La Fórmica sanguínea, un insecto rojizo que difícilmente supera los 10 mm de longitud y que habita en toda Eurasia desde sabe Dios cuándo (aunque, teniendo en cuenta que las primeras hormigas aparecieron hace unos 120 millones de años, podemos imaginar que lo hará desde hace la de Dios), acostumbra a poblar hormigueros debajo de las piedras o en las bases de los árboles cubiertos de hojarasca. Apasionante, ¿verdad? Pues aún hay más.

La sanguínea tiende a eliminar al resto de especies de hormigas, convirtiéndose en la única o en la dominante de amplias zonas de bosque. Para lograrlo, entre otros métodos, suele llevar a cabo auténticas campañas bélicas contra los hormigueros vecinos, asaltándolos y haciéndolos presa del saqueo y del pillaje más inmisericordes, pues el objetivo de la misión consiste en raptar las larvas y los huevos de las demás hormigas y trasladarlas al suyo para, una vez que crezcan, convertirlas en sus esclavas. Es por ello que la Formica sanguínea recibe también el apelativo de Raptiformica o, también, hormiga esclavista. Aun así, como lo cortés no está reñido con lo valiente, nuestra belicosa y malévola amiguita tiene también la virtud de la hospitalidad, que, si bien no la practica con todo el mundo, la ejerce como el mejor de los anfitriones cuando los huéspedes son los excelentísimos coleópteros del género Lomechusa strumosa. Y no es para menos, ya que, estos escarabajos de no más de seis milímetros de largo guardan en sus abdómenes un magnífico elixir que las hormigas ansían poseer y por el cual están dispuestas a cuidar de los escarabajos y de sus larvas como si de sus propias hijas se tratara. La naturaleza de dicho brebaje ha sido desvelada hace tiempo por los mirmecólogos, que han podido observar como, después de beberlo, las hormigas “pierden temporalmente la orientación, sus patas parecen menos seguras, se tambalean y pierden el equilibrio”. Es decir, que, hablando en plata, estas señoras lo que hacen es llevarse los camellos a casa para mantenerlos y agasajarlos y, a cambio, tener una provisión continua y permanente de droga. Por lo tanto, con toda la razón del mundo, a la Formica sanguínea también hay quien la llama la hormiga drogata.

Quien se ha fumado mi jako
¿Quién se ha fumado mi jako?

Pero bueno, tampoco vayamos ahora a estigmatizarla por eso. Seamos anacrónicos, esto… no, queríamos decir “autocríticos”. Seamos autocríticos. De modo que aquel que, en el reino animal, esté libre del mismo pecado, que tire la primera piedra.

Ah ja ja… pillines, mucho vicio vemos aquí… Pareciera que a los monos, a los elefantes, a las cabras, a las vacas, a los pájaros, a las mangostas, a los renos y a toda la fauna al completo se le hubiera comido repentinamente la lengua el gato y que éste último se hubiese tragado la suya propia junto a las de todos los demás. Se confirma, en consecuencia, lo que hace tiempo vienen afirmando los entendidos en la materia. En palabras de Giorgio Samorini, especialista en etnobotánica y etnomicología:

            “Hace 200 años se reseñaba que sólo cinco especies animales se drogaban. En los años 70, se aceptó que eran 40 especies. En los años 90, ¡300 especies! Hoy los etólogos han documentado que 380 especies animales consumen drogas, ¡y se está aceptando ya que todas la especies animales se drogan!”

Vamos, que está claro que esto de la droga no es ya que pase en las mejores familias sino que pasa absolutamente en todas las familias, desde las fórmicas hasta las paquidérmicas, pasando por las caprinas, las bovinas, las felinas y por todas las demás que pillan por en medio. De nuevo en palabras de Samorini: “es la regla y no la desviación” y, como repetidamente ha podido comprobarse, no se trata, además, del consabido “me echaron algo en la copa” o de otros supuestos consumos accidentales. No. El investigador italiano vuelve a dejárnoslo bien claro:

“Las evidencias de consumo intencional son apabullantes: el animal insiste en la repetición de esa conducta, aunque implique algún riesgo”.

