Quienes debemos tener la última palabra sobre nuestros cuerpos somos cada uno de nosotros, no los políticos al frente de Estados paternalistas y liberticidas

En el año 2016, hubo 452.000 muertes vinculadas al uso de drogas, según la Organización Mundial de la Salud. De ellas, el 19,1% fueron causadas por los opiáceos, el 1,9% por la cocaína, el 1,2% por anfetaminas y el 9,6% por otras sustancias. A su vez, el 44,5% de todas ellas (más de 200.000 muertos) se debió o a una cirrosis o a un cáncer de hígado, ambos relacionados mayoritariamente con el abuso del alcohol. El resto de la mortalidad vinculada al uso de drogas se debía al VIH/sida o a las autolesiones.


Fuente: OMS

Como vemos, ninguna muerte es directa o indirectamente atribuible al consumo de cannabis. Y no porque la popularidad de esta droga sea minoritaria en nuestras sociedades: de hecho, se trata de la sustancia ilegal más extensamente consumida a lo largo y ancho del planeta. Solo en 2016, 192,2 millones de personas —el 3,9% de la población mundial entre 15 y 64 años— consumieron cannabis; en contraste, 34,3 millones de personas (el 0,7% de la población global entre 15 y 64 años) consumieron opiáceos; 34,2 millones tomaron anfetaminas (0,7%), y 18,2 millones consumieron cocaína (0,4%). En el caso de España, el 35,2% de los ciudadanos reconocía haber consumido cannabis en algún momento de su vida; el 20,8%, opiáceos; el 10,3%, cocaína; el 4%, anfetaminas, y el 91,2%, alcohol.

A simple vista, debería resultar llamativo que una droga como el alcohol, indirectamente responsable del 44,5% de las muertes totales por el uso de este tipo de sustancias, sea legal en casi cualquiera de sus usos; o que muchos opiáceos, directamente responsables del 19% del total de muertes por droga, sean legalmente accesibles mediante receta a pesar de los notables riesgos que comportan, y que, sin embargo, el cannabis, cuya tasa de mortalidad es prácticamente nula, siga siendo ilegal tanto en su uso medicinal como recreativo en muchos ordenamientos jurídicos occidentales.

Por numerosos que fueran los efectos secundarios achacables al cannabis (y no voy a entrar en el debate sobre cuáles de todos ellos están suficientemente acreditados o no, puesto que no es mi campo de especialidad), ninguno es remotamente cercano en gravedad al riesgo de muerte. Existe, pues, una asimetría escandalosamente arbitraria en el hecho de legalizar completamente una droga (el alcohol) que solo en 2016 influyó sobre la muerte de más de 200.000 personas (dejamos fuera del cómputo las muertes por accidente de tráfico bajo la influencia del alcohol, por cuanto ese no es un uso permitido del alcohol) y en prohibir otra (el cannabis) que en 2016 no mató a nadie. No existe la más mínima coherencia detrás de semejante diferenciación legal salvo acaso una: que el alcohol es una droga que la inmensa mayoría de la sociedad ya ha integrado de un modo u otro dentro de sus vidas y que por tanto ya goza de un amplio grado de aceptación social, mientras que el cannabis, pese a ser la sustancia ilegal más consumida, todavía sigue siendo relativamente minoritaria y, en consecuencia, continúa recubierta de un cierto tabú social prohibicionista.

Pero, dejando de lado tal arbitrariedad prejuiciosa, solo existen dos posturas coherentes frente a este tema: la primera sería penalizar el consumo de alcohol —incluso llegando a su prohibición— para así proporcionarle un estatus legal análogo al de otra droga que, como el cannabis, resulta apreciablemente menos peligrosa; la segunda, despenalizar el cannabis para equipararlo jurídicamente a otra sustancia que, como el alcohol, ya se halla despenalizada y es notablemente más peligrosa. La postura liberal, claro está, pasa por despenalizar el cannabis: a saber, por que cada uno podamos hacer con nuestro propio cuerpo aquello que deseemos siempre que no conculquemos derechos ajenos. Durante mucho tiempo, sin embargo, el mundo parecía transitar en una dirección totalmente opuesta a la liberal: la guerra estatal contra las drogas resultaba implacable y, en todo caso, el objetivo político era el de restringir el uso de cada vez más sustancias —incluidas el tabaco y el alcohol—, no el de despenalizar el de al menos algunas de ellas.

Por suerte, durante la última década han empezado a soplar vientos de cambio. El uso recreativo del cannabis ya ha sido despenalizado en Canadá y en 10 estados de EEUU (Alaska, California, Colorado, Maine, Massachusetts, Michigan, Nevada, Oregón, Vermont y Washington), y su uso medicinal también lo está en otros 13. Es decir, en Norteamérica, alrededor de 110 millones de personas ya residen en jurisdicciones donde el uso recreativo del cannabis es legal. Además, esta misma semana, la Organización Mundial de la Salud ha recomendado a los Estados retirar el cannabis de la llamada ‘Lista IV de la convención única de 1961 sobre estupefacientes’ (un listado de drogas consideradas dañinas y sin beneficio alguno para la salud) a la ‘Lista I’ (un listado de drogas dañinas pero a las que se les reconoce beneficios para la salud).

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Poco a poco, pues, la libertad en materia de sustancias psicoactivas va abriéndose camino. Quienes debemos tener la última palabra sobre nuestros cuerpos somos cada uno de nosotros, no los políticos al frente de Estados paternalistas y liberticidas.

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.