Los clubes de consumidores de esta droga trabajan para conseguir un respaldo legal. En Gipuzkoa cuentan con mil socios.

Victorina es pura energía. Esta mujer de 59 años, cuerpo menudo y pelo grisáceo a lo ‘garçon’, habla y habla, y sus palabras parecen bailar al compás de sus manos, que no para de agitar en toda la conversación para envolver con más fuerza aún su discurso. Nadie diría que hace sólo seis meses apenas podía moverse, ni levantarse del sofá, ni apoyar sus huesos sobre el colchón de la cama, ni siquiera dormir. «Estaba totalmente anquilosada. Era un dolor aquí, y por las cervicales, y en el bíceps braquial», intenta describir esta eibarresa con muecas de malestar. El secreto de cómo ha conseguido aliviar los síntomas de la fibromialgia que le diagnosticaron hace cinco años lo lleva «siempre» en el bolso. Es un aceite artesanal, que se aplica todas las noches con un masaje por sus músculos hipersensibles. «Yo no tenía ni idea de todo esto, pero a mí me funciona, y si funciona pues lo cuento», se despacha sin tapujos. ‘Esto’ es marihuana y Victorina es una de los 120 socios del club Greenfarm, que aglutina a consumidores lúdicos y terapéuticos de cannabis, la droga ilegal más consumida en todo el mundo (146 millones de personas, el 3,7% de la población total, según un informe de 2004 de la ONU). En Gipuzkoa existen al menos cinco asociaciones como la de Eibar, con un millar de socios que se autoabastecen de esta sustancia, en un circuito cerrado al público, fuera del mercado negro. Plantan sus propios cultivos en terrenos que arriendan y luego distribuyen la ‘maría’ entre sus asociados, todos mayores de edad, sin ningún fin comercial. Los gastos de la compra de semillas, el abono, el transporte y los equipos de cultivo también se comparten.

Estos grupos han conseguido colarse por las rendijas de la ley y hacerse un hueco desde el que ahora pelean para lograr una mayor seguridad jurídica. El vacío en el que se mueven les ha llevado varias veces hasta los tribunales que, en sentencias recientes, han absuelto a los acusados o directamente han sobreseído la causa entendiendo que su actividad no era constitutiva de ningún delito. Ese respaldo, sin embargo, no ha sido avalado por un cambio normativo y el miedo a que sean intervenidas sus plantaciones siempre está presente. Esta misma semana la Ertzaintza se ha incautado de un total de 267 plantas de marihuana en un caserío de Getaria. Su propietario, socio del club Ganjazz de Donostia, fue arrestado por la Policía autónoma y posteriormente puesto en libertad con cargos a la espera de pasar frente a la autoridad judicial. «Vivimos en permanente contradicción. Los jueces nos dicen que lo que hacemos no es delito, pero luego nos detienen, nos quitan las plantas y nos hacen pasar otra vez por el mismo tribunal», se queja Iker Val, presidente del club Ganjazz.

Frente al debate social sobre la legalización del cannabis, reabierto esta semana por el Ararteko y que seguro dará que hablar este año de referendum decisivo para autorizar esta droga en California, ellos prefieren seguir su camino discreto, entre bambalinas, para lograr un consenso y regular lo que ‘de facto’ ya existe en locales como el de Donostia y Eibar.
Pero si la marihuana no es legal, ¿cómo es posible que estos clubes funcionen? «Con el cannabis se da una situación muy peculiar», dice Xabier Arana, licenciado en Derecho y miembro del Instituto Vasco de Criminología. Aunque la sustancia está incluida dentro de las listas de estupefacientes de los convenios internacionales, su consumo privado y la tenencia de las plantas siempre y cuando no se destinen al tráfico de drogas no están penalizados en España. Sin embargo, en la misma legislación coexisten diversas normas que sí sancionan administrativamente a los consumidores, con multas que pueden oscilar entre los 300 y los 6.000 euros, si se consideran infracciones graves contra la seguridad ciudadana (el consumo en lugares públicos o la tenencia de grandes cantidades, por ejemplo).

