En inglés, rave significa delirio. Y precisamente eso ofrecen estas fiestas semiclandestinas en descampados, en la montaña, en hangares desiertos o en pueblos abandonados. Rituales clandestinos en torno a la música y el baile en que se reúnen hippis, rastafaris, punkis o niños pijos. Nos colamos en una para poder contártela.

Cogemos el coche, después de cenar y proveernos de todo lo necesario, y nos dirijimos al lugar en que la rave va a celebrarse. Un lugar, como era de imaginar, escondido. Muy escondido. La noche es cerrada, pero las luces de la autovía nos iluminan. Luego la autovía se convierte en carretera y la carretera, en una callejuela de urbanización que, a su vez, acaba siendo un camino de tierra oscuro. Subimos y subimos por una pista forestal mientras empezamos a preguntarnos si vamos camino de una fiesta o a convertirnos en la cena de una familia de paletos psicópatas.

El largo trayecto en coche (casi 40 minutos, de los cuales casi 30 fueron a través del monte) nos va creando una inquietante incertidumbre: me voy a no sé dónde, a una fiesta que nadie sabe dónde es, nadie sabrá dónde estoy, a lo mejor hasta me he perdido… De repente, empiezan a aparecer coches aparcados a ambos lados del camino, coches y más coches y luces entre los árboles. Tantos, que no había sitio para aparcar. Dejamos el coche a unos 500 metros de la fiesta.

En primera persona

A nuestro encuentro vienen Jordi y Miriam, los organizadores. La onda de un sitio se respira apenas se llega a él, y en este caso, esa onda es la de abrazarse con todos. Uno de los motivos de la fiesta consiste en despedirse de ellos, una pareja entrañable, que ha decidido pasar un año en Ámsterdam. Pronto se suman al grupo algunos invitados y una serie de gente a la que nadie conoce y nadie parece haber invitado. Aun así, su actitud es inmejorable, por lo que son recibidos con los brazos abiertos.

Estamos en una antigua masía. La puesta en escena resulta espectacular. El espacio central, donde todos se reúnen y bailan al ritmo de un house contagioso e intenso, parece una jaima bereber con adornos artesanos. La zona donde pinchan los dj’s, (tres a los largo de la fiesta, nuestro amigo Jordi entre ellos) está cubierta por una malla de camuflaje de la que cuelgan un par de psicodélicas ilustraciones, una del diós Shiva y otra que muestra a un duende sentado sobre un hongo. Ambos dibujos están coloreados con pintura fluorescente, para que brillen con potencia en la noche y para que ayuden, de paso, a potenciar el efecto de determinadas drogas. De hecho, son muchos los que mantienen la mirada fija en las figuras. Todo está iluminado estratégicamente, para que el ambiente festivo conviva con el cielo cargado de estrellas. Ante tal despliegue de arte y libertad, se nos ocurre preguntar si no existe el riesgo de que se presente una patrulla de uniformados y nos arruine la fiesta: “Mientras montábamos el sarao, hemos recibido la visita de los mossos de escuadra”, nos confiesa Jordi, “de muy buen rollo, me han dicho que iban a llevarse mi  DNI y que me lo devuelven mañana, cuando se acabe la fiesta. Así tienen la documentación de alguien responsable, por si pasa algo, pero todo cordial y muy correcto”  Por suerte para Jordi, la fiesta parece transcurrir sin incidentes de ningún tipo. Horas después nos informará de que ha podido recuperar su documentación sin problema.

Fraternidad universal

Si algo tiene esta fiesta es que se respira un buen rollo extraordinario: a todo el mundo parece irle la vida en hacer lo posible para que te lo pases bien. Es como si nadie se sintiese capaz de divertirse sin ver la diversión reflejada en el rostro de los demás. Todo es especial, nada resulta rutinario ni típico. Aunque es evidente que mucha gente va puesta, no se ven camellos al acecho. Es más, sorprende comprobar que, pese al ambiente de libertad y tolerancia que se respira, nadie se está drogando a la vista de los demás. Por si fuera poco, a uno de los nuestros se le cae una bolsita de MDMA y media hora después, la encontramos ¡intacta!

En fin, que esto no tiene nada que ver con la leyenda negra de las raves británicas, en las que supuestamente ocurrían todo tipo de barbaridades que acabaron asociando la palabra a mal rollo y peligro. Aquí, incluso ocurren pequeños milagros como que, hacía el final de la fiesta, después del amanecer, no hubiese ni un solo desperdicio en el suelo. Todos habían tenido la decencia y la consideración de tirar sus deshechos a la basura. Cruzamos la mirada con MIriam y ella se nos acerca sigilosamente para decirnos al oído algo hermoso: “Dame la libertad de hacer una fiesta sin limites y te regalaré una noche inolvidable”. Y se pierde en el bosque, como un duende encantado.

La cultura rave

El origen de esta modalidad de fiesta se remonta a los años 60, en Detroit, y en sus primeros años estaban muy relacionadas con el crecimiento exponencial del consumo de LSD, que por entonces daba sus primeros pasos como droga lúdica.

La idea era organizar fiestas adaptadas a la revolución mental que impulsaba la nueva droga. Fiestas libres, sin reglas impuestas por nadie (ni promotores ni adultos vigilantes) pero, pese a todo, fiestas que pudiesen funcionar estupendamente, sin violencia ni desórdenes, pese a su falta de reglas. El constante intercambio musical entre América e Inglaterra hizo que este estilo libre de fiesta llegase a Europa y pronto se extendiese como una forma de vida entre un sector importante de la juventud.

En la actualidad, los herederos de esta forma de ocio libre que, además, es casi un estilo de vida en sí mismo, siguen fieles a la original cultura rave. En sus fiestas se proyectan películas, se realizan espectaculares performances de muy alto nivel, hay mercadillos de artesanía y una organización perfecta para pasar días enteros en un mundo diferente. En estas jornadas de libre albedrío, es normal ver familias con hijos y grupos de gente de vida nómada.

En ninguna rave se paga entrada. Hay colectivos que incluso las organizan sólo por amor a la fiesta, sin fines lucrativos, sin motivaciones más allá de las ganas de pasárselo bien. Y lo bueno, a su vez, es que cualquier motivo es bueno para organizar una gran fiesta, como aquel grupo de franceses que eligió celebrar su boda organizando una rave. Invierten el dinero recaudado por la venta de bebidas a precios simbólicos en equipos de luz y sonido. Nos lo cuenta Miriam: “Lo que nosotros buscamos es  divertirnos sin las restricciones de horarios o vestuario y los precios prohibitivos de una discoteca. Además, no es lo mismo bailar mirando las estrellas que tener la miraba atrapada en el techo de una disco”. Jordi, agrega: “También buscamos un espacio para que venga quien quiera, sin problemas de capacidad. Por ejemplo, puedes invitar a tu cumpleaños a tus amigos y a los amigos de tus amigos sin problemas de aforo”.

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