Continuamos hablando sobre el aminoácido triptófano y sus aplicaciones. En esta entrega seguimos tratando el tema de los intereses comerciales de las compañías farmacéuticas.
Por J. C. Ruiz Franco
¿Intereses comerciales o preocupación por nuestra salud?
Durante varios años, millones de personas utilizaron triptófano en todo el mundo sin que surgiera ningún problema de salud debido a su consumo. Sin embargo, a finales de los ochenta, la compañía japonesa Showa Denko —el principal fabricante de este aminoácido— modificó el proceso de elaboración. Por un lado —según consta en ciertos documentos—, en 1988 la propia compañía había detectado que el producto que suministraba a todo el mundo —especialmente a Estados Unidos— contenía cuerpos extraños no identificados. Por otra parte, en aquel momento comenzaron a utilizar en la síntesis una nueva cepa de bacterias modificadas por ingeniería genética. Showa Denko no informó sobre las impurezas ni sobre la modificación de la producción; tampoco comprobó la seguridad del producto para el consumo humano, aunque la FDA estadounidense (Food and Drug Administration) había advertido de que los artículos obtenidos por biotecnología debían probarse antes de distribuirlos. Según parece, en lugar de potenciar la fase de filtrado —en la que se eliminan parte de las impurezas—, la compañía incrementó el ritmo de producción para cubrir la creciente demanda de triptófano, en un momento en que un número cada vez mayor de consumidores tomaba este aminoácido.
El resultado fue que varios lotes presentaron impurezas que causaron en cientos de usuarios un problema de salud llamado síndrome de eosinofilia-mialgia, caracterizado por fiebre, un recuento muy elevado de eosinófilos en sangre —con todo lo que eso implica—, un dolor muscular fuerte e incapacitante y unos efectos muy graves que consistían en daños sobre varios órganos; entre ellos el corazón, los pulmones, los músculos, el hígado, la piel y el sistema nervioso. Podía llegar a causar la muerte o el padecimiento crónico de dolor muscular y articular, calambres musculares, fatiga severa y trastornos en el sistema nervioso. En la actualidad, más de veinte años después, aún no se ha encontrado una solución terapéutica. Se calcula que hubo unos 1.500 afectados graves —de los cuales murieron unos cuarenta—, y alrededor de 5.000 personas con secuelas en distinto grado.
A pesar de las evidencias en contra, y de que todos los estudios indicaron claramente que el triptófano no era el responsable, se achacó el problema al aminoácido, en lugar de a su adulteración o a algún tipo de negligencia por parte del fabricante, y la FDA prohibió su venta en 1991. Poco después de detectarse los primeros casos, en agosto de 1989, un grupo de investigadores dirigido por Edward Belongia, del Centro para el Control de Enfermedades (CDC, en Atlanta, EEUU) había publicado un estudio en el que se afirmaba que “los datos indican que el síndrome no se ha producido por el triptófano en sí mismo”. El doctor Gerald Gleich, del Departamento de Inmunología de la Clínica Mayo resumió la situación de este modo: 1) El triptófano no es la causa del síndrome de eosinofilia-mialgia, ya que quienes consumieron triptófano procedente de otras compañías no desarrollaron la enfermedad; 2) Todos los datos apuntan al producto de Showa Denko como el culpable, y a su contaminación como la causa.
Sin embargo, la FDA ignoró todos estos datos y prohibió la comercialización del aminoácido, sin importarle que había otros cinco proveedores sin relación alguna con la adulteración. La empresa responsable nunca ha informado sobre las características de las cepas de bacterias que causaron el problema, y por ello los investigadores interesados en el tema no han podido estudiar su origen. El fabricante asegura que las destruyó cuando comenzaron a aparecer los primeros casos de toxicidad. Sin duda, haber contado con ellas habría sido muy útil para los afectados. Las víctimas y sus familias demandaron a la empresa, que entre decisiones por mutuo acuerdo y juicios en tribunales tuvo que pagar más de dos mil millones de dólares por indemnizaciones.
