El mito de la creación ligada a alucinógenos y estupefacientes recorre la historia de las artes

De la creación y la adicción, de la marginación de la creación bajo la adicción, y asimismo de la adicción a la creación y de les liaisons dangereuses entre creación y adicción.

Drogas como el hachís, el peyote y el opio de los felices años veinte (más felices aún con ellas, es de suponer) a los cincuenta, drogas alucinógenas como la mescalina y el LSD de los sesenta y setenta, la heroína de los setenta, que vuelve por sus fueros, la cocaína desde los ochenta y los estupefacientes y psicotrópicos todavía más artificiales, las pastillas de droga sintética y sus devastadores efectos neuropáticos, estimulantes, deformantes y alucinógenos —el éxtasis o MDMA, el polvo de Speed derivado de la anfetamina, el Popper inhalado, el eufórico GHB o el delirante Polvo de Ángel o PCP— y el alcohol que recorre todas las épocas de la historia del arte, del vino al whisky intravenoso, en busca de la frase inicial o de la frase perfecta, o a la legendaria absenta de cafés y ateliers de la bohemia durante la vanguardia histórica. Y otros estupefacientes que no por el hecho de no ser químicos resultan menos tentadores (y también irremediables), el sexo —que tiene de bueno que mientras se practica no parece posible crear—, la ansiosa necesidad de inmediatez en la creación contemporánea o, naturalmente, la propia creatividad, elevada por muchos a los altares de la adicción obsesiva, nulla dies sine linea, asumidos como efectos secundarios el bloqueo, la estulticia o la banalidad y la metaficción como placebo. Seguirá vivo siempre el mito que asocia el consumo de drogas con el bienestar textual, pero se desmitifica en cada nuevo intento de afirmarlo, pues la creación bajo la adicción al disfrute de juguetes químicos no hace sino convertir a los creadores en juguetes rotos. La droga crea el espejismo exultante de la excentricidad original o la fantasía genial; el problema se presenta el día siguiente, cuando la genialidad ha devenido un frustrante aborto artístico, ni siquiera útil para el consumo propio. Tal vez sí resulte eficaz para la música, preguntémosles a Iggy Pop o Mick Jagger, pues no podemos preguntarles a Jimi Hendrix, Kurt Cobain, el heroinómano suicida que alcanzó el nirvana, John Bonham, el batería de Led Zeppelin, muerto porque el vodka compulsivo compone el mejor réquiem, o Amy Winehouse, apagada para siempre por la silenciosa música del alcohol y los barbitúricos. Tal vez la psicodelia, las distorsiones del rock duro o la hipertrofia sonora del heavy metal vivan de la muerte lenta de la drogadicción, pero en literatura las cosas son distintas, la secuencia lingüística acarrea inercias insoslayables, y la retórica, por mínima que sea, recorre inevitablemente el texto sosteniéndolo como un andamiaje. En el Ulises Joyce se diría ilógico e irracional en frases como “Prrprr. / Debe ser el borg. / Fff. Uu. Rrprr. Las naciones de la tierra. Ella ha pasado. Entonces y no hasta entonces. Tranvía cran cran, cran.[…] Crandlcrancran”, pero estos perversos castigos infligidos al lenguaje resultan ser, en cambio, el fruto de calculadas estrategias, de experimentos urdidos en el laboratorio racional. La heterodoxia gramatical no es fruto del delirio de psicopatías inducidas, sino de ejemplos extremos de técnica o de virtuosismo, hijos todos de la lucidez, jamás de desatados locos de atar.