Yin-Yang
Yin-Yang

Es más, la intencionalidad llega a ser tal que en algunas especies el gusto y la afición por los embriagantes son transmitidos directamente de madres a hijos. Véase el caso del elefante africano:

“Los elefantes viven en grupos con una estructura jerárquica matriarcal. Los pequeños acostumbran a poner la trompa en la boca de la madre para tomar y probar lo que ella está comiendo. De esta forma aprenden lo que tienen que comer. Cuando la madre está comiendo un fruto fermentado, también ellos se embriagan y aprenden cómo conseguir este estado de ebriedad.”

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Cabe puntualizar, no obstante, que, al igual que les sucede a los elefantes, la fauna drogata del planeta Tierra se topa con una seria limitación a la hora de dar rienda suelta a sus pulsiones y pasiones drogófilas, ya que, al abastecerse de sustancias psicoactivas mediante la ingesta de frutos, bayas, hojas y hongos, únicamente pueden pillarse la trompa, la mona, la merluza, el cebollazo o lo que buenamente proceda en los puntuales y periódicos momentos en que el reino vegetal se digna a florecer y fructificar. Esto significa que, a excepción de la pérfida y astuta Formica sanguínea, todos los animales ven limitadas sus fiestas y jaranas a muy concretos períodos estacionales.

¿Todos? No. El Homo sapiens, también conocido como mono loco o mono desnudo, es, así mismo, una especie esclavista, hospitalaria y drogata, y, al igual que las hormigas, ha logrado dominar su entorno lo suficiente como para poder cogerse una cogorza siempre que le venga en gana. En este caso lo consigue dominando las técnicas del cultivo, la maceración y la destilación así como operando con los secretos y misterios de la química y la farmacología, que le permiten obtener a su antojo los principios activos de las plantas psicoactivas y otros tantos descubiertos y creados por él mismo jugando con la estructura molecular de diferentes compuestos. En cualquier caso, por muy sofisticadas que puedan ser las técnicas que emplea el ser humano para proveerse de drogas, la conducta de drogarse en sí misma es en él tan natural como lo es en las hormigas, los elefantes o los gatos. De hecho, es tan natural que, como muy acertadamente viene a puntualizar el químico y etnobotánico Jonathan Ott, la expresión “paraísos artificiales”, que habitualmente se aplica a las drogas y a sus efectos, debiera aplicarse más bien a otro tipo de cosas que, ahora si, son producto exclusivo de la mano del ser humano, siendo el único en todo el reino animal que puede concebirlos y disfrutarlos:

Amanita muscaria mordida
Amanita muscaria mordida

“La ebriedad es un fenómeno natural, los farmacoparaísos son decididamente naturales en términos neuroquímicos y zoofarmacognósticos”.

“La marcha triunfal de la adormidera, la planta de marihuana, las uvas y levaduras por la psyque… sí, esos son decididamente paraísos naturales. En Les paradis artificiels de Baudelaire, exquisitamente encantadores pero lógicamente defectuosos, y básicamente prejuiciados, los únicos paraísos artificiales que marchan triunfalmente por la afinada psyque del lector… ¡son la poesía y la filosofía apasionada de Baudelaire! Quienes sean lo bastante afortunados para transportarse a paraísos mediante una poesía sublime como la suya debemos admitir que son artificiales, decididamente “hechos por la mano o arte del hombre”, por el artificio poético y las habilidades artísticas de Baudelaire, innegablemente paraísos artificiales”.

Sea como fuere, cabe puntualizar que Ott y Samorini no son los únicos especialistas que entienden el consumo de drogas como una conducta natural y universalmente extendida en el reino animal. Tampoco la etnobotánica ha sido la única disciplina que se ha ocupado de este asunto. Desde el campo de la psicofarmacología, Ronald K. Siegel, una autoridad mundial en el estudio de los efectos sociales y psicológicos del uso de sustancias psicoactivas, vuelve a decirnos que “en cierto sentido, la búsqueda de drogas intoxicantes es la norma más que la aberración”, hasta el punto de que este renombrado investigador considera que la necesidad de consumir dichas sustancias es una parte inherente de la condición humana, tanto como la necesidad de comer, de beber o de tener relaciones sexuales. De tal manera que Siegel conceptualiza la búsqueda y el uso de sustancias psicoactivas como un impulso natural, concretamente como el cuarto impulso que, aun siendo adquirido (como lo son los miedos, los apegos sociales o el poder), en lugar de innato (como el impulso a satisfacer la sed, el hambre y las pulsiones sexuales), funcionaría con la misma fuerza que los impulsos primarios, siendo biológicamente inevitable y, en consecuencia, irreprimible. Es por ello que, según este autor, a pesar de los costes y desventajas que el consumo de drogas puede conllevar para animales y personas, “las leyes de la evolución, incluso con la ayuda de las leyes prohibicionistas del Homo sapiens, no han conseguido evitar que aparezca en todas las épocas y en todas las culturas.”