Los Estados Unidos prohibieron la venta de triptófano y otros países hicieron lo mismo, tal como suele suceder cuando el Gran Hermano toma alguna decisión importante. A partir de ese momento sólo se permitió la distribución a una empresa para la elaboración de alimentos para bebés. Al decretar la prohibición, la FDA no informó de que la eosinofilia-mialgia había sido causada por la contaminación que hemos descrito (tengamos en cuenta que aún no existía Internet), y cuando el asunto se hizo público siguió asegurando que no era seguro consumir el aminoácido triptófano.
Muchos otros países siguieron el ejemplo, también sin tener en cuenta que el problema no radicaba en el triptófano (¿cómo va a ser tóxico un aminoácido que forma parte de las proteínas que comemos normalmente y de nuestros tejidos?), sino en algún fallo de producción: en lugar de culpar a los métodos empleados por el fabricante se culpó a la sustancia. Personalmente, recuerdo que, cuando comprábamos suplementos alimenticios de aminoácidos a comienzos y mediados de los noventa, éstos no incluían este aminoácido esencial, sin el cual de nada sirve ingerir los demás. En cuanto a los suplementos de proteínas, solían llevar el aviso de “No triptófano añadido” para dejar bien claro que, si lo incluían, era sólo la cantidad presente de forma natural en las proteínas.
Aún tuvieron que pasar diez años para que la FDA suavizara su postura, pero en el año 2001 todavía expresaba de esta forma sus reservas: “Basándonos en la evidencia científica disponible en la actualidad, no podemos determinar con total certeza si la aparición del síndrome de eosinofilia-mialgia en personas susceptibles que consumen suplementos de L-triptófano se debe al aminoácido, a alguna impureza que pueda contener, o a una combinación de estos dos factores junto a otros factores externos aún desconocidos”.
¿La píldora de la felicidad?
Casualmente (o tal vez causalmente, o al menos correlacionalmente), acababa de salir al mercado el Prozac®, uno de los primeros ISRS (principio activo: fluoxetina, un inhibidor selectivo de la recaptación de la serotonina; ver la primera entrega de este artículo) y muy pronto el antidepresivo por antonomasia. La prohibición del triptófano creó un vacío —en lo que respecta a la optimización de la serotonina— que el Prozac® podía llenar, lo cual contribuyó a sus espectaculares cifras de ventas. No menos importante fue todo el ruido mediático generado por lo que lo que se presentó como la píldora de la felicidad, un fármaco que todo el mundo podía tomar para elevar su estado de ánimo y que parecía no tener efectos secundarios. La compañía farmacéutica Eli Lilly llevaba tiempo investigando y sabía muy bien que el lanzamiento de un producto que aliviara la depresión —una supuesta enfermedad que, igual que el estrés y la ansiedad, comenzaba a ponerse de moda a finales de los ochenta— y que no tuviera los efectos adversos de los antidepresivos antiguos, los IMAOs y los tricíclicos, sería todo un éxito.
Ya en 1974 David Wong había publicado el primer artículo sobre la sustancia en cuestión. El año siguiente recibió el nombre de fluoxetina y la empresa le dio el nombre comercial de Prozac®. En 1977 la compañía solicitó la licencia para el nuevo fármaco, que salió al mercado por primera vez en Bélgica en 1986, y en Estados Unidos el año siguiente. A pesar de que no fue el primer antidepresivo de este tipo en ponerse a la venta, la fuerte campaña publicitaria de Eli Lilly hizo creer que así era y que su aparición marcaba un hito en el campo de la psicofarmacología. El Prozac® ha llegado a formar parte de la cultura moderna y a representar uno de sus símbolos, el de un producto al alcance de todos y que puede tomarse como si de un complejo vitamínico se tratara, con el objetivo de adaptarse a las exigencias de la vida moderna y sin efectos secundarios apreciables. En 1993, el psiquiatra Peter Kramer publicó Escuchando al Prozac, y en 1994 Elizabeth Wurtzel publicó Prozac Nation, un libro autobiográfico que narra la vida de una joven estudiante y su experiencia con el antidepresivo, que fue llevado al cine el año 2001.
