Parece ser que el tema del chemsex, el uso de drogas para intensificar y prolongar las relaciones sexuales, tiene muy preocupadas a nuestras autoridades.
Ya saben, ese patrón de consumo que se asocia con el colectivo LGTBIQ+, un acrónimo extraño e impronunciable que mezcla orientaciones sexuales, identidades de género, alteraciones cromosómicas y posicionamientos políticos. En realidad, el uso problemático afecta a una minoría dentro de otra minoría, a su vez dentro de una más, perteneciente a un grupo social muy concreto: hombres gais y bisexuales de grandes entornos urbanos.
El hecho de que el uso problemático, a nivel poblacional, sea minoritario, no se contradice con la necesidad de implementar recursos suficientes para atender a poblaciones vulnerables, algunas en riesgo extremo; pero el del chemsex, sin duda, se trata de un fenómeno complejo y con muchas aristas, que no siempre se perciben en los mensajes simplones procedentes de supuestos expertos o portavoces del “colectivo”. Aunque, como suele suceder, son sobre todo los medios de comunicación los que cargan con el trabajo más sucio. Salvo honrosas excepciones, el tratamiento mediático del chemsex combina el publirreportaje con la película de terror: interminables orgías que se prolongan de viernes a domingo y en las que hordas de cuerpos musculosos y apolíneos se arremolinan sin otro destino posible que la autodestrucción. En el fondo, lo que transmiten es una forma de homofobia mucho más sutil, refinada y retorcida que los chistes de mariquitas de hace cuarenta años, que al menos eran más evidentes e incluso algunos tenían su gracia.
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Pero el propósito de este artículo no es analizar el fenómeno del chemsex, sino la respuesta de las autoridades ante un problema que, insistimos, debería figurar entre las prioridades de la prevención y asistencia en adicciones, y cabría esperar que nuestras instituciones reaccionen incentivando recursos preventivos y de reducción de riesgos y daños, al menos en las grandes ciudades. Sin embargo, ya sabemos que en la Comunidad de Madrid están a otras cosas. El flamante “Plan Contra las Drogas” presentado por la presidenta Díaz Ayuso incluye medidas tan destacadas como llevar patrullas caninas a los colegios, habilitar buzones para denuncias anónimas o preparar el concierto “Madrid contra las Drogas”. También destina tres millones y medio de euros a la campaña “Los porros golpean tu vida hasta destrozarla”. Pero, claro, ellos son del PP, que son los “enemigos del colectivo”. Seguro que la izquierda, sensible siempre a las necesidades de las minorías, tiene otra actitud. Pero el problema es que los partidos que se hacen de llamar “de izquierdas” (vaya usted a saber que significa eso en el siglo XXI) están tomando medidas policiales que no se veían desde los tiempos del Generalísimo. Veamos…
El pasado 25 de febrero, la Guardia Urbana de Barcelona (gobernada, tanto en el Ayuntamiento como en la Generalitat, por el PSC-PSOE) desplegó catorce agentes en un conocido club gay de la ciudad y, durante dos horas, registraron tanto el local como a quienes salían de él en plena vía pública1. Según la fuente, no queda muy claro si se trató de “una inspección rutinaria” o “una acción contra el menudeo de drogas”, pero, de acuerdo con la información publicada en los medios, la operación se saldó con cuatro sanciones administrativas y una detención por tráfico de drogas.
La ONG Stop Sida declaraba al respecto:
“En Stop advierten que esta intervención ‘no es un hecho aislado’ y que en los últimos meses han observado un ‘incremento de la presión policial en espacios frecuentados por la comunidad LGTBIQ+’, en especial en zonas de cruising. ‘Nos hemos enterado de que este mismo fin de semana ha habido redadas en un parque público, una zona de cruising histórica en Barcelona, algo que la gente no vivía desde la transición’, denuncian.”2
Mientras tanto, en Madrid se repiten también las noticias sobre registros humillantes, cacheos indiscriminados e intervenciones policiales subidas de tono. En la capital del Imperio, la mayoría de las operaciones de seguridad ciudadana corresponden a la Policía Nacional y no dependen de la maléfica Ayuso, y esto es lo que está sucediendo en Madrid:
“Redadas, humillaciones y riesgo de cárcel: así actúa la policía contra el colectivo LGTBIQ+ con la excusa de las drogas y el chemsex”, Público, 11 de febrero de 2025.3
“Instagram censura un post del Movimiento Marika Madrid que denunciaba abusos policiales”, Público, 11 de febrero de 2025.4
“¿Podemos confiar?”, Público, 11 de febrero de 2025.5
“Marlaska se desentendió de las advertencias sobre abusos policiales al colectivo LGTBIQ+”, Público, 13 de febrero de 2025.6
“Sumar pregunta en el Congreso por la persecución al colectivo LGTBIQ+ con la excusa de las drogas”, Público, 17 de febrero de 2025.7
