La evidencia financiada por el propio Gobierno de EE. UU. consolida el papel terapéutico del cannabis y reabre el debate sobre su urgente reclasificación
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que la ciencia financiada por Washington parecía mirar el cannabis con una lupa que solo ampliaba los riesgos, nunca los beneficios. Aquella inercia, alimentada por décadas de estigmas y por prioridades investigadoras sesgadas, dejaba fuera del encuadre a millones de pacientes. Hoy el plano se ha abierto. Y lo ha hecho con un dato rotundo: un estudio observacional con apoyo de los Institutos Nacionales sobre el Abuso de Drogas (NIDA) ha encontrado descensos clínicamente significativos de ansiedad y depresión tras iniciar tratamiento con cannabis medicinal. No es propaganda; es un artículo revisado por pares en Journal of Affective Disorders, liderado por equipos de Johns Hopkins.
El trabajo siguió durante seis meses a 33 adultos de Maryland con ansiedad y/o depresión “clínicamente significativas”. A los tres meses de iniciar cannabis medicinal, las puntuaciones medias en las escalas de ansiedad y depresión cayeron por debajo del umbral clínico, y ese alivio se mantuvo medio año. El detalle que más titulares ha generado es la gradación por dosis: 10–15 mg de THC por vía oral o al menos tres caladas de cannabis vaporizado se asociaron con los mayores descensos agudos de síntomas. Todo ello, con mayoritariamente productos dominantes en THC. Los autores, prudentes, piden ensayos controlados para delimitar eficacia y seguridad, pero el mensaje de fondo no se diluye: hay señal, y es consistente.
Conviene recordar que no se trata de un destello aislado. En junio de 2025 se publicó una revisión sistemática de 57 estudios sobre preparaciones de cannabis en trastornos de ansiedad (GAD, SAD y PTSD). Entre los trabajos de mayor calidad metodológica, el 70 % informó mejoras en ansiedad; más del 90 % de todos los estudios —incluidos los de menor calidad— describió resultados positivos con formulaciones basadas en THC y CBD. La heterogeneidad existe, y faltan dosis estandarizadas, pero el patrón es difícil de ignorar.
La pregunta, entonces, nos interpela como sociedad: ¿de verdad necesitamos más evidencia para admitir lo que la clínica y la vida cotidiana llevan años susurrando? O dicho de otro modo: ¿no ha llegado ya la hora de alinear la política con la evidencia? En Estados Unidos, el cannabis sigue anclado federalmente en la Lista I —la categoría que afirma que no tiene “uso médico aceptado”—, un anacronismo institucional en contradicción con lo que se va acumulando en revistas científicas y en las consultas. En 2023, el Departamento de Salud (HHS) recomendó a la DEA trasladar el cannabis a Lista III, y en mayo de 2024 el Departamento de Justicia inició formalmente el proceso de cambio normativo (NPRM) para reubicarlo. El salto no legaliza a escala federal, pero reconoce valor médico y facilita investigación. El procedimiento, a septiembre de 2025, sigue sin resolución definitiva.
La vía administrativa ha sido tortuosa. La vista probatoria que debía arrancar el 21 de enero de 2025 se aplazó por una apelación, y la tramitación continúa entre informes, comentarios públicos y cambios de sillas en el aparato federal. Mientras, altos cargos han deslizado que una decisión podría llegar “en las próximas semanas”, pero la incertidumbre persiste. Es la política marcando el paso a la ciencia… otra vez.
Desde una perspectiva de salud pública, el foco no puede ser único ni ingenuo. El estudio de Johns Hopkins también registró un descenso en la percepción de la capacidad de conducción y un aumento en la sensación de “colocón”. Son piezas del puzle que exigen regulación inteligente, educación y rutas de acceso seguras: etiquetado claro, límites de THC donde proceda, control de calidades, farmacovigilancia y mensajes responsables sobre conducción y trabajo. No se trata de negar riesgos —que los hay y deben gestionarse—, sino de ponderarlos frente a beneficios clínicamente relevantes en personas que, con frecuencia, no han hallado alivio con tratamientos convencionales.
La dimensión ética es nítida: miles de pacientes con ansiedad y depresión viven atrapados entre el dolor y la norma. Para ellos, el cannabis no es un debate ideológico, sino un margen de bienestar. Seguir en Lista I —y mantener el relato de la “inutilidad médica”— obstaculiza la investigación, restringe el acceso y perpetúa desigualdades. Mover el cannabis a Lista III abriría puertas: facilitaría ensayos controlados a gran escala, armonizaría la credibilidad clínica y, no menos importante, aliviaría la losa fiscal del 280E que castiga a empresas reguladas al impedir deducir gastos si la sustancia está en Listas I o II. La propia normativa y análisis periodísticos han explicado que, si se confirma el traslado a Lista III, ese peaje fiscal dejaría de aplicarse; hasta que no haya regla final, la IRS recuerda que 280E sigue vigente. Es decir, ciencia y coherencia económica aguardan en la misma antesala.
Algunos objetarán —con razón— que la evidencia observacional no sustituye a los ensayos clínicos aleatorizados. Cierto. Pero ahí está la paradoja: el bloqueo regulatorio dificulta precisamente los ensayos que los más exigentes reclaman. Por eso, reclasificar ahora no es poner el carro delante de los bueyes, sino quitar el candado del establo. La Lista III no es el paraíso ni la desregulación; implica controles, registros y trazabilidad propios de sustancias con potencial de abuso moderado. Exige prescripción, inventarios, seguridad y vigilancia: exactamente el tipo de andamiaje sanitario que una sociedad madura debe aceptar cuando decide regular sustancias psicoactivas. Y, de paso, despeja el camino para que la investigación pública y privada se multiplique con estándares de máxima calidad.
En paralelo, Europa —y España en particular— harían bien en observar el espejo norteamericano sin complejos ni prejuicios. El uso medicinal del cannabis para ansiedad y depresión ya no es una hipótesis extravagante, sino un campo serio de investigación con señales prometedoras. La prudencia clínica exige protocolos, contraindicaciones claras (historia de psicosis, riesgos de consumo problemático, interacciones), y formación a profesionales. Pero la prudencia no puede derivar en inacción crónica. Mientras discutimos, hay pacientes que duermen mejor, respiran mejor y viven mejor gracias a un tratamiento que el BOE y el BOA siguen mirando de reojo.
En definitiva, el nuevo estudio federal no zanja el debate, pero cambia el terreno de juego: si la evidencia financiada por el propio Estado muestra beneficios sostenidos, lo responsable es regular mejor y investigar más, no mirar hacia otro lado. La Lista III no es la meta, pero sí un paso imprescindible para salir del bucle. La ciencia ha hablado con serenidad; corresponde a la política escuchar con responsabilidad.
Nota: Este artículo no constituye consejo médico. El uso de cannabis con fines terapéuticos debe valorarse con profesionales sanitarios y conforme a la normativa vigente.
Escritor especializado en cannabis y residente en Miami, combina su pasión por la planta con la vibrante energía de la ciudad, ofreciendo perspectivas únicas y actualizadas en sus artículos.





















