La metanfetamina de curso legal se hizo popular entre la población y llegó a ser el doping militar que contribuyó a increíbles victorias de la guerra relámpago

La Alemania nazi es uno de los periodos más estudiados de la historia contemporánea. La historiografía tradicional se ha centrado es asuntos básicos como la ideología nacionalsocialista, la personalidad de sus dirigentes, las intrigas políticas que permitieron su ascenso o las batallas de la guerra pero en los últimos tiempos se han abierto nuevos campos de investigación en asuntos menos convencionales que aportan datos claves para entender esa funesta etapa.

Ese es el caso de la influyente obra El gran delirio (Crítica), que publicó en 2015 el periodista alemán Norman Ohler, y cuyo subtítulo no da pie al equívoco: Hitler, drogas y el Tercer Reich. El documental francés Los yonkis de Hitler también recoge buena parte de estas investigaciones.

 

Efectivamente, Ohler compila aquí toda la información que otros autores ya habían avanzado sobre el uso de estupefacientes en el mundo civil y militar durante la Alemania nazi. Y las conclusiones no pueden ser más llamativas: más allá de constatar que el Führer fue un auténtico yonki durante su estancia en el poder –especialmente gracias a los extraños cócteles que le preparaba su estrambótico médico personal–, el libro narra como un fármaco basado en la metanfetamina se hizo enormemente popular entre la población civil y como, de allí, pasó al ámbito militar y se convirtió en el doping del Ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Y todo ello en un régimen que presumía de su lucha feroz contra los drogadictos, a los que tachaba de escoria social al mismo nivel que judíos, homosexuales o comunistas.

Pero hasta llegar a ese uso general de las drogas en el Tercer Reich hay que remontarse más de un siglo hacia atrás. El contexto es importante y cabe recordar que­­­ Alemania fue pionera en el campo de la industria químico-farmacéutica, donde todavía hoy es un actor principal. Fue un alemán, Friedrich Wilheim Sertürner quien en 1805 fue capaz de aislar la morfina, el mayor alcaloide del opio -una sustancia natural que se extrae de la planta adormidera y que tiene poderosos efectos tranquilizantes-, y posteriormente comercializarla como un analgésico que se haría muy popular durante todo el siglo XIX.

Alemania fue la gran pionera de la industria química, ya desde el siglo XIX, pero también de los estupefacientes

Se le atribuye al también germano Heinrich Emanuel Merck (1794-1855), descendiente de una saga de apotecarios de Darmstadt (Hesse), la creación en 1827 de la primera empresa farmacéutica del mundo, la hoy multinacional Merck. Otra empresa, Beecham, tuvo unos orígenes parecidos, mientras que dos inmigrantes alemanes funda­­­­­­­­rían hacia 1859 la estadounidense Pfizer, y en 1863, nacería otro hoy gigante, Bayer. Esta última es mundialmente conocida por comercializar la popular Aspirina a finales del XIX.

Lo que no es tan conocido es que también fue la Bayer la que comenzó a comercializar casi al mismo tiempo un medicamento para combatir el dolor de cabeza y como sedante para la tos con el nombre de Heroin. Se trataba de un derivado sintetizado de la morfina que inicialmente se creyó menos adictivo y peligroso que ésta (¡se recetaba a los niños!) pero que, con el tiempo, ya durante los años 20 del siglo pasado, y vistos sus efectos, se iría vetando su fabricación y libre circulación.

En todo caso, todo ello da cuenta de la relación de Alemania y su floreciente industria con los estupefacientes. Hay datos esclarecedores en este sentido: el ya entonces poderoso complejo farmacéutico alemán fabricaba el 40% de la producción mundial de morfina y lideraba el 80% del mercado internacional de la cocaína. Para más inri, el país se convertiría en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial en un espacio para todo tipo de adicciones. Los locos años 20 fueron especialmente locos en Berlín, donde las penurias de la hiperinflación de la República de Weimar se pasaban con todo tipo de sustancias más o menos tóxicas.