Parece que coinciden en el mercado tratados y ficciones en torno a la adicción y la marginación en su relación con la vida y la creación artística. William T. Vollmann, extravagante y truculento, cercano al prismático Pynchon, escribe trece perturbadoras historias pobladas de drogadictos y ángeles, de skinheads, barrios infectos, tugurios, pervertidos sexuales, adictos decadentes y marginados sociales. Denis Johnson, el autor de Árbol de humo (2007) y alumno aventajado de Burroughs o Bukowski, ofrece once relatos de sobredosis y marginación, once crónicas de la adicción, al opio o el alcohol. El taiwanés Tao Lin se inventa al narrador Paul, su alter ego, y lo dispara a la ruina personal con la pistola de la adicción a la comida basura y a los fármacos, que arruinan su ¿prometedora? carrera de escritor. Y se publican las entrevistas de Daniel Odier a William Burroughs, el profeta de los beatniks, los hippies y hasta los cyberpunks, editadas en 1969 y felizmente recuperadas porque en ellas se aprende mucho de cómo funciona la contracultura y de cómo la creatividad visionaria del autor o sus cut-up aleatorios, nacidos de la alucinación —de la que habla por extenso Sacks en su último y tentador estudio, asegurando que es fruto de la ebriedad, de alguna patología o lesión neuronal que permite posibilidades imposibles como la fusión del mundo onírico y el real— o bien del mero talento, resultaron precursores de los expanded media o de la obra de Warhol, Rauschenberg o Patti Smith. Sobrebeber (Everyday’s drinking), el delicioso libro que Kingsley Amis ya no pudo ver porque se compiló en 2008 reuniendo sus tres libros acerca de la bebida, y que Malpaso publica en lujosa edición en rojo (¿el vino?) y negro (¿su efecto si se abusa de él?), aporta su impagable ironía al sórdido panorama de la deletérea adicción en el terreno de las artes y las letras. Un libro enciclopédico e interactivo sobre alcoholes del mundo, un libro historicista sobre cuándo se han bebido unos y otros, un libro geográfico sobre dónde se producen los unos y los otros, un libro sobre sobrevivir a sobrebeber, un libro sobre sobrebibir, neologismo que bautiza una condición de felicidad que para sí quisieran muchos autores. El libro de Amis sobre beber alcohol parece calcar el libro de Cabrera Infante sobre fumar tabaco: dos obras maestras del vicio y de la literatura, not to be missed.

Sobrebeber, inhalar, chutarse o esnifar si acaso contribuyen a una creación efímera, ni tan siquiera muchas veces materializada. Pensar, en cambio, acostumbra a asegurar ciertos resultados, y si lo que cuenta no es la fruición inmediata sino la obra perdurable o cuando menos con cierta voluntad de solidez o acaso de permanencia, solo cabe dejar de entronizar los paraísos artificiales y refutar sus quiméricas promesas de facilidad creativa y de automatismo. Muchos se drogan y crean, pero muy pocos crean mientras se drogan, y menos aún aceptan sobrios lo que la droga les ha hecho concebir (o, mejor, perpetrar). Tal vez los efectos de la droga o de cualquier otra adicción durante el proceso creativo puedan verse de forma metafórica como la imagen de un artista junto a un mobile de Calder: si lo toca un poco, su balanceo relaja y hechiza; si lo toca demasiado, marea y transtorna.

Clásicos de la adicción

Abu Nuwás. Cantar al vino. Traducción de Jaume Ferrer Carmona y Anna Gil Bardají. Cátedra. Madrid, 2010. Una de las primeras colecciones de cantos báquicos, a cargo del poeta iraní nacido hacia el 747, tal vez un precedente de la poesía goliárdica o goliardesca.

Poesía goliárdica. Traducción de Miguel Requena. Acantilado. Barcelona, 2003. Una antología de poemas medievales acerca de las bondades del vino y de su relación con la poesía y la creación, un canto a la embriaguez y a los placeres carnales que bien podría algún editor de Henry Miller convertir en jocoso (y jugoso) preliminar de su Trópico de cáncer: “Bibit hera, bibit herus, / bibit miles, bibit clerus, / bibit ille, bibit illa, / bibit servus cum ancilla…”</CF> (“Bebe la señora, bebe el señor / bebe el caballero, bebe el clérigo, / bebe aquel, bebe aquella, / bebe el siervo con la criada…”). En algún sentido, el jocoso y no el enciclopédico, Sobrebeber, de Kingsley Amis, podría verse como una reencarnación del espíritu goliárdico y de su adoración al alcohol.