Desde el Ministerio del Interior se recomienda que cualquier ciudadano que se sienta perjudicado por una presunta mala praxis policial presente una denuncia ante la propia Policía. Sin embargo, esta sugerencia es vista como paradójica por las víctimas, quienes desconfían de las mismas instituciones que consideran responsables de los abusos. En el ámbito político, formaciones como Sumar han llevado al Congreso preguntas sobre esta persecución con la excusa del chemsex. A pesar de las advertencias y peticiones de intervención, el Ministerio del Interior, liderado por Fernando Grande-Marlaska, ha sido acusado de desentenderse de estas denuncias. El hecho de que el ministro se haya mostrado con su marido en recepciones oficiales y hasta en las páginas de ¡Hola! es un gesto de normalización, pero su falta de interés hacia este asunto le resta credibilidad ante estos actos discriminatorios que parecen más propios de otros tiempos. Los mismos que ahora miran para otro lado o callan ante esta situación estarían haciéndose el harakiri si fuera un Gobierno de derechas el responsable de este atropello
Si el lector intuye a estas alturas del artículo que este autor está un poco cabreado, tiene toda la razón. Porque resulta que desde hace veinticinco años resido en el barrio madrileño, multicultural y conflictivo de Lavapiés, entorno castizo por excelencia y uno de los epicentro del chemsex patrio. En este tiempo, he sido atracado en dos ocasiones (una de ellas con navaja) por adolescentes enfurecidos. También hay muchos yonkis clásicos, que pueden incomodar estéticamente a algunas personas pero que en realidad son inofensivos. En mi barrio, los traficantes no esperan de forma discreta a que sus clientes les pidan la mercancía. En la Plaza de Lavapiés, en la Plaza de Agustín Lara y en la de Nelson Mandela, anuncian a gritos: “hachís, coca… ¿quieres algo?”, independientemente de que sean las doce de la mañana y uno vaya con el carro de la compra hasta los topes. Que a mí eso no me parece mal, siempre que sean educados. De hecho, no tengo nada en contra de los camellos y tengo varios amigos dealers. Pero la creciente frecuencia y las formas con las que los agentes de la Policía Nacional me abordan en plena calle en mi barrio desde hace meses me hace sospechar que a mí no me paran porque tenga pinta de camello. Me paran porque tengo pinta de maricón. Y ni siquiera están buscando camellos. Cuando un dealer tiene que mover 100 o 200 gramos de metanfetamina, utiliza su cavidad rectal con doble preservativo. En mis encuentros con los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado nunca me han propuesto un tacto rectal, pero han inspeccionado minuciosamente todas mis pertenencias. No estaban buscando kilos ni paquetes voluminosos. Estaban buscando una forma de imponerme una sanción de 600 euros.
El primer encuentro sucedió el pasado martes 21 de agosto. Dos hombres de aspecto sucio y desagradable y una mujer estéticamente algo más presentable, me abordaron saliendo de un estanco en la esquina de la calle Argumosa. Resultaron ser tres agentes de la Policía Nacional de incógnito. Yo pensaba que en los países civilizados los agentes del orden iban siempre debidamente identificados y que solo se disfrazaban de personas normales para asuntos excepcionales que comprometen la seguridad nacional como el terrorismo o el crimen organizado. Pero no, resulta que se camuflan para hurgar en los bolsillos de los ciudadanos.
Tras enseñarme una placa (que, ahora que lo pienso, podría ser una chapa de una lata de refresco) los orcos me preguntaron si había comprado una pipa de cristal. Les respondí que en el estanco no había comprado ninguna sustancia fiscalizada ni sometida a control internacional por las Convenciones Internacionales de 1961, 1981 y 1987. Los agentes consideraron que eso era suficiente para sospechar que podría estar cometiendo «una infracción». Los modales de los agentes resultaron ser tan similares a los personajes de la película de Torrente como su aspecto. Cuando les mencioné de forma empática y respetuosa lo relativo al artículo 4.1 y 4.3 de la LSC, la mujer cambió su actitud, pero ellos persistieron en una búsqueda exhaustiva e infructuosa de algo que pudiera quemarse en la pipa.
Lo sorprendente es que al día siguiente me crucé de nuevo con los mismos dos tipos desagradables. Sin mediar palabra, me dijeron «sácate todo lo que lleves». Les pregunté si el indicio de infracción hoy era la misma pipa de la vez anterior, y el más repugnante de los dos me dijo que «tenía pinta de fumar tina«. Aparte del color verde flúor de mi pelo, que reconozco no es común, desconozco el proceso mental que los llevó a esa conclusión. Fue entonces cuando publiqué el tuit que ilustra este artículo.
