozando de una felicidad sin límites, de un amor incesante, como el que el profeta prometía a sus elegidos.

Entonces, todas aquellas bocas de piedra se animaron y palpitaron aquellos pechos hasta tal punto que para Franz, que por la primera vez conocía los efectos del hachís, este amor era casi dolor, esta voluptuosidad casi tortura, sobre todo cuando sentía posarse en su boca ardiente los labios de las estatuas, fríos y petrificados como los anillos de una serpiente.”

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Uno de los efectos del hachís en las personas es la disociación de espacio-temporal; con el hachís el tiempo parece como si se dilatase:

“La vida exterior, tan pura, tan grande, tan tranquila, recordole poco a poco lo inverosímil de su sueño, y su memoria empezó a llenar­se de recuerdos. Se acordó de su llegada a la isla, y de su presentación a un jefe de contrabandistas, de un palacio espléndido, y de una cena excelente y una cucharada de hachís.

Sólo que en medio de esta realidad palpable parecíale que todas aquellas cosas habían ocurrido por lo menos hacía un mes, tan vivo era el pensamiento de su sueño, y tanta importancia tenía en su imaginación. De vez en cuando, parecíale distinguir entre los marineros, o junto a una roca, o meciéndose sobre el barco, una de aquellas som­bras que con besos y miradas poblaron de estrellas el cielo de su noche. Por otra parte, sentía la cabeza completamente despejada y el cuerpo tranquilo, sin peso en el cerebro, sino todo lo contrario, un bienestar general, una predisposición más grande que nunca a absorber el sol y el aire».

Si nuda, leer o releer de nuevo El Conde de Montecristo es una sabia opción. Quizás lo leímos hace mucho tiempo, o quizás sólo lo hemos visto en los cines o en televisión y jamás nos habíamos dado cuenta que el vigor, la fuerza y la imaginación de esta obra es, en parte, al alma del hachís. Hasta el mes que viene.

BIBLIOGRAFÍA

  • Benjamin W. (1995) «Haschisch», Ed. Santilla S.A. (Taurus) Madrid
  • Dumas, A. (1980) El Conde de Monte-Cristo, Porrúa, México

 

Acerca del autor

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.