Una oda romántica al cannabis en la literatura del siglo XIX, con aventuras, alucinaciones y el club de los haschischins como telón de fondo

por Lupe Casillas

En la literatura frecuentemente encontramos alusiones al cannabis. Ya sea porque estas alusiones se suceden de forma explícita, como aquellos casos en los que el argumento de una historia alude al consumo del cannabis, o porque se dan de forma un poco más escondida, como en los casos en que escritor y consumidor conviven en la misma persona. Alexandre Dumas es un buen modelo para ejemplificar ambos casos: es un reconocido consumidor y dedica en su obra, El Conde de Montecristo, parte de un capítulo a la toma de hachís, suponemos que inspirado por su propia experiencia.

Por ponernos en antecedentes, Alexandre Dumas es el escritor francés más leído y uno de los autores galos más prolíficos. Romántico de estilo, nos regaló títulos como Blanca de Beaulieu (1826), Los tres mosqueteros (1844) o El caballero Héctor de Sainte-Hermine (1857). Algunos de los nombres que contaba en sus círculos más habituales eran Baudelaire, Gautier o Delacroix, entre otros. Con ellos y algunos más, nace Le Club des Haschischins (1844 – 1849), con sede en el Hotel Pimodan de la Île Saint-Louis de París.

La publicación, en 1821, de Confesiones de un comedor de opio, de Thomas De Quincey, motivó el interés de estos intelectuales que, impulsados por un ánimo pseudocientífico, se dieron a investigar acerca de los efectos del consumo regular de hachís, entre otros, guiados por las investigaciones del doctor Jacques-Joseph Moreau.

El doctor Moreau había viajado por Asia menor estudiando el hachís y había regresado a Francia con la máxima de experimentar consigo mismo (publicó El hachís y la enajenación mental, en 1845).

En el siglo XIX, el gusto por lo exótico, oriental y por el escapismo era inherente a la condición de romántico. De ahí que los haschinschins, románticos todos, vieran el hachís como la sustancia de Las mil y una noches, una puerta a la fantasía. Alexandre Dumas, por su parte, imbuido de este espíritu romántico, asiste a las reuniones del club y es inevitable que sus experiencias se filtren en su obra, como es el caso de El Conde de Montecristo.

El conde de Montecristo

Este título es un clásico que casi no merece introducción pues su trama es sobradamente conocida (aunque sólo sea por las versiones que de ella se han hecho o las historias que ha inspirado). Así que, sin ánimo de spoilers, os refrescaré el argumento de la novela.

El Conde de Montecristo cuenta la historia de Edmond Dantés, su encarcelamiento, su liberación y su posterior búsqueda de venganza. Él es nuestro protagonista, al que veremos ser apresado a causa de una trampa que, por envidias y celos, le tienden dos conocidos (Danglars y Fernando Mondego). Dantés, que estaba a punto de casarse con una catalana (Mercedes) es enviado al castillo de If, en Marsella, a cumplir condena. Allí pasará quince años. 

Tras media vida en la prisión del castillo de If, finalmente llega el día en que escapa, y lo hará sin las manos vacías: un compañero le ha contado en secreto el paradero de una cueva que aloja un magnífico tesoro. Así, su primer destino una vez libre será la isla de Montecristo, hacia donde se dirige para buscar el tesoro.

Rico como nunca antes, Dantés decide cambiar su nombre adoptando el apodo de Simbad el marino y se hace navegante. Pasa sus días viajando, retornando a Montecristo continuadamente, mientras su venganza aún no se ha fraguado.

El encuentro entre Franz d’Epinay y Simbad el marino

Y, ahora sí, llegamos a nuestro capítulo del libro, “Italia. Simbad el marino”. Una noche, estando Simbad en Montecristo, recibe la visita de un barón francés, Franz d’Epinay que, en su camino a Córcega, ha parado en la isla para cazar. Franz es sorprendido por los marinos de Simbad que le llevarán ciego (con los ojos vendados para no poder ver el paradero de la cueva) junto a nuestro protagonista.

