Aunque el autocultivo de cannabis en Colombia no es una práctica tan extendida como en Uruguay o Argentina, se asoma como alternativa sostenible, sana y legal para sus usuarios. La ley colombiana permite sembrar hasta 20 plantas en el hogar.

Olor a mango biche y a lluvia de septiembre. Verde claro, verde oscuro, verde limón, verde seco. Las plantas de cannabis están floreciendo. Hay algunas en su punto, los pequeños pelitos pegados en sus hojas lo indican: están cafés. Adriano Fontecha las huele, las mira; es hora de cortarlas. En unas semanas, luego del secado y el curado, esos cogollos gordos estarán listos para su consumo, quizá en el aroma de un té, dentro de la mantequilla, como pomada o en forma de porro.

Adriano cultiva su propia “medicina”, como llama al cannabis. Lo hace en la terraza de doña Paulina, la mamá de un amigo suyo. Ella tiene unos 60 años, vive con tres de sus cuatro hijos y con Pepita, una gata chismosa. El tercer piso de su casa, ubicada en el barrio Bosa Villa Clemencia, en el sur de Bogotá, es una huerta rebelde en la que nacen marihuana, acelga, caléndula, rúgula, tomate, breva y lulo, entre otras hortalizas y frutas. Un “cultivo familiar”, lo define Adriano, que les da alimento a sus allegados y a unos cuantos vecinos.

Todo comenzó hace cinco años, con unos baldes de pintura, algunas llantas y potes de boñiga. Su colega, Mauricio Romero, había llegado de Argentina en 2011 con la firme idea de hacer crecer su propio cannabis en casa, como es común en el país austral. Tuvo que mudarse y buscar un lugar para sus plantas, que terminó siendo la casa de doña Paulina. Allí, el permacultor no sólo empezó su autocultivo de marihuana, sino que también le dio vida a una huerta que busca la sostenibilidad de la cuadra y el abastecimiento de sus amigos más cercanos, entre ellos Adriano.

Al proyecto fueron uniéndose cada vez más personas y así se fundó Huerta Rebelde, una iniciativa que busca incentivar la jardinería comestible en el hogar a través de la agricultura urbana biointensiva. “Trabajamos en temas de sostenibilidad y ecología con el fin de que la gente en entornos urbanos aproveche sus espacios y produzca comida orgánica para sus familias o su comunidad”, explica Romero. Los miembros de Huerta Rebelde no sólo cultivan juntos, sino que han puesto en marcha talleres en la capital en los que comparten información práctica para que las personas puedan replicar el ejercicio de sembrar en casa. Como la terraza de doña Paulina ya hay varias, especialmente en las localidades del sur de la ciudad.

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En esta apuesta, la pedagogía sobre el autocultivo de cannabis tiene un papel importante. Para Romero, “esta es una herramienta importantísima que tienen los usuarios de marihuana para hacerle frente al narcotráfico, una de las peores consecuencias del consumo de sustancias psicoactivas. Aprendiendo a cultivar las propias plantas es posible autoaprovisionarse sin incurrir en ninguna escala de comercialización ilegal, en las dinámicas de explotación laboral de campesinos, ni en la delincuencia y violencia que hay a su alrededor”.

Según Adriano, autocultivar es la mejor forma de controlar la calidad de lo que se consume y reducir los efectos ambientales de los monocultivos en los que suelen crecer dichas plantas. “Sabemos que el cannabis que se comercializa ilegalmente está expuesto a fertilizantes, pesticidas y otros químicos. No es una medicina que está pensada para el bienestar de la gente, sino únicamente para el beneficio económico que genera. Promovemos el autocultivo porque, además de no contribuir a las cadenas del narcotráfico, es una alternativa sana y responsable con el medio ambiente”, cuenta. Mientras habla sobre sus beneficios, le pide a Kathe, su esposa de manos delicadas, que cuelgue las plantas recién cortadas “boca abajo”, en la zona de ropas de doña Paulina.

Entre los dos comienzan a quitarles las hojas de mayor tamaño hasta dejar únicamente las flores maduras, proceso llamado “manicura”, para que sus componentes psicoactivos, como el THC, bajen y se concentren en los cogollos, mientras la planta continúa secándose por otras dos semanas. Pepita, la gata, espía todo el proceso.

Aunque en Uruguay, Canadá, Estados Unidos y algunas naciones europeas esta es una práctica extendida, en Colombia no lo es tanto, si bien es legal. Aquí el autocultivo, diferente a las plantaciones con fines científicos o medicinales, no requiere de una licencia del Estado. Desde 1989, con el Estatuto Nacional de Estupefacientes, está permitida la siembra de hasta 20 plantas, siempre y cuando no se donen, regalen o comercialicen. En el decreto 613 de 2017 lo define así: “Pluralidad de plantas de cannabis en número no superior a 20 unidades, de las que pueden extraerse estupefacientes, exclusivamente para uso personal”.

A pesar de que el autocultivo esté cobijado por la legislación, hay algunas contradicciones jurídicas, especialmente con la creación de nuevos decretos en la política antidrogas, como el anunciado recientemente por el presidente Iván Duque, que decomisaría cualquier dosis de psicoactivos. “Por un lado, la ley es garantista, me permite cultivar mis propias plantas. Pero, por otro, me prohíbe transportarlas y amenaza con destruirlas con el pretexto de que estoy atentando contra la convivencia. Sería así si armo un cigarrillo y me pongo a fumar en la calle, pero tengo en mi bolsillo algo que yo hice para utilizar para mis fines transitando entre dos lugares que hacen parte de mi órbita personal y privada. ¿Ahí contra quién estaría atentando?”, cuestiona Fontecha, que además de cultivador es abogado. “Es como si mi pareja me engañara en el sofá y yo vendiera el sofá para solucionar el problema. Esta medida no soluciona el asunto de fondo: el microtráfico”.

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Romero agrega: “Siempre me han pedido que venda, pero jamás le he vendido una flor a nadie. Más bien enseño a cultivar lo propio. Ahí está la magia: en que no se trata de poner una matera y ya, sino de cuidar, aprender y entender el proceso del cannabis y, en general, de todos los cultivos. Esto es un tema de comunicación y pedagogía, no de criminalidad”.

Son los terpenos de las plantas, combinados con el aguacero, los que inundan de olor a mango biche la azotea de doña Paulina. La señora aprovecha para llenar con agualluvia las canecas con las que luego regará su jardín. Adriano y Kathe terminan la manicura del día. “Esto es casi una alquimia”, resalta Fontecha.

En unas semanas, las flores reposarán en recipientes de vidrio para “curarse” (así llaman al proceso de descomposición de azúcares y clorofila) y potenciar sus sabores y aromas. Después llegarán a las rodillas de sus hijos, que, cuando se raspan, lo primero que dicen es “Mami, ¡échanos la pomadita que nos sana!”; a la espalda del papá de Mauricio, cuyo dolor de mecánico ha disminuido con el cannabis; a unas cuantas recetas de cocina o, simplemente, a sus pulmones, a su cerebro, con un profundo suspiro, sin haber pasado por las manos sucias del tráfico ilegal.

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.