Se dice, se cuenta, se comenta que el adrenocromo no existe, que existe; que produce efectos psicoactivos, que no los produce; que esto, que aquesto y lo de más allá; que ni lo uno, ni lo otro sino todo lo contrario…. ¿Qué será… será, pues, y qué hará o qué dejará de hacer esta sustancia? Sigan ustedes leyendo y, muy pronto, lo sabrán.

Por Eduardo Hidalgo

Retomamos los informes sobre las catas de adrenocromo y, en el presente artículo, pasamos exponerles, el trip report de la toma realizada vía sublingual.

Sumario del relato de un ensayo con 25 mg de adrenocromo administrados vía sublingual (noviembre, 2011), 20-30 horas aproximadamente, condensadas en notas hechas por el sujeto (E. Hidalgo Downing… si, en efecto, Downing, no Domínguez, estoy completamente seguro de ello. Downing, como el guitarrista de los Judas Priest. -Dios, ¡qué cruz! ¿Cuántas veces más tendré que decirlo?-).

En primer lugar, hemos de señalar que nos decantamos por esta otra vía de administración porque en los años 50 había sido empleada en numerosos estudios y había demostrado ser altamente eficaz. Por lo demás, tomamos en consideración que este modo de ingerir la sustancia guardaba –en contraposición con la inyectada- mayores (y evidentes) semejanzas con la forma en que, supuestamente, la toman los reptiloides, satanistas y antropófagos. De tal manera que, en un intento de acercarnos lo más fielmente posible a su experiencia, nos decantamos, como ya hemos comentado, por este método de consumo, y empleamos, para ello, una dosis -25 mg- que encajaba a la perfección dentro del umbral usualmente utilizado en los antiguos experimentos psiquiátricos (15-30 mg).

En segundo lugar, hemos de advertir que, en esta segunda ocasión, no hubo –al menos al principio- variables contaminantes de ningún tipo: no habíamos tomado previamente (ni el día ni la noche anterior) ninguna sustancia psicoactiva, así como tampoco ninguna otra droga en el momento mismo de la toma (aunque al cabo de un tiempo algo si que cayó, pero vamos, poca cosa… ya tendrán ustedes oportunidad de saberlo más adelante).

En tercer lugar… nos dejaremos de rollos y pasaremos a contarles lo ocurrido:

El primer fin de semana de noviembre, es decir, apenas cinco días después de haberme inyectado adrenocromo, hice un titánico y formidable ejercicio de contención, me porté bien, dormí bien y, como ya he apuntado anteriormente, sin consumos previos de por medio, me levanté el sábado por la mañana, a eso de las 12 horas o por ahí, me di un baño, me vestí y todas esas cosas, y, cuando estaba listo para la acción, procedí a llamar por teléfono a mi querido compañero Manuel, sobre el que, tras hacer mis cábalas consultando el I Ching (es coña), había decidido que, esta vez, debía recaer la misión de hacer de niñera y observador externo (y, en este punto, no me pregunten por qué el interfecto –que tan bien me conoce y tan claramente podía imaginarse lo que se le venía encima- no se negó en rotundo, porque que yo tampoco lo entiendo). El caso es que le llamo para decirle que ya estoy listo y para preguntarle si él también lo está. Y, como era de esperar, lo está (y es que, Don Manuel es, ante todo y sobre todo, lo que él bien conoce y denomina como “gente de orden”, jua, jua, jua, jua). De modo que, no hay más que hablar. Voy para allá, para su barrio, para su casa, que, desde entonces, será recordada por los dos y para siempre como el escenario donde se desarrolló el primer ritual adrenocrómico habido jamás de los jamases en Madrid capital (en las provincias bárbaras del extrarradio, ya saben ustedes que el mérito y la medallita le corresponden a la casa de la casera de Chema, en Colmenar Viejo, Colme, para los aborígenes, entre cuyas frenopáticas hordas destaca otro buen amigo, José Carlos Bouso, primer investigador, en España y en el mundo entero, que contó con los permisos oficiales para llevar a cabo estudios clínicos con MDMA en el tratamiento del síndrome de estrés postraumático en mujeres víctimas de agresiones sexuales).

