Continuamos la descripción de las propiedades del triptófano, aminoácido precursor del neurotransmisor serotonina, importante para sentirse energético y gozar de estabilidad mental. Previamente hacemos una introducción de carácter filosófico, relacionada con un tema de actualidad, la medicalización de la vida cotidiana.
Por J. C. Ruiz Franco
Vivimos en una sociedad que se define por varias características. Una es, como todos sabemos, el consumismo; otra, relacionada con la anterior, es el constante deseo de encontrar una respuesta fácil y rápida a las dificultades vitales o personales, que antes se aceptaban como parte normal de la vida y ahora en cambio parecen problemas que hay que solucionar a cualquier precio. Buen ejemplo de ello es que el número de individuos que desean mejorar su estado de ánimo y su calidad de vida mediante un acto tan sencillo como tomar una pastilla —en lugar de modificar costumbres, conductas, hábitos y aspectos de la personalidad— está en constante ascenso. Nos referimos a la terapeutización de ciertos ámbitos que hasta hace poco eran fenómenos normales y actualmente se consideran enfermedades. Medicina, psiquiatría, psicoterapia, fisioterapia, geriatría, osteopatía, naturopatía, fitoterapia, oligoterapia, homeopatía, acupuntura, kinesiología, aromaterapia, reflexología, reiki y un largo etcétera son disciplinas terapéuticas —unas con más base científica y otras con menos— que pretenden hacernos creer que determinados estados normales de nuestra existencia son patológicos, y nos ofrecen el correspondiente remedio haciéndonos pasar por caja después de convertirnos en enfermos.
Somos, cada vez más, pacientes-clientes de terapeutas de todo tipo, dentro de la vorágine de consumismo y deseo de vida fácil que va creciendo hasta niveles insospechados. Con ello logramos descargar la responsabilidad del cuidado de nuestra salud física y mental y se la endosamos a un ente tan prestigioso como la ciencia —en sus diversas manifestaciones y ramificaciones—, que promete curarnos a cambio de cierto desembolso de dinero, lo cual contribuye a que la rueda del sistema siga girando y esté bien lubricada. La salud mental no es ajena a este fenómeno, que en el ámbito de las disciplinas psi tiene su máximo exponente en la categoría de “enfermedad mental”, que en realidad no existe y es sólo un constructo inventado. Con ello se consigue relacionar las dolencias psíquicas con la medicina —la disciplina terapéutica por excelencia— y que parezca necesario su tratamiento.
Quien tiene el ánimo bajo por algún motivo externo (procedente de su entorno, como por ejemplo pérdida de algún familiar, desengaño amoroso, frustración, etc.) y acude al médico para que le recete un antidepresivo, se está equivocando por completo ya que la causa de su padecimiento es exógena, no endógena. Tomar un fármaco tal vez le ayude en cierto modo proporcionándole más energía y haciéndole insensible al problema, pero no lo resolverá (precisamente porque es externo), y la alteración de los mecanismos neuronales normales no conllevará ningún beneficio a largo plazo, sino más bien todo lo contrario. Se trata de una forma como otra cualquiera de buscar una solución fácil, en el ámbito terapéutico, a dificultades que deben afrontarse de manera personal, no tomando una pastillita que lo máximo que puede hacer es tapar los síntomas. En cuanto a los efectos adversos de estos productos, en sus prospectos podemos leer los detectados a corto y medio plazo —que son numerosos—, pero no se conocen bien aún los que pueden aparecer a largo plazo porque llevan utilizándose poco tiempo y, salvo error u omisión, no hay estudios de seguimiento para los posibles efectos secundarios a diez, veinte y treinta años, por ejemplo.
Conócete a ti mismo
Si algo bueno hay en el famoso libro Más Platón y menos Prozac, es el título y la primera parte (el resto es claramente prescindible). El autor nos propone un nuevo tipo de terapia, la terapia filosófica. ¿Otra más? ¿Y por qué no? Una más no se va a notar, y el sufrimiento de muchas personas que creen tener trastornos mentales consiste en realidad en falta de conocimientos, errores conceptuales y procesos cognitivos defectuosos, aspectos que pueden generar innumerables contratiempos vitales, en los que nadie es más experto que un filósofo profesional.
Al fin y al cabo, la asistencia a la consulta de un psicoterapeuta suele acabar siendo para el paciente-cliente sólo un modo de desahogarse, a pesar de que el reclamo haya sido en principio tal o cual terapia conductual o cognitivo-conductual, que después no se lleva a término, y que de todas formas consiste fundamentalmente en algo tan simple como acostumbrarse a los estímulos amenazantes mediante inmersión o desensibilización progresiva. Si la visita al psicoterapeuta acaba siendo una forma de explayarse (por eso se dice que los psicólogos son amigos caros y los amigos son psicólogos baratos), ¿no será mejor hacerlo con un experto en valores humanos, lógica e historia del pensamiento? En Alemania hay asesores filosóficos desde hace más de veinte años, y en Estados Unidos aparecieron un poco más tarde, coincidiendo con la publicación del libro de Marinoff, a finales del siglo pasado y comienzos del presente. En nuestro país, menos dado a este tipo de cosas, la terapia filosófica está muy poco extendida porque la gente siempre ha tenido a mano al cura del barrio —el confesor que aguantaba el chaparrón de las miserias mentales de los pecadores—, además de los numerosos establecimientos expendedores de bebidas repartidos por nuestra geografía —bares, tabernas, cafeterías— donde, además de alcohol, hay siempre alguien a quien contar las penas cuando el nivel etílico ha llegado al punto en que el sujeto se desinhibe. Si algún día prospera la filosofoterapia y se hace popular, sólo faltará reclamar su reconocimiento oficial para intentar pillar cacho en el reparto del jugoso pastel de la sociedad terapeutizada, del mismo modo que los psicólogos reivindican actualmente que los psiquiatras (médicos colegiados, y por tanto con más formación y prestigio social que los licenciados en psicología) dejen de tener el monopolio de la salud mental. Pero dejemos a un lado las digresiones filosóficas —que por otra parte considero interesantes para el lector drogófilo y cannabinófilo, reflexivo por naturaleza— y vayamos al tema de nuestro artículo y a lo práctico, que al fin y al cabo —para bien o para mal— es lo que prima en nuestra sociedad.