La invención de enfermedades
En aquellos años se creó toda una categoría de problemas supuestamente médicos que no ha dejado de crecer. Los medios de comunicación hablaban de estrés, ansiedad y depresión como enfermedades propias de la sociedad moderna, cosas que antes llamábamos “estar nervioso” o “tener un carácter triste o melancólico”. El lector ya sabe que constantemente se inventan nuevas enfermedades para las cuales las compañías farmacéuticas tienen la solución: tomar el medicamento que ellas comercializan. Como la depresión, el estrés y la ansiedad ya se han incorporado a la cultura y al lenguaje común, las nuevas creaciones de los expertos en inventar dolencias son cosas como “el síndrome postvacacional”, “el trastorno disfórico premenstrual” o “el trastorno de déficit de atención por hiperactividad”.
Cuando amplios sectores de la sociedad están convencidos de que existen tales enfermedades y va creciendo el número de personas diagnosticadas, el fármaco que nos presentan para curarlas parece un remedio indispensable. El último ejemplo —y tal vez el más escandaloso— es el de la gripe A, que hace un año y medio nos metieron por los ojos y los oídos todos los medios de comunicación, y que luego resultó no ser más que un simple bulo, pero que sirvió para vender millones de vacunas.
El periodista australiano Ray Moynihan es autor del libro Selling Sickness (“Vendiendo enfermedades”; no existe traducción al español que conozcamos), que añadimos a nuestra biblioteca de desenmascaradores de los modernos vendedores de aceite de serpiente. En él cuenta que hace treinta años Henry Gadsden, director de la compañía farmacéutica Merck, en una entrevista publicada en la revista Fortune en 1978, comentó que su sueño era parecerse a la marca de chicles Wrigley: producir medicamentos para las personas sanas y así poder venderlos a todo el mundo. Ciertamente, su sueño se ha convertido en realidad gracias a los métodos empleados por la industria farmacéutica, que actualmente es una de las más influyentes del mundo, su facturación anual se mueve en cifras de cientos de millones de dólares y su presencia se deja notar en las consultas médicas y en la vida cotidiana.
Advertencia: El propósito de este artículo es ofrecer información sobre sustancias legales y disponibles en establecimientos, sin recomendar su uso. Tan sólo citamos principios activos, no marcas concretas, para evitar hacer publicidad de fármacos. Antes de consumir cualquier medicamento, consulte a su médico.
Referencias
Barret, Stephen, “Notes on the tryptophan disaster”, Quackwatch. En: http://www.quackwatch.org/01QuackeryRelatedTopics/DSH/trypto.html.
Crist, William E., “Toxic L-tryptophan: Shedding Light on a Mysterious Epidemic”, Seeds of Deception. En: http://www.seedsofdeception.com/Public/L-tryptophan/6GovtAgenciesDisagreeonEMSCause/index.cfm.
Kramer, Peter, Escuchando al Prozac, Seix Barral.
Moynihan, Ray, Selling Sickness, Nation Books.
Sturman, Martin F. “The Medical Industrial Complex: Disease Mongering, and the Bottom Line”, Easy Diagnosis – Second Opinions. En: http://easydiagnosis.com/secondopinions/newsletter28.html.
Wikipedia. Entrada “Fluoxetine” (http://en.wikipedia.org/wiki/Fluoxetine).
Wong, David T. y colaboradores, “A selective inhibitor of serotonin uptake: Lilly 110140, 3-(p-Trifluoromethylphenoxy)-n-methyl-3-phenylpropylamine”, Life Sciences, Volume 15, Issue 3, 1 August 1974, Pages 471-479.
Wurtzel, Elizabeth, Nación Prozac, Ediciones B.
Advertencia: El propósito de este artículo es ofrecer información sobre sustancias legales y disponibles en establecimientos, sin recomendar su uso. Tan sólo citamos principios activos, no marcas concretas, para evitar hacer publicidad de fármacos. Antes de consumir cualquier medicamento, consulte a su médico.
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.