Hasta que llegaron los nazis en los años 30. Y llegaron dispuestos a acabar con todo ese desenfreno para someter a la sociedad alemana a una nueva disciplina. La política del nuevo régimen nacionalsocialista se caracterizó por la prohibición del consumo de drogas y por la estigmatización sin límites de los drogodependientes, a los que se consideraban uno de los obstáculos para los planes de higiene racial que el Reich quería imponer.

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Oficialmente, el régimen nazi persiguió las estupefacientes, pero muchos alemanes se drogaron, y lo hicieron con entusiasmo

Varias leyes fueron en esta dirección. En noviembre de 1933 se aprobó el internamiento forzoso de drogadictos hasta dos años y con posibilidad de prórroga; dos años más tarde la ley de Salud Matrimonial prohibía las uniones en las que uno de los cónyuges fuera adicto a narcóticos; se llegó a imponer la esterilización de “adictos de alto grado” e incluso, ya durante la guerra, se asesinó a drogadictos dentro del plan de ejecuciones a enfermos mentales.

Pero paradójicamente, la sociedad alemana durante el Tercer Reich se drogó. E incluso se podría decir que lo hizo con entusiasmo. Tuvieron la culpa los laboratorios Temmler y su director químico, el doctor Fritz Hauschild, quien inspirado por una sustancia dopante que utilizaron los estadounidenses en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 logró desarrollar un nuevo procedimiento para sintetizar la metanfetamina, una molécula poderosamente estimulante. Así nacería la pervitina, nombre comercial de lo que hoy se conoce coloquialmente como speed o cristal, y que se convertiría en la droga sintética de moda de todos los hogares alemanes.

Con una dosis de 3 mg por comprimido, el producto se comenzó a vender sin receta a principios de 1938 y pronto cosechó enorme éxito, también entre la comunidad científica del momento que creyó estar ante una auténtica pastilla-milagro, capaz de acabar con toda tristeza y de proporcionar cantidades de energía al organismo sin apenas contraindicaciones. Poco se sabía entonces (y algo se ocultó) de los devastadores riesgos del consumo de la metanfetamina. Cabe recordar que esta droga tiene un efecto euforizante muy prolongado, otorgando al consumidor una gran sensación de energía artificial, pero al mismo tiempo dañando las neuronas, lo que a la larga supone déficit de atención o pérdida de memoria, entre otros efectos. El síndrome de abstinencia suele comportar además estados de gran agitación psicomotriz, comportamientos violentos y delirios persecutorios.

Obviando todo ello, Temmler hizo una importante campaña publicitaria pero recibir el aval médico le permitió acceder sin problemas a toda la sociedad. La tomaba todo el mundo: desde trabajadores a amas de casa. Incluso se llegaron a comercializar unos bombones aliñados con algo de metanfetamina. El imaginario nazi contribuyó a dar el empujón final: la pervitina brindaba a todo ario de bien el vigor necesario que el exigía el régimen.

Los cientficos vieron en la pervitina un arma de guerra: los militares la suministraron a los soldados en tiempos de la guerra relámpago

Sin embargo, no sería exacto decir que fue una droga legal promovida por el nazismo. De hecho, los nazis la descubrieron al mismo tiempo que el pueblo alemán y solo después experimentaron con ella para el uso militar. En concreto fue el médico militar Otto Ranke, director de Fisiología de Defensa de la Academia Militar, el que vio en las propiedades de la pervitina una posible arma de la guerra que estaba a punto de librar Alemania contra todos.

Ranke hizo un experimento con un grupo de soldados que hicieron de conejillos de indias. Les dividió en tres grupos y les encomendó que resolvieran varios ejercicios matemáticos durante horas y horas. Al primer grupo les dio café, al segundo, un placebo, y al tercero, pervitina. Los resultados fueron elocuentes: aunque los soldados colocados con metanfetamina no habían resuelto exitosamente sus ejercicios, habían sido más rápidos y constantes. De esta manera, se aprobó su uso generalizado y la pervitina se convirtió en la droga estrella de las campañas del arranque de la Segunda Guerra Mundial.

