Regular para producir, fiscalizar para proteger: cómo una ley bien diseñada puede transformar la economía rural y reducir el poder del mercado ilícito

Paraguay está a las puertas de una decisión que no es menor: seguir tolerando que el cannabis sea un negocio clandestino y violento, o convertirlo en un sector regulado que pague impuestos, cree empleo y devuelva al Estado la autoridad perdida. No es una quimera. Un análisis difundido esta semana recuerda que, con un marco legal para el uso adulto, el productor rural podría ganar hasta G. 200 millones por tonelada, con trazabilidad desde la semilla hasta el punto de venta. La propuesta incluye licencias, dispensarios autorizados y venta solo a mayores de 21 años. No se trata de abrir puertas sin control, sino de cerrarlas al crimen y abrir ventanas a la economía formal.

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Conviene detenerse en el dato incómodo: Paraguay produce marihuana desde hace décadas y, según distintas estimaciones, hablamos de decenas de miles de toneladas al año. Ese volumen hoy no tributa, no respeta normas sanitarias, no aporta a la seguridad social de quienes trabajan la tierra. El cálculo más repetido sitúa la producción en torno a las 30.000 toneladas anuales; algo que señalan tanto medios locales como análisis académicos sobre el peso del cultivo en zonas fronterizas como Pedro Juan Caballero. Esa escala obliga a una respuesta de Estado, no a otro parche prohibicionista.

El panorama legislativo se mueve. En abril, el Senado celebró una audiencia pública para unificar hasta siete iniciativas y construir una regulación integral —medicinal, industrial y recreativa—. En paralelo, se han debatido proyectos concretos como permitir la tenencia y el cultivo doméstico limitado para uso personal. La señal política es diáfana: la discusión ha salido de los márgenes y hoy se hace en voz alta, en la sede de la soberanía popular.

De fondo, un hecho tozudo: Paraguay es uno de los grandes productores de cannabis de la región. Esa condición no desaparece por decretarlo ilegal; solo cambia de manos. En departamentos como Amambay, la marihuana convive con estructuras criminales que parasitan la economía local y elevan la violencia muy por encima del promedio nacional. Regular no es romantizar una planta; es cortar el cordón umbilical entre el cultivo y el crimen, y devolver a las comunidades rurales el control sobre su destino.

La economía ofrece razones, y no menores. Además del rendimiento por tonelada que hoy se discute, otras estimaciones apuntan a márgenes por hectárea que superarían a cualquier cultivo tradicional del país. El economista Amílcar Ferreira ha señalado que, bajo un modelo regulado y fiscalizado, el productor podría aspirar a ingresos de hasta G. 400 millones por hectárea al año. ¿Exagerado? Dependerá del diseño normativo, de la productividad efectiva y de la cadena de valor que seamos capaces de construir alrededor (secado, curado, transformados, laboratorios, logística). Pero es un punto de partida potente para pensar al cannabis como motor de la economía rural.

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También se han lanzado proyecciones fiscales ambiciosas —hasta USD 5.000 millones anuales de recaudación— desde el sector industrial del cannabis. Conviene tratarlas con prudencia: son escenarios, no certezas. Aun así, reflejan un consenso naciente: la informalidad actual desperdicia renta pública y condena a la precariedad a miles de familias. Mejor recaudar, auditar y reinvertir en salud, educación y desarrollo territorial que seguir financiando, sin quererlo, a una economía paralela.

No olvidemos la dimensión sanitaria. La prohibición no ha impedido el consumo; solo lo ha empujado a circuitos sin controles. Una ley responsable —venta a mayores de 21, límites de compra, etiquetado de potencia, advertencias sanitarias, registros de dispensarios— permite informar al consumidor, prevenir riesgos y detectar usos problemáticos a tiempo. El Estado, además, recupera la capacidad de hacer política pública: campañas de educación, protocolos de conducción y trabajo, vigilancia epidemiológica. Todo lo que hoy no existe porque “no se puede” hablar del tema sin ponerse colorado. Los países que han regulado con seriedad enseñan que los matices importan: fiscalizar bien salva vidas.

Hay también una deuda ética con el campesinado. La informalidad ha traído coacción, extorsión y dependencia. La legalidad, en cambio, abre la puerta al crédito agrícola, a seguros, a asistencia técnica y a organizaciones de productores que negocien en pie de igualdad. La ley debería reservar cupos de licencias para pequeños y medianos agricultores, priorizar cooperativas y fijar precios de referencia que eviten la captura del mercado por unos pocos. El objetivo no es reemplazar un monopolio ilegal por un oligopolio legal, sino transformar una economía de supervivencia en un escalón de progreso.

Desde el prisma territorial, la regulación puede ordenar el uso del suelo y frenar prácticas depredatorias. La trazabilidad obliga a buenas prácticas agrícolas, a controles ambientales y a un diálogo serio con comunidades indígenas y campesinas sobre dónde y cómo producir. La fiscalización, por su parte, empieza a funcionar cuando hay a quién fiscalizar: empresas, cooperativas, dispensarios. En la clandestinidad, el regulador solo corre detrás del humo.

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Queda, por supuesto, la política. Regular el mercado del cannabis recreativo demanda un pacto que combine firmeza y empatía. Firmeza para impedir la entrada de capitales criminales en el nuevo circuito —debida diligencia, límites a la concentración, auditorías externas—. Empatía para reconocer que hay miedos legítimos en la ciudadanía y que el Estado deberá acompañar con información, prevención y servicios. La conversación pública madura cuando dejamos de discutir consignas y empezamos a revisar evidencias.

Un último apunte legal para situarnos: hoy el uso recreativo sigue siendo ilegal en Paraguay, aunque la posesión de pequeñas cantidades para consumo personal fue despenalizada y existe un marco específico para el uso medicinal. Precisamente por eso urge actualizar la normativa: la realidad social y económica va por delante de un marco que ya no responde.

Legalizar no es un gesto ideológico; es una política pública que puede —si se diseña con rigor— dinamizar la economía rural, debilitar al crimen y fortalecer al Estado. El camino pasa por una ley clara, una autoridad reguladora con dientes y un compromiso inequívoco: que los beneficios lleguen primero a los que han cargado durante años con los costes de la clandestinidad.

Acerca del autor

Justin Vivero

Escritor especializado en cannabis  y residente en Miami, combina su pasión por la planta con la vibrante energía de la ciudad, ofreciendo perspectivas únicas y actualizadas en sus artículos.