Ya en la gruta, Franz y Simbad se conocen por primera vez. Simbad pide disculpas por el secretismo, justificándolo, y admite que su nombre es una apodo. Ante la extravagante situación, Franz decide adoptar el sobrenombre de Aladino pues dice sentirse como él, maravillado por el brillo y la belleza de la cueva del genio, que él compara con la cueva de Alí Baba.

Con sus nombres reales ocultos, Aladino y Simbad (Franz y Dantés, respectivamente) se sientan a cenar y Alí, el sirviente mudo de Simbad, entra en la estancia a servirles algo más: “Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se hallaba tan ignorante de su contenido como al destaparla”.

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Franz no reconocía la pasta verde que era la mezcla del hachís, con almizcle y canela, entre otros. Pero sí reconocía la delicadeza con que Alí la había presentado en la mesa. Simbad, haciendo gala de sus buenos modales, comienza a exaltar las cualidades del hachís, comparándola con la ambrosía que Hebe, la copera de Zeus, daba a beber a los dioses y se lo describe a Franz así: “¡Cuántas veces pasamos del mismo modo junto a la felicidad, sin verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la miramos! Si sois un hombre positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas del Perú, de Guzarate y de Golconda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad esto, y desaparecerán para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los campos de lo infinito, y en libertad absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fantasía. ¿Tenéis ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, probad esto, y dentro de una hora seréis rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como Francia, España e Inglaterra, sino rey del mundo, rey del universo, rey de la creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó Satanás a Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña, seréis el soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco tentador?, confesadlo; tanto más tentador, cuanto que no hay nada más fácil que hacer esto. Mirad.

Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la sustancia tan alabada, llenó de ella un cucharilla de café, la llevó a sus labios y la saboreó lentamente, con los ojos medio cerrados y la cabeza echada hacia atrás”.

Sin que Franz logre aún adivinar la composición de la paste verde que se le ofrece, Simbad continúa su explicación, enriqueciendo su descripción con una alusión al Libro de las Maravillas de Marco Polo, en que se narra la historia de El Viejo de la Montaña (llamado Aladino) que creó su ejército propio, los hassassins, que mataban por su señor, alentados por la promesa de un cielo lleno de placeres. El viejo de la montaña, se las había ingeniado para engañarlos. Primero, daba de beber hachís para inducir un estado de ensoñación en el que sus soldados despertaban rodeados de mujeres y se creían en el cielo. Hecho esto, los soldados consideraban al viejo como un profeta y a su promesa como verdadera y mataban en su nombre sabiendo que una vida satisfactoria tras la muerte les esperaba.

En Europa, se conoce la obra de Marco Polo y han oído hablar de la leyenda de los hassassins. Tal es así, que incluso se ha llegado a identificar hassassins con haschichins, asesinos con hachichinos, aunque hoy día nos parezca más una alusión al videojuego (Assassin’s Creed).

La narración de Simbad ilumina a Franz, que identifica al hachís rápidamente, y expresa su curiosidad por el preparado, lo que invita a su anfitrión a proseguir su explicación: “Juzgad por vos mismo, mi querido huésped, juzgad; pero no por la primera impresión que os produzca. Es conveniente acostumbrar los sentidos a una nueva; como acontece en todas las impresiones, dulce o violenta, triste o alegre, existe una lucha entre esta divina sustancia y la naturaleza, que no está organizada para el placer, y que se aferra mucho al dolor. Es necesario que la naturaleza vencida muera sobre el campo de batalla, es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida. ¡Pero qué diferencia en tal transformación! Es decir, que comparando los dolores de la existencia real con los placeres de la existencia ficticia, no querréis vivir nunca, porque querréis estar soñando siempre. Cuando abandonéis vuestro mundo por el mundo de los demás, os parecerá que pasáis de una primavera de Nápoles a un invierno de la Laponia, se os antojará que dejáis el paraíso por la tierra, y el cielo por el infierno. Probad el hachís, mi querido huésped, probadlo”.