Temmler suministró más de 35 millones de pastillas al Ejército alemán, que las utilizó para las campañas de la llamada Guerra Relámpago (Blitzkrieg) tanto en la invasión de Polonia como en las posteriores campañas en el frente occidental. El efecto euforizante permitía a los soldados de la Wehrmacht mantenerse despiertos y activos entre dos y tres días y los tanques alemanes avanzaban imperturbables. En parte gracias al consumo de la pervitina se explica la veloz toma de París y la sensación que cundió entre los aliados de que el Ejército alemán era invencible.

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Sin embargo, ya en esas primeras campañas comenzaron a alzarse voces entre científicos y militares contra el uso de la pervitina, unas críticas que arreciaron tras comprobarse sus funestos efectos adictivos. Primero fue entre la población civil, y después tras constatarse que, tras el primer efecto estimulante, el rendimiento de los soldados caía en picado y que algunos sufrían ataques cardíacos, alucinaciones o repentinos deterioros físicos.

La pervitina fue restringida a partir de 1941 por sus efectos adversos, pero en realidad fue utilizada durante toda la guerra

Se dio cuenta de ello el médico jefe del Tercer Reich, Leonardo Conti. Aunque es tristemente conocido por ser uno de los principales cerebros de los atroces experimentos del nazismo con seres humanos, Conti trató en este caso de parar la adicción alemana por la metanfetamina. Y lo lograría más o menos el 1 de junio de 1941, fecha en la que la pervitina era sometida a la Ley del Opio y, por lo tanto, solo podía ser suministrada bajo prescripción médica. Sin embargo, y pese a los esfuerzos de Conti, la droga se seguiría usando para fines militares durante todo lo que quedaba de guerra. Se tiene constancia de su suministro a las tropas durante las duras campañas en Rusia y también se sabe que la tomaron con asiduidad los pilotos de la Luftwaffe.

El último capítulo de este uso militar se escribió ya cuando la Segunda Guerra Mundial había dado el vuelco definitivo. En la segunda mitad de 1944, los alemanes estaban perdiendo la contienda frente a las fuerzas aliadas y los nazis, desesperados, buscaban el milagro. La rendición no estaba entre los perturbados planes de Adolf Hitler, por lo que el Ejército alemán trataba de encontrar una nueva arma invencible, y algunos volvieron a confiar en la química.

Se trataba pues de encontrar la droga perfecta, el doping definitivo que contribuyera al desesperado nuevo plan de los alemanes de tratar de vencer a los aliados por mar. El proyecto pasaba por una especie de guerra de guerrillas marítima a través de pequeños submarinos monoplaza o biplaza que debían torpedear sin ser detectados a los grandes buques británicos y estadounidenses. Para ello se necesitaban soldados que pudieran mantenerse alerta en largos periodos de tiempo en una suerte de misiones casi suicidas.

Así fue como el doctor Gerhard Orzechowski, oficial médico de la Armada y catedrático de Farmacología, trató de encontrar esa superdroga a través de la mezcla indiscriminada de varias sustancias, entre las que había cocaína, pervitina y derivados sintéticos de la morfina.

 

Orzechowski hizo diez mixturas con las abreviaturas D-I a D-X y el que finalmente se utilizó fue el D-IX, que mezclaba cinco miligramos de Eukodal -derivado del opio-, cinco de cocaína y tres de pervitina. Un cóctel brutal que se llegó a probar con prisioneros del campo de concentración de Sachsenhausen. Las SS suministraron los preparados a los llamados ‘batallones de probadores de zapatos’, prisioneros a los que se hacía caminar hasta la extenuación para comprobar sus reacciones.

Por supuesto, su rendimiento no mejoró para nada, los experimentos fueron auténticas torturas y la superdroga nunca llegó a repartirse entre las tropas alemanas. Sí se ensayaron otras alternativas, a cual más disparatada, con los soldados, a los que por ejemplo también se hizo mascar cocaína, pero nada de ello resultó. Fueron los últimos coletazos de un régimen que, pese a hacer gala de pureza racial, no dudó en drogar a sus hijos para imponer su fanática utopía.

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.