Thomas de Quincey. Confesiones de un inglés comedor de opio (1856). Traducción de Miguel Teruel. Cátedra. Madrid, 2010. Un clásico de la drogodependencia que influyó en la concepción de Los paraísos artificiales, de Baudelaire.

Charles Baudelaire. Los paraísos artificiales (1860). Traducción de Mauro Armiño. Valdemar. Madrid, 2000. No es únicamente un clásico imprescindible para tratar de comprender los peligrosos vínculos entre el proceso creativo y la adicción entendida como un coadyuvante feliz para el florecimiento de la originalidad del genio y la bondad del arte, sino que bautizó con su título el nombre genérico de los asideros de los que dispone el creador para alcanzar la gloria artística con ayudas complementarias a las de su propio intelecto.

Guillaume Apollinaire. Alcoholes (1913). Traducción de José Ignacio Velázquez. Cátedra. Madrid, 2008. El volumen incluye El poeta asesinado. La edición príncipe, Mercure de France (París, 1913), venía precedida de un retrato de Apollinaire por Picasso, hermanados a un tiempo por la vanguardia más excelsa e intuitiva y por la bohemia más militante.

Mijaíl Bulgákov. Morfina (1920). Traducción de Selma Anciar. Anagrama. Barcelona, 2002. Constituye la crónica sórdida de la experiencia con la morfina hasta la muerte, un texto imprescindible sobre la sordidez del lado oculto de la vida.

Raymond Radiguet. El diablo en el cuerpo (1923). Traducción de Lourdes Carriedo. Cátedra. Madrid, 2010. Una historia sombría de adulterio y abyección alimentada por la morbosa juventud de su joven autor, pintado por Modigliani en 1915, en plena guerra mundial, apenas la música de fondo de un drama engendrado por el cinismo y la transgresión.

Jean Cocteau. Opium. Diario de una desintoxicación (1930). Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Planeta. Barcelona, 2009. La crónica de un vía crucis personal, del doloroso camino de espinas de regreso a la lucidez desde el infierno de la droga, un viaje al fin de la noche del revés.

Henry Miller. Trópico de cáncer (1934). Traducción de Bernd Dietz. Cátedra. Madrid, 2010. Obra maestra de la obscenidad sexual, la transgresión social, la bohemia y las adicciones al alcohol, la morfina y el sexo. Un libro que fue tildado de pornográfico porque se quiso ver en él la marginación del propio escritor protagonista con mejores ojos que con los que se vio su incandescente prosa de vanguardia.

William S. Burroughs. Yonqui (1953). Traducción de Martín Lendínez y Francesc Roca. Anagrama. Barcelona, 2014. Un libro mítico, pero a la vez tóxico, escrito bajo el seudónimo de William Lee por uno de los gurús de la generación Beat, que constituye el ejemplo modélico de la bajada a los infiernos de la drogadicción y de la descripción de sus denigrantes protocolos. La crónica del trayecto de ida y vuelta desde el abismo de la droga a su incierto paraíso.

Aldous Huxley. Las puertas de la percepción (1954) y Cielo e infierno (1956). Traducción de Miguel de Hernani. Edhasa. Barcelona, 2009. El autor de Un mundo feliz (1932), novela que también podría formar parte de esta propuesta de biblioteca de la creación y la adicción por la mera creación de la droga soma, describe sus experiencias alucinógenas producto de la ingestión de mezcalina. Huxley asume que el cerebro humano, el raciocinio y las conexiones neurológicas que forman la lucidez —una de las drogas sin asomo de duda más potente, sea dicho de paso— filtran la realidad evitando procesar todas las impresiones e imágenes, y las drogas neutralizan ese filtro, alcanzando a abrir las puertas de la percepción y de este modo relativizar espacio y tiempo y deformar las impresiones.

