Cannabis medicinal en hospitales

El Real Decreto que restringe el cannabis medicinal a los hospitales es un paso, pero insuficiente: la equidad, la salud pública y el sentido común reclaman una legalización integral regulada.

El 7 de octubre España dio un paso esperado: el Gobierno aprobó por fin el marco que permite tratamientos con cannabis medicinal. Bienvenido sea. Pero conviene decirlo sin rodeos: la regulación nace corta de miras. Limita la prescripción a especialistas hospitalarios y la elaboración/dispensación a la farmacia hospitalaria, dejando fuera a la red de boticas de barrio y, sobre todo, el debate de fondo: la necesidad de despenalizar el cannabis por completo bajo reglas claras, como ya han hecho democracias comparables. Si el objetivo es proteger a la ciudadanía, reducir el mercado negro y garantizar productos controlados, la solución no es estrechar la puerta, sino abrirla con cerradura segura.

El decreto fija que la AEMPS concretará indicaciones y condiciones en monografías del Formulario Nacional, y apunta a patologías ya conocidas —espasticidad en esclerosis múltiple, epilepsias refractarias, náuseas por quimioterapia y dolor crónico refractario—. Correcto. Pero su elección de “solo hospital” tensiona la promesa de acceso equitativo y desprecia un activo de país: la capilaridad de las farmacias comunitarias. No extraña que el Consejo General de Colegios de Farmacéuticos denuncie que no hay razón sanitaria, jurídica ni de seguridad para excluirlas; ni que voces de pacientes alerten de un riesgo evidente: si el circuito legal es farragoso, la gente volverá al mercado clandestino.

Quienes defendemos la despenalización total del cannabis lo hacemos, precisamente, por realismo sanitario. La historia enseña que la prohibición no erradica consumos: los empuja a la sombra. Regular —con límites de edad, trazabilidad, control de potencias y etiquetado honesto— protege mejor que penalizar. Alemania ha emprendido desde 2024 un modelo por fases que admite cultivo doméstico limitado, asociaciones sin ánimo de lucro y una arquitectura de salud pública orientada a sacar la demanda de la clandestinidad. Uruguay lo demostró antes: el Estado puede ordenar la producción, venta y acceso para asfixiar al narco y garantizar calidad. Canadá, por su parte, redujo las detenciones por posesión y ha ido afinando controles sobre productos de alta potencia mientras la evidencia muestra que el consumo adolescente no se dispara con la legalización; el gran reto es modular riesgos (potencia, comestibles, conducción) con políticas de salud. Son lecciones aprovechables, también para España.

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Queda la incongruencia doméstica. Nuestro sistema trata con normalidad fármacos potentes en farmacias comunitarias con protocolos estrictos. En cambio, con el cannabis medicinal, el legislador ha decidido blindarse tras las paredes del hospital. Lo dijo con claridad Carola Pérez, del Observatorio Español de Cannabis Medicinal: resulta absurdo que sustancias como el fentanilo se retiren en la farmacia de la esquina y el cannabis —con perfiles de riesgo diferentes y usos terapéuticos reconocidos— solo se dispense en el hospital. No es una consigna: es una llamada a medir con la misma vara.

Un itinerario honesto, escalonado y evaluable

  1. Corregir ya el sesgo hospitalario del decreto. Mantener la prescripción especializada y la elaboración en servicios acreditados, pero habilitar la dispensación en farmacias comunitarias con el mismo nivel de trazabilidad, receta electrónica y farmacovigilancia. Esto no “liberaliza”: acerca el tratamiento a pacientes crónicos y refuerza el seguimiento de efectos e interacciones. El propio decreto prevé dispensación no presencial en casos de vulnerabilidad; reconocer la realidad de barrio es coherente con esa lógica de acceso.
  2. Ampliar el foco: despenalización y regulación integral para adultos. Un marco nacional debería incluir: límites de edad (18 o 21 años), controles de THC y rótulos de advertencia, testado de contaminantes, trazabilidad digital, impuestos específicos finalistas para prevención y tratamiento, y canales legales múltiples (farmacias para preparados, clubes no lucrativos auditados, y puntos de venta con licencia donde las CCAA lo autoricen). Alemania y Uruguay ofrecen plantillas imperfectas pero útiles: social clubs con cupos, cultivo doméstico acotado, sanciones administrativas —no penales— cuando se incumplen condiciones.
  3. Reparación y justicia. La regulación no puede ignorar a quienes han sufrido la criminalización: archivos y supresiones de antecedentes por delitos menores de cannabis, con criterios claros y homogéneos. Es una cuestión de equidad y de eficiencia judicial.
  4. Salud pública basada en evidencia y no en dogmas. Educación dirigida a jóvenes, campañas sobre conducción y consumo responsable, límites estrictos a publicidad y marketing, y vigilancia activa sobre productos de alta potencia. Canadá está ajustando tornillos precisamente ahí; aprendamos de su experiencia sin copiarla a ciegas.
  5. Evaluación transparente y continua. Panel público trimestral con datos de acceso, prevalencias, incidentes sanitarios, criminalidad asociada y desplazamiento del mercado ilícito. Regular es gobernar con datos, no con titulares.

La objeción clásica —“legalizar aumenta el consumo”— merece una respuesta serena. La evidencia acumulada es matizada: tras la legalización en Canadá se han visto incrementos modestos entre adultos y estabilidad entre adolescentes; los picos de incidentes se asocian a aperturas de nuevos formatos (extractos, comestibles) y a potencias elevadas, lo que invita a regular, no a prohibir. El prohibicionismo confunde el instrumento (la ley penal) con el objetivo (proteger la salud). Regular con inteligencia —el triángulo edad/entorno/potencia— es más eficaz para reducir daños que la pura criminalización.

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Mientras tanto, el debate español no puede quedarse encerrado en la sala de espera del hospital. Un país que presume de una red farmacéutica ejemplar no debería convertir el código postal en una barrera sanitaria. El Ministerio de Sanidad ha abierto una puerta; tocaría ahora dejarla entreabierta a la red comunitaria y, más allá, abrir el portón de la despenalización integral. Porque legalizar no es banalizar: es quitar máscaras al mercado, imponer reglas, sacar la lupa de la salud pública y abandonar el dogma por un pragmatismo decente.

Acabemos con los eufemismos: el cannabis circula hoy, con o sin decreto, por nuestras calles. La pregunta es si preferimos que lo gestione la clandestinidad o el Estado bajo principios de salud y derechos. Alemania eligió empezar por reconocerlo y encauzarlo. Uruguay lo hizo hace más de una década. España no necesita valentía retórica, sino un plan regulatorio serio. Empecemos por corregir el sesgo hospitalario y continuemos con una despenalización completa, ordenada y responsable. Eso es proteger, no rendirse.

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Acerca del autor

Manu Hunter
Escritor y periodista cannábico

Periodista cannábico con un estilo desenfadado pero siempre riguroso. Cuenta historias que prenden, informan y desmontan mitos, acercando la cultura cannábica al mundo con frescura y credibilidad. ¡Donde hay humo, hay una buena historia!