Bueno, el caso es que, acordada la cita, me dispongo a ir al cuarto de baño para realizar, en la intimidad, el acto consumatorio, por llamarlo de algún modo. Esta vez, procedo con absoluta pulcritud y perfectos modales: tomo, tranquilamente, el vial de adrenocromo; lo abro y vierto todo su contenido sobre mis glándulas sublinguales. Después, miro al espejo y… me quedo horrorizado: ¡Dios Santo! ¡Qué espanto! Tengo toda la cavidad bucal rebosante, a más no poder, de un color rojo holocausto-canibal. La imagen es mucho más impactante que cuando ingerí el semicarbazona. Aquella vez me sorprendió y me llamó la atención, pero, joder, ésta, ahora, hasta me asusta: parezco Hanibal Lecter pillado segundos después de haber devorado las entrañas del pobrecito Porky. ¡Virgen Santa… qué miedo! Pienso en hacerme una foto, pero concluyo que, para sacarle partido –en lugar de, simplemente, reflejar una absoluta asquerosidad- requeriría los favores de un fotógrafo profesional, y no tengo ninguno a mano, puesto que, de los dos que conozco –Miguel Pérez Pardo y Javier Marín- el primero estará en la cama o en el bar (su bar, nuestro bar, el Tapas y Fotos) y el segundo, bueno, el segundo mejor me lo callo (menudo pieza, jur, jur, jur, jur).

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Son, exactamente, las 13 y 42 minutos. Me recompongo del sobresalto; me hago un enjuague bucal (todo queda en orden); y salgo a la calle.

De nuevo, voy de muy buen rollo. Tanto que, de pronto, me encuentro completamente descojonao (son las 13:49 minutos; es decir, han pasado apenas 7 minutos desde la toma); y así, andando como un loco –llorando, dando tumbos y zigzagueando de la risa-, me pasaré el resto del camino (de aproximadamente media hora) hasta que llegue a la estación de tren.

De entrada, me llama mucho la atención el “amarillo” de los semáforos. No sé si tiene un toque o una brillantez especial, pero el caso es que me llama la atención, lo cual, instantáneamente, me hace caer en la cuenta de que soy daltónico y de que ese color amarillo es “realmente” (o para la mayoría parlamentaria) rojo. De hecho, yo mismo lo había llamado siempre rojo, hasta que, hace poco, caminando con mis hijos por esa misma calle, caí en la cuenta de que llevaba toda la vida llamando “rojo” a lo que toda la vida había visto como “amarillo”. Héctor, de 3 años, según cambiaba el color de los semáforos, nos iba indicando: «verde», «rojo», «verde», «rojo». Jorge, de 7, me miraba pasmado, se partía de la risa y me decía que si era tonto o algo así cuando le preguntaba: «En serio, tío, ¿de qué color ves ese semáforo?» «Joder, papá: rojo, ¿cómo lo voy a ver?» «Pues yo lo veo amarillo, ja, ja, ja, ja». Hace siglos que sabía que era daltónico, pero nunca había caído en la cuenta de que llamaba al rojo de los semáforos por su “verdadero” nombre debido a una cuestión de mera imitación lingüística y no en razón de lo que me dictaban mis sentidos (que conste, de todos modos, que, tratándose de semáforos, ya sea rojo o amarillo, lo distingo perfectamente del verde, de modo que, en términos visuales, estoy intachablemente capacitado para conducir competentemente un vehículo a motor, otra cosa es que no me apetezca sacarme el carnet).

El recuerdo de estas cosas hace que llore de la risa. Y más que vuelvo a reírme cuando noto que, aparte de ver “amarillo” el “rojo”, lo veo un pelín borroso, al mismo tiempo que vuelvo a recordar que soy miope (una dioptría en cada ojo) y que no llevo gafas (joder, es que no pude más que tener que abdicar de llevarlas: me las dejaba en las terrazas de los restaurantes, se me caían y las pisoteaba en los bares, se rompían al llevarlas colgando del cuello de las camisetas y coger a mis hijos en brazos… y total, si sólo las necesitaba para ver de lejos –de cerca tenía que quitármelas porque me molestaban-, y digo yo: para ver de lejos tampoco hace falta llevar gafas, basta con acercarse lo suficiente… y, además, sale mucho más barato, que las últimas me costaron 20.000 pelas).

Sigo riéndome como un estúpido, al tiempo que, de la coloración y la borrosidad, paso a fijarme en las plantas. ¡Me hablan! ¡Las plantas me hablan! Para comprenderlas y captar su mensaje únicamente es necesario saber interpretar sus códigos… esta necesita una poda; aquí hay que segar; a esa le falta agua; clorosis férrica –necesita nitrofoska-… Está claro, veo el mundo con otros ojos, aunque, de nuevo, nada tiene que ver con el adrenocromo sino con el hecho de que, después de haberme pasado lustros trabajando de psicólogo, ahora soy jardinero, profesional y titulado, ja, ja, ja, ja.