Parece que Alejandro Dumas, a través de Simbad, nos persuade con sueños orientales, con promesas de placer, excitando nuestra imaginación con esa invitación tan exótica y perfecta. Para Franz, en el libro, estas palabras bastaron para convencerlo acerca del hachís. Como para los hassassins, para él la promesa de un cielo o paraíso vale más que la decepción asegurada al retornar de tal realidad ficticia. Jugar con las barreras de la percepción y salir de la existencia real parece suficiente para Franz.

Es el gusto del hachís lo que parece no agradarle tanto, pues admite que, como manjar, no le parece tan suculento como a su anfitrión, al menos a priori. Franz no parece disfrutar el sabor de la pasta verde. Sin dejarle hablar más, Simbad se apresura a rebatirle:

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 “Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos”.

¡Como si el sabor fuera lo más importante para su invitado, ya expectante a los efectos que le deparaba! Franz parecía más intrigado por sus efectos que por su sabor. En cuanto a los efectos, sin embargo, la narración resulta un tanto exagerada. Bien parece que los efectos del hachís se acerquen a aquellos causados por una sustancia más potente.

A continuación, nuestro anfitrión acomoda a Franz en una estancia para reposar, tomando café y fumando tabaco y ya allí, comienzan a sucederse los efectos del hachís que disponen a Franz para su ensoñación: “En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fatigas físicas, toda la exaltación originada en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban desapareciendo, como en esos primeros instantes del sueño en que se vive todavía. Al parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se despejaba de una manera maravillosa y parecían duplicarse las facultades de sus sentidos. (…) Luego todo parecía que se confundiese y se borrase a su vista, como las últimas sombras de una linterna mágica que se apaga, hallándose de nuevo en la habitación de las estatuas (…) ricas de formas, en lujuria y poesía, de ojos magnéticos, sonrisa lasciva y larga cabellera. Friné, Cleopatra y Mesalina, las tres cortesanas célebres (…) Entonces le pareció que las tres estatuas habían fundido sus amores en uno para un hombre solo, y que este hombre era él, y que se acercaban a su lecho envueltas en largas túnicas blancas, desnuda la garganta, destrenzados los cabellos, con una de esas actitudes que seducían a los dioses, pero que los santos resistían, con esas miradas inflexibles y ardientes como la de la serpiente que atrae al pájaro, y que se entregaba por último a aquellas caricias dolorosas como un abrazo, y voluptuosas como un beso. Le pareció a Franz que cerraba los ojos, y que a través de la última mirada veía a la estatua púdica cubrirse el rostro enteramente, y después de cerrados los ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos a las fantásticas, gozando de una felicidad sin límites, de un amor incesante, como el que el profeta prometía a sus elegidos.

Entonces, todas aquellas bocas de piedra se animaron y palpitaron aquellos pechos hasta tal punto que para Franz, que por la primera vez conocía los efectos del hachís, este amor era casi dolor, esta voluptuosidad casi tortura, sobre todo cuando sentía posarse en su boca ardiente los labios de las estatuas, fríos y petrificados como los anillos de una serpiente. Sin embargo, cuanto más se esforzaba en rechazar aquel amor imaginario, más se engolfaban sus sentidos en el sueño misterioso, hasta que después de una lucha en que tanto deseaba quedar victorioso como vencido, cedió del todo, abrasado de fatiga, hastiado de voluptuosidad, con los besos de aquellas mujeres de mármol y con los encantos de aquel sueño inconcebible.”

Así termina el capítulo de El Conde de Montecristo y la narración del sueño de hachís de Franz. Parece que en el siglo XIX, el hachís sólo provoca ensoñaciones eróticas. Quizás se deba a la mezcla con canela, que dicen que es afrodisiaca, o a que Franz ya iba predispuesto para un colocón lascivo después de la explicación de Simbad acerca de los hassassins, pero para interesados o románticos, este no es un hachís cualquiera. Es un hachís de leyenda, en palabras de Simbad,  “el hachís mejor y más puro que se hace en Alejandría, hachís de Abougor, el grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un palacio con esta inscripción: «Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido»”.

Con tal agradecimiento al fabricante, ese hachís debía ser una delicia de esas, que sólo se encuentra en los libros. Así que esperaremos a la próxima entrega de Cannabis Magazine, a ver si encontramos otra delicia en nuestra sección.

Acerca del autor

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.