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De hecho, siendo la autoadministración de sustancias psicoactivas una conducta que aparece de forma tan consistente y persistente en tantas y tan variadas especies y a lo largo de tantos miles de años, los mencionados investigadores no albergan dudas respecto a que la intoxicación ha tenido que ser necesariamente beneficiosa para las especies, debiendo haber tenido y teniendo todavía un valor evolutivo y adaptativo. Lo que de momento nadie ha conseguido vislumbrar certera y definitivamente es cuál es exactamente ese valor. Siegel apunta que, “apareciendo la intoxicación en un rango tan extenso de contextos genéticos, parece plausible que esté inextricablemente asociada a alguna otra cosa con un claro valor de supervivencia”. Afirma, asimismo, que “aquello que buscan las personas que toman drogas es lo mismo que buscan cuando no las toman (placer, estimulación, relajación, alegría, evasión, revelaciones místicas, etc.). Son los mismos afanes, deseos, carencias y aspiraciones que generan y que guían gran parte de nuestro comportamiento.” De tal manera que, sencillamente, “las plantas y sustancias psicoactivas son empleadas como herramientas para satisfacer esas motivaciones”, dándose el caso de que la motivación o necesidad última que trataría de satisfacerse con el cuarto impulso sería la de “sentirse diferente”, teniendo la orientación del cambio, (relajación, estimulación, etc.) una importancia secundaria.

Samorini, por su parte, afirma que “salirse de comportamientos básicos ya conquistados (alimentarse, reproducirse) tiene sus costes, pero a la vez, abre posibilidades adaptativas nuevas”.

De modo que, en última instancia, lo que unos y otros investigadores vienen a sugerir es que la conducta de consumir drogas y de intoxicarse estaría íntimamente ligada y sería una expresión más de las conductas de exploración y de búsqueda de sensaciones, siendo ambos unos comportamientos arriesgados, (bastante más que limitarse a satisfacer estrictamente las más básicas necesidades fisiológicas sin salirse ni un ápice del renglón ya marcado y preestablecido), pero teniendo ambos, también, un enorme y evidente potencial evolutivo y adaptativo, pues, las grandes recompensas (así como, lógicamente, los grandes tortazos) son un privilegio reservado exclusivamente a quienes se atreven a explorar nuevos horizontes (y de esto el Homo sapiens sapiens sabe mucho).

A la hora de poner fin a este apartado, quedémonos, pues, con esto: La autoadministración de drogas es una actividad natural que viene siendo practicada desde tiempos inmemoriales por todo tipo de animales inferiores y superiores, incluidos los humanos. Debido a su extensión universal entre todo tipo de especies, es esperable que cuente con un valor adaptativo, posiblemente ligado a los beneficios de las conductas de exploración (que, evidentemente, también tienen sus costes).

Recordemos, a su vez, que, aun cuando, a la hora de gestionar su ingesta y aprovisionamiento de drogas, el Homo sapiens ha alcanzado un nivel de sofisticación y enrevesamiento sin parangón alguno en el reino animal (a excepción, si acaso, de la Fórmica sanguínea), cabe decir que la conducta de drogarse en sí misma sigue siendo en él tan natural como lo es en los demás seres vivos. Debiendo tenerse en cuenta que, en última instancia, la psicofarmacología sintética que practica es, a fin de cuentas, psicofarmacología, podríamos decir que la “hermana mayor de la psicofarmacología natural”.

Acerca del autor

Eduardo Hidalgo
Yonki politoxicómano. Renunció forzosamente a la ominitoxicomanía a la tierna edad de 18 años, tras sufrir una psicosis cannábica. Psicólogo, Master en Drogodependencias, Coordinador durante 10 años de Energy Control en Madrid. Es autor de varios libros y de otras tantas desgracias que mejor ni contar.