Continúo con mi camino y me cruzo con un grupo de guiris en bicicleta compuesto de lo que aparenta ser un padre y sus tres hijos/as pequeños/as. No puedo dejar de oír lo que dicen (pues no es, precisamente, que hablen en susurros sino a gritos).

El supuesto padre: «Nobody can… bla, bla, bla, bla».

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Una de las supuestas hijas: «¡QUE SI! ¡QUE SI QUE SE PUEDE!»

Vuelvo a troncharme. Se me entrecruzan recuerdos del marido de una de mis hermanas –la encarnación viviente de la combinación entre el típico guiri despistao y el científico loco, vamos, lo que vendría a ser el súmmum del living in the parra- y las memorias de mi infancia, en la que mi madre me hablaba en inglés y yo (y mi hermano mellizo) le contestábamos en español (y así nos luce el pelo ahora, con tres hermanas mayores tottaly bilingües, y nosotros unos catetillos que nos defendemos apenas lo justo para salir airosos en caso de requerir satisfacer alguna necesidad o de sufrir algún contratiempo en tierras remotas y extrañas –como Uganda, por ejemplo- donde, paradójicamente, hasta el más tonto de la clase habla un inglés mejor que el nuestro, jow, jow, jow).

Y en estas que enfilo el último tramo de mi recorrido a pie. Y, como nunca antes lo había hecho, me fijo en el nombre de la calle por la que transito: “Calle de los trenes”. ¡Jai, jai, jai, jai! No puede ser verdad que aquí seamos así de brutos. Me imagino a la Junta Municipal, en pleno, deliberando sobre la nomenclatura que adjudicar al callejero.

El alcalde: «A ver, ¿qué nombre le ponemos a la calle esa de la estación?».

El adjunto a la alcaldía: «Pues “Calle de los trenes”, ¿no? Vamos, digo yo».

El alcalde: «Diez, puntos, colega, ¡ahí la has clavao!».

El pleno: «No se hable más, “Calle de los trenes”. Siguiente punto: el sendero ese que va hacia Húmera».

Adjunto a la Alcaldía: «Pues “Carretera de Húmera”, ¡cojones!, que parecemos tontos».

El pleno y el Alcalde al unísono: «¡Adjudicado!»

Y así hasta tener cumplimentado todo el mapa…

No puedo más que dejar de pensar: «Joder, en algún momento debería trasladarme a vivir a un sitio como Leganés, donde tienen una calle dedicada a AC/DC y así, de paso, me levanto la plaquita» que, por lo demás, no sería el primero en hacerlo, pues, como ya sabrán, cada dos por tres tienen que poner una nueva debido a que las “huestes del poder de la litrona” y de “el heavy no es violencia” (nada dicen del vandalismo urbano) se las llevan a sus casas, como trofeos, día sí, día también.

Aún muerto de la risa, accedo a la estación y me siento en un banco a tomar notas (esta vez me he llevado un folio y un boli). Mientras escribo, siento un ligero pitido de oídos. Me fumo un piti. El pitido pasa de ligero a intenso, y no, no es que se aproxime ningún tren, ululando. Por lo demás, no noto ni pinchazos ni dolores ni nada por el estilo, salvo un enorme agujero en el estómago, llamémosle hambre, sin más florituras.

El mundo se me aparece velado por una ligera, muy ligera, pátina de irrealidad. La gente sigue pareciéndome super-freaky y mirarla me provoca una risa incontenible. De modo que, de nuevo, paso de mirar a nadie. De hecho, en el tren, opto por no sentarme, para evitar, al máximo, entrar en contacto visual con quien sea. No obstante, al final me puede la pereza y tomo asiento, manteniéndome de lado -como dando la espalda al personal- y me dedico a mirar por la ventanilla, viendo pasar las imágenes como en el video de Patty De Frutos “Llamé al futuro y no lo cogió NADIE”[1], sólo que mejor enfocadas.

Miro mis manos y observo que mi dedo pulgar está manchado de adrenocromo, tan sólo que, esta vez, en lugar de recordarme a la sangre me da la impresión de que hubiera estado comiendo Risketos©.

Continuará…

 


 

 

Acerca del autor

Eduardo Hidalgo
Yonki politoxicómano. Renunció forzosamente a la ominitoxicomanía a la tierna edad de 18 años, tras sufrir una psicosis cannábica. Psicólogo, Master en Drogodependencias, Coordinador durante 10 años de Energy Control en Madrid. Es autor de varios libros y de otras tantas desgracias que mejor ni contar.