William S. Burroughs. El almuerzo desnudo (1959). Traducción de Martín Lendínez. Anagrama. Barcelona. Clásico indiscutible de la literatura yonqui, es la crónica de las alucinaciones de Lee (alter ego de Burroughs) por Tánger, Estados Unidos, México y su propia mente, y de sus delirios fruto de los efectos provocados por toda suerte de estupefacientes, en especial la heroína y la marihuana.

William S. Burroughs y Allen Ginsberg. Las cartas de la ayahuasca (1963). Traducción de Roger Wolfe. Anagrama. Barcelona, 2011. La correspondencia y algunos otros escritos de los dos autores de la contracultura de los sesenta conforman la crónica del viaje que hizo Burroughs a la selva amazónica en busca del yagué o la ayahuasca, una planta de míticas propiedades alucinógenas y telepáticas, y de los experimentos que él mismo realizó también con la ayahuasca.

Hunter S. Thompson. Miedo y asco en Las Vegas (1971). Traducción de J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez. Anagrama. Barcelona, 2001. El libro sagrado del legendario autor del nuevo periodismo y creador del llamado periodismo gonzo, en el que narra su histérica entrada en Las Vegas cargado de sustancias químicas en su búsqueda quimérica y alucinada del sueño americano. La crónica encendida de un viaje bajo los efectos de los narcóticos.

Henri Michaux. El infinito turbulento. Experiencias con mezcalina y LSD (1964). Traducción de Josep Elías. MCA. Valencia, 2000. Crónica de ocho experimentos bajo los efectos de las drogas con la intención de reflexionar acerca de sus efectos en el proceso creativo. Un libro clásico a caballo entre el informe clínico, la introspección del autor y el proceso de creación. Incluye imágenes de sus célebres dibujos mescalínicos como eje de una deliberación acerca de si es posible la creación al margen del raciocinio.

Charles Bukowski. ‘Los escritores’, Hijo de Satanás (Septuagenarian Stew). 1990. Traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro. Anagrama. Barcelona, 1997. Páginas 120-134. Una autoparodia pasada de vueltas en torno a narradores estrafalarios siempre borrachos —“quizá escribiría aquella noche. Sencillamente se sentaría a la máquina, abriría la botella de vino. El resto vendría solo”. Y asimismo sus Escritos de un viejo indecente (1973), traducción de J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez (Anagrama. Barcelona, 1994), que apestan a alcohol y a buena prosa, pero en los que le advierte muy en serio al escritor: “Nunca mezcles pastillas y whisky”.

Y en Lo que más me gusta es rascarme los sobacos. E. Pivano entrevista a Bukowski. Anagrama. Barcelona, 1997. El mítico y alcohólico autor californiano se pregunta “¿bebo cuando escribo o escribo cuando bebo?”.

Bret Easton Ellis. American Psycho (1991). Traducción de Mariano Antolín Rato. Punto de Lectura. Madrid, 2001. Episodios de la vida de Patrick Bateman, un yuppy psicópata, asesino, caníbal y cocainómano de Manhattan a finales de los ochenta. La novela está escrita tal como la escribiría un psicópata, en un estilo obsesivo y maniaco que inyecta en vena el sadismo, la adicción al mal y el vacío existencial, un largo monólogo que expresa con ansiedad el desquiciamiento mental del personaje.

Irvine Welsh. Trainspotting (1993). Traducción de Federico Corriente. Anagrama. Barcelona, 1999. Edimburgo convertida en la capital de la miseria y de la droga suburbial, el ruinoso reino de la heroína y la marginación en una época de depresión social por la que deambulan perros callejeros.

Guillermo Cabrera Infante. Puro humo (2000). Alfaguara. Madrid, 2000. Autotraducción de su mítico tratado sobre el tabaco, escrito originalmente en inglés, Holy Smoke, una imprescindible y sumamente inspirada defensa e ilustración del fumar como una de las bellas artes más allá de su condición de adicción común.