El triptófano, un aminoácido esencial
Decíamos en la entrega anterior —después de explicar que la serotonina es un neurotransmisor que contribuye a la estabilidad emocional y a la ausencia de estados depresivos— que resulta menos agresivo incrementar el material con que el organismo produce su propia serotonina que alterar los mecanismos neuronales tomando antidepresivos psiquiátricos. El triptófano, precursor de la serotonina, es uno de los aminoácidos esenciales; es decir, debemos ingerirlo diariamente porque nuestro organismo no puede sintetizarlo. Como aminoácido que es, forma parte de las proteínas, por lo que una dieta con una cantidad adecuada de ellas nos proporcionará todo el que necesitamos. Es abundante en alimentos como la leche, el queso, los huevos, los cereales integrales, la soja y las carnes en general.
Por lo que llevamos dicho, parece que, para disfrutar de energía durante todo el día y evitar los bajones de ánimo, la opción más recomendable sería tomar alimentos ricos en triptófano. Sin embargo, lo importante no es la cantidad ingerida, sino la que llega al cerebro, y las investigaciones indican que los niveles de este aminoácido en el sistema nervioso central no pueden modificarse mediante la dieta. El triptófano procedente de los alimentos no atraviesa la barrera sangre/cerebro porque tienen preferencia otros aminoácidos, gracias a su peso molecular más bajo. Esto impide que el triptófano de los alimentos acceda al cerebro y que se eleven nuestros niveles de serotonina.
Aunque resulte paradójico, el triptófano ve facilitado su acceso al cerebro cuando ingerimos alimentos con una cantidad prácticamente nula de proteínas y ricos en carbohidratos de alto índice glucémico. Esto ocurre porque los niveles altos de insulina que se consiguen arrastran a los aminoácidos competidores hacia los tejidos, el triptófano queda solo en el torrente sanguíneo, y con ello logra atravesar la barrera hematoencefálica. Comer alimentos ricos en glúcidos tiene un efecto tranquilizante, y muchas personas reducen su ansiedad intuitivamente comiendo dulces. Por un lado, la ingesta de alimentos con alto contenido en hidratos de carbono produce una subida de los niveles de glucosa sanguínea, que tranquiliza cuando la causa del nerviosismo es el bajo nivel de azúcar en sangre. Por otro lado, la elevación de los niveles de insulina subsiguiente a la ingestión de carbohidratos ayuda a metabolizar los aminoácidos. El triptófano, que tiene un peso molecular más elevado que el resto de sus compañeros, queda en el torrente sanguíneo y puede así acceder más fácilmente al cerebro que en condiciones normales, con lo que se produce una elevación de los niveles de serotonina y la consiguiente estabilización del estado de ánimo. Ese es el motivo por el que muchas personas sienten la necesidad de ingerir dulces cuando están nerviosas.
Tomar triptófano aislado
Puesto que el triptófano de las proteínas de la dieta no produce efectos beneficiosos sobre los niveles de serotonina de forma directa, podemos pensar en ingerirlo aisladamente. En ese caso habría que hacerlo fuera de las comidas, media hora antes de ellas o cuando tengamos el estómago vacío; de lo contrario se unirá a los demás aminoácidos de la dieta para que el organismo sintetice proteínas, pero no servirá para el propósito que pretendemos, como ya hemos explicado.
Esta forma de administración se hizo muy popular a finales de los setenta y durante la década de los ochenta, gracias a una serie de artículos de autores norteamericanos que hablaban sobre sus propiedades inductoras del sueño, para combatir el insomnio por medios naturales. Personalmente, recuerdo haber leído en la revista Scientific Body Flex, alrededor del año 1986, un artículo sobre el triptófano escrito por el campeón de culturismo Frank Zane que me resultó muy revelador y que contribuyó a mi interés por este tipo de sustancias. A pesar de que la difusión se hacía casi exclusivamente en revistas de divulgación —por aquel tiempo no existía Internet—, a finales de esa década cientos de miles de personas, la mayoría en Estados Unidos, tomaban triptófano para mejorar el humor, reducir la irritabilidad y dormir mejor, entre otras indicaciones. Se convirtió, por tanto, en un producto muy popular que se utilizaba para mejorar la calidad de vida y el rendimiento. Sin embargo, no estaba controlado por el gremio médico ni por las compañías farmacéuticas, y eso iba a influir en su destino.
(Continuará)
Bibliografía:
Marinoff, Lou, Más Platón y menos Prozac, Ediciones Zeta.
Pérez Álvarez, Marino y González Pardo, Héctor, La invención de trastornos mentales, Alianza Editorial.
Souccar, Thierry, La revolución de las vitaminas, Editorial Paidotribo.
Souccar, Thierry, La guía de los nuevos estimulantes, Editorial Paidotribo.
Szasz, Thomas, El mito de la enfermedad mental, Amorrortu Editores. La fabricación de la locura, Editorial Kairós.
Advertencia: El propósito de este artículo es ofrecer información sobre sustancias legales y disponibles en establecimientos, sin recomendar su uso. Tan sólo citamos principios activos, no marcas concretas, para evitar hacer publicidad de fármacos. Antes de consumir cualquier medicamento, consulte a su médico.
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.