«No somos enfermos»
En medio de esa maraña legal y aprovechando que el autocultivo está permitido, empezaron a organizarse los clubes de consumidores de cannabis, primero como alternativa a las políticas prohibicionistas y ahora también como plataformas reivindicativas a favor de un discurso «normalizado» sobre esta droga que ellos mismos subrayan no es inocua. El de Donostia nació en 2001, tras la disolución del club Kalamudia que englobaba el movimiento cannábico de todo Euskadi. Ganjazz Art Club cuenta hoy con cerca de 200 socios, encabezados por Iker Val. Un fuerte olor a marihuana envuelve al visitante en la sede del club en el centro de la capital guipuzcoana. Se trata de un local luminoso, con un salón amplio y varios despachos en los que Iker y otros representantes de Ganjazz atienden llamadas y cumplen con el trabajo administrativo de su actividad. Si no fuera porque en las paredes cuelgan pósters con fotos de plantaciones y al final del pasillo hay una habitación donde se cultivan varias plantas de marihuana, las instalaciones podrían pasar por las de cualquier oficina.

«Las condiciones para ser socio es ser mayor de 21 años, estar habituado al consumo de cannabis, estar en plenas facultades psíquicas y realizar un taller de formación donde enseñamos cómo funciona la asociación. No admitimos a todo el mundo, sólo a quienes vienen con el aval de algún asociado y a aquellos usuarios con fines terapéuticos», cuenta Iker, que no tiene reparos en admitir que consume cannabis, en dos vaporizaciones al día. «¿Por qué consumo? Para tener una percepción de la realidad más amplia y reducir el estrés que me produce el día a día. No somos enfermos, ni drogodependientes, ni nos pasamos todo el día fumando porros. Esa es una imagen muy distorsionada de nosotros que ha ido calando. Hay muchas realidades dentro del consumo», acredita.
La realidad de Victorina, a quien habíamos dejado al principio del reportaje compartiendo su secreto, le llevó a tocar a la puerta del local de Greenfarm en Eibar a finales del año pasado. Del peregrinaje de médicos durante años hasta que le diagnosticaron fibromialgia pasó a recorrer decenas de consultas, sesiones de rehabilitación, clases de yoga, de reiki, de gimnasia en el agua, «de todo». En una de esas tantas actividades que ha probado para no dejarse vencer por la enfermedad, una compañera le habló del cannabis. «¡En buena hora me lo dijo! -exclama-. Cuando tienes tantos dolores te aferras a un clavo ardiendo y no dudé en venir a preguntar».

En el club enseguida le aconsejaron el aceite de romero con cogollos de marihuana, un ungüento que elaboran con la colaboración de profesionales sanitarios, apostilla Jon, uno de los responsables, a quien acompaña su padre, defensor del consumo responsable y controlado de cannabis. «No tratamos de convencer a nadie de que el uso del cannabis vaya a reducir los efectos negativos de su enfermedad -aclara Jon-, sino que tratamos de acercar el cannabis a aquellas personas que ya han descubierto por ellas mismas que el uso de este producto les resulta beneficioso y que desean que el producto que consumen sea de autocultivo y controlado», sin tener que recurrir al camello, al trapicheo. La asociación sólo admite ya a usuarios terapéuticos, porque no dan abasto. En apenas cuatro meses han llegado a los 120 socios y no pueden asegurar el abastecimiento para más personas.

Naiara y su novio, Jonathan, también dan la cara para contar su experiencia. Ella tiene 22 años y desde que tiene memoria le acompañan unos dolores de estómago «terribles», que le hacían vomitar cada mañana, nada más bajar del coche o en mitad del trabajo. «’Son nervios’, me decía el médico. Pero yo sabía que no era eso. Me mandaron a psicólogos e incluso me hicieron pruebas por si sufría anorexia. Al final, después de muchas consultas, me diagnosticaron síndrome de color irritable», cuenta la joven, vecina de Ermua. La medicación, sin embargo, no le alivió los dolores y fue su novio quien le dijo que probara con la marihuana. «Me fumo un porro al día, antes de desayunar, cuando me levanto con esos espasmos en el estómago y me alivia», reconoce. Fue su médico quien le habló de la existencia de Pannagh, un club de consumidores en Bilbao, cuando Naiara le confesó que estaba utilizando cannabis y que le iba bien. «A mí lo que no me gusta es tener que recurrir a alguien de la calle. ¿Y si no tiene ese día? ¿Qué hago yo? ¿Seguir con mis dolores?».

Fuente y más información: http://www.diariovasco.com/v/20100425/al-dia-local/otra-cara-cannabis-20100425.html

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