Y dos volúmenes teóricos que pueden completar la biblioteca monográfica (incompleta, pero mejor así porque toda sobredosis resulta tarde o temprano enojosa…), estratégicamente colocados en un extremo de uno de los anaqueles imaginarios: Sadie Plant, Escrito con drogas (Destino. Barcelona, 2001) y Antonio Escohotado, Historia general de las drogas. Espasa. Madrid, 2008.

Parece que coinciden en el mercado tratados y ficciones en torno a la adicción y la marginación en su relación con la vida y la creación artística. William T. Vollmann, extravagante y truculento, cercano al prismático Pynchon, escribe trece perturbadoras historias pobladas de drogadictos y ángeles, de skinheads, barrios infectos, tugurios, pervertidos sexuales, adictos decadentes y marginados sociales. Denis Johnson, el autor de Árbol de humo (2007) y alumno aventajado de Burroughs o Bukowski, ofrece once relatos de sobredosis y marginación, once crónicas de la adicción, al opio o el alcohol. El taiwanés Tao Lin se inventa al narrador Paul, su alter ego, y lo dispara a la ruina personal con la pistola de la adicción a la comida basura y a los fármacos, que arruinan su ¿prometedora? carrera de escritor. Y se publican las entrevistas de Daniel Odier a William Burroughs, el profeta de los beatniks, los hippies y hasta los cyberpunks, editadas en 1969 y felizmente recuperadas porque en ellas se aprende mucho de cómo funciona la contracultura y de cómo la creatividad visionaria del autor o sus cut-up aleatorios, nacidos de la alucinación —de la que habla por extenso Sacks en su último y tentador estudio, asegurando que es fruto de la ebriedad, de alguna patología o lesión neuronal que permite posibilidades imposibles como la fusión del mundo onírico y el real— o bien del mero talento, resultaron precursores de los expanded media o de la obra de Warhol, Rauschenberg o Patti Smith. Sobrebeber (Everyday’s drinking), el delicioso libro que Kingsley Amis ya no pudo ver porque se compiló en 2008 reuniendo sus tres libros acerca de la bebida, y que Malpaso publica en lujosa edición en rojo (¿el vino?) y negro (¿su efecto si se abusa de él?), aporta su impagable ironía al sórdido panorama de la deletérea adicción en el terreno de las artes y las letras. Un libro enciclopédico e interactivo sobre alcoholes del mundo, un libro historicista sobre cuándo se han bebido unos y otros, un libro geográfico sobre dónde se producen los unos y los otros, un libro sobre sobrevivir a sobrebeber, un libro sobre sobrebibir, neologismo que bautiza una condición de felicidad que para sí quisieran muchos autores. El libro de Amis sobre beber alcohol parece calcar el libro de Cabrera Infante sobre fumar tabaco: dos obras maestras del vicio y de la literatura, not to be missed.

Sobrebeber, inhalar, chutarse o esnifar si acaso contribuyen a una creación efímera, ni tan siquiera muchas veces materializada. Pensar, en cambio, acostumbra a asegurar ciertos resultados, y si lo que cuenta no es la fruición inmediata sino la obra perdurable o cuando menos con cierta voluntad de solidez o acaso de permanencia, solo cabe dejar de entronizar los paraísos artificiales y refutar sus quiméricas promesas de facilidad creativa y de automatismo. Muchos se drogan y crean, pero muy pocos crean mientras se drogan, y menos aún aceptan sobrios lo que la droga les ha hecho concebir (o, mejor, perpetrar). Tal vez los efectos de la droga o de cualquier otra adicción durante el proceso creativo puedan verse de forma metafórica como la imagen de un artista junto a un mobile de Calder: si lo toca un poco, su balanceo relaja y hechiza; si lo toca demasiado, marea y transtorna.

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Acerca del autor

Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.