Un paso adelante… y dos de contención

España ha dado, por fin, el paso que durante años reclamaban pacientes, científicos y organizaciones civiles: la aprobación del cannabis medicinal. El Consejo de Ministros ha validado el Real Decreto que regula el uso de preparados estandarizados derivados de la planta para tratar dolencias donde la medicina convencional no basta: esclerosis múltiple, epilepsia refractaria, dolor crónico resistente, o los efectos secundarios de la quimioterapia.

Pero la noticia, celebrada por muchos como una victoria, tiene un reverso más amargo. La letra pequeña del decreto revela un modelo profundamente restrictivo, que no solo limita el acceso al cannabis medicinal a unos pocos pacientes, sino que mantiene intacto el prejuicio político y moral que históricamente ha acompañado a esta planta.

La ministra de Sanidad, Mónica García, lo presentaba como “una alternativa terapéutica con toda la evidencia científica”. Sin embargo, el texto legal no parece confiar del todo en esa evidencia: restringe la prescripción exclusivamente al ámbito hospitalario, impide que médicos de atención primaria la receten y obliga a que todo pase por servicios de farmacia hospitalaria. Es decir, el paciente vuelve a quedar en el centro del laberinto burocrático.

Un reconocimiento a medias

El decreto reconoce, por primera vez, que el cannabis tiene utilidad médica. Pero lo hace como si pidiera perdón por ello. En lugar de integrarlo en el sistema sanitario como un tratamiento más —como ya ocurre en países vecinos como Alemania, Portugal o Italia—, España ha optado por una vía lenta, excesivamente controlada y que deja fuera a quienes más lo necesitan.

Los pacientes con dolor crónico, fibromialgia o ansiedad, que durante años han encontrado alivio en preparados de cannabis bajo su propio riesgo, seguirán sin acceso legal. La norma no los contempla. Tampoco ofrece alternativas reales a quienes viven lejos de hospitales, ya que solo en casos excepcionales las comunidades autónomas podrán autorizar la dispensación no presencial.

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El resultado es una medicina para unos pocos, que solo podrán recibir quienes entren en la categoría de “caso clínico documentado”, en centros con capacidad hospitalaria y bajo la mirada del Estado. Una forma elegante de decir que el dolor de unos cuenta más que el de otros.

Entre la evidencia científica y el miedo político

España llega tarde, y lo hace con miedo. Mientras países de la Unión Europea avanzan hacia modelos regulados de autocultivo, dispensación en farmacias comunitarias o incluso legalización integral, nuestro país parece seguir preso de la hipocresía política. Se acepta el uso médico del cannabis, pero se niega su normalización social.

La Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) tendrá tres meses para fijar las condiciones de elaboración y prescripción. Pero el verdadero debate no es técnico, sino ético. ¿Por qué seguimos tratando al cannabis como una sustancia sospechosa, cuando la evidencia científica —y la experiencia internacional— demuestra su eficacia y seguridad en contextos médicos regulados?

Detrás de este decreto late una cultura del control que desconfía del ciudadano y del propio sistema sanitario. Un reflejo de la vieja idea de que “más vale prohibir que acompañar”.

La salud como derecho, no como concesión

Este Real Decreto debería haber sido el punto de partida para una política de drogas centrada en los derechos humanos y en la reducción del daño. En cambio, ha terminado siendo una ley timorata, que mantiene la dependencia del paciente respecto a la administración, en lugar de empoderarle.

La paradoja es evidente: el cannabis medicinal es legal, pero inaccesible. No basta con que el Estado reconozca el valor terapéutico de una planta si al mismo tiempo impone un marco que impide su uso real. Quienes llevan años cultivando para su propio tratamiento seguirán siendo ilegales. Y quienes no puedan pagar la atención hospitalaria o no tengan acceso geográfico adecuado, seguirán fuera del sistema.

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Lo que hoy se presenta como un avance histórico es, en realidad, un paso tímido en un camino que debería ser valiente y decidido. Legalizar el cannabis medicinal es reconocer la dignidad de los pacientes, no someterlos a un proceso interminable de permisos, supervisiones y controles.

Un país que llega tarde a su propio debate

España ha dado un paso, sí. Pero uno pequeño, insuficiente y demasiado prudente para la magnitud del problema. El sufrimiento no se resuelve con decretos cautelosos. Se resuelve con empatía, ciencia y política valiente.

Este país, que presume de sistema sanitario público, debe decidir si quiere seguir siendo observador de un debate que ya se ha resuelto en buena parte de Europa, o si está dispuesto a liderar un cambio de paradigma que ponga la salud —no el prejuicio— en el centro.

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Acerca del autor

Manu Hunter
Escritor y periodista cannábico

Periodista cannábico con un estilo desenfadado pero siempre riguroso. Cuenta historias que prenden, informan y desmontan mitos, acercando la cultura cannábica al mundo con frescura y credibilidad. ¡Donde hay humo, hay una buena historia!