La pregunta «¿llevas tina o mefe?» me la hicieron también la pareja de policías nacionales que, otra vez vestidos de paisanos, que me pararon a las a las 17:05 del 21 de noviembre en la calle Tribulete. En este caso, los agentes fueron mucho más educados, aunque igual de exhaustivos. Registraron hasta el último doble fondo de mi mochila, los calcetines e incluso miraron discretamente dentro de mi ropa interior. Me ofrecieron ir a un portal, pero les dije que no, que me parecía mucho más humillante en la calle y que no tenía problema en desnudarme ahí mismo. Llegamos a bromear sobre si el mayor problema de seguridad ciudadana en Lavapiés era lo que yo pudiera llevar dentro del calcetín que estaban registrando. Les comenté que solo entendería tal grado de meticulosidad si estuvieran buscando plutonio o ántrax.
Veinte minutos después, y dos calles más allá, un coche de la Policía Nacional volvió a pararme y pedirme la documentación. También fueron amables, a pesar de que, en esta ocasión, yo perdí un poco los papeles al explicarles que dos compañeros suyos ya me habían detenido recientemente y que llegaba tarde al trabajo. Creo que el hecho de llevar un fonendoscopio en la mochila influyó en que su registro esta vez fuera superficial, como si los médicos no pudieran cometer infracciones.
La siguiente fue el 3 de diciembre. Nuevamente, dos agentes de paisano me preguntaron si «llevaba algo». Les respondí «¿algo de qué?» y ellos insistieron: «mefe… tina…». En esta ocasión, llevaba la misma mochila, pero había cambiado de cartera. Y, sorpresa, en un doble fondo de la cartera encontraron una bolsa transparente de zip con una cantidad infinitesimal, diría que estaba vacía, de algún polvo o cristal. Me dijeron que «no me preocupara, que no me iba a llegar». Por cierto, no se me entregó acta de infracción alguna, con lo que entiendo que los agentes de paisano pueden tramitar la denuncia, tirar los restos infinitesimales a la basura o, quien sabe, darle algún otro uso. A la entrega de este artículo no he recibido notificación alguna en mi domicilio.
Mis últimos encuentros suben en nivel de surrealismo, teniendo en cuenta que ya me conoce toda la secreta de Lavapiés. El 15 de enero, el motivo del registro fue «llevar los ojos brillantes». El 22 de febrero los agentes se limitaron a un registro superficial cuando uno de ellos me dijo «Eh, yo a ti te he visto en el programa de Jordi Wild». Mi último encuentro, el pasado 2 de marzo, ni siquiera llegó a registro. Bajaba en chándal y con el carro de la compra al mercado de San Fernando cuando dos macarras me gritan desde la otra acera «¡eh, médico, buenos días!», mientras se registraban las pertenencias de un chico con pinta de sexualidad sospechosa.
Los casos registrados en la prensa (y que solo ha cubierto un único diario) no parecen anecdóticos. Mi testimonio coincide con el de amigos y conocidos que han experimentado situaciones parecidas. Entiendo que la Policía cumple órdenes, aunque algunos agentes las ejecutan como si realmente estuvieran buscando uranio o plutonio. El trato hacia las minorías sexuales, en mi experiencia y en general, me parece correcto, aunque mejorable (aunque tampoco pasa nada, diría lo mismo de los médicos). Sin embargo, lo que me indigna como ciudadano es el fondo del asunto. Seleccionar a ciudadanos por su estética, inferir su supuesta orientación sexual y uso de drogas para registrar de forma escrupulosa sus pertenencias para justificar una multa no me parece que favorezca en nada la seguridad ciudadana. Es humillante y discriminatorio para los ciudadanos y atenta también contra la dignidad de la propia Policía, que está para cosas más importantes. Y no, no vale blanquear la acción policial con anécdotas tontas8.
REFERENCIAS
- “Persecución y criminalización de espacios colectivos y prácticas: la política de orden del gobierno socialista en Barcelona”, Catalunya Plural, bit.ly/4bVpt7t.
- “Denuncian una actuación desproporcionada de la Guardia Urbana en un club LGTBIQ+ de Barcelona”, Público, bit.ly/42hCvrB.
- “Redadas, humillaciones y riesgo de cárcel: así actúa la policía contra el colectivo LGTBIQ+ con la excusa de las drogas y el chemsex”, Público, bit.ly/4hH1YjR.
- “Instagram censura un post del movimiento Marika Madrid que denunciaba abusos policiales”, Público, bit.ly/4kTL7gp.
- “¿Podemos confiar?”, Público, bit.ly/41Uz5L8.
- “Marlaska se desentendió de las advertencias sobre abusos policiales al colectivo LGTBIQ+”, Público, bit.ly/4hDw8Er.
- “Sumar pregunta en el Congreso por la persecución del colectivo LGTBIQ+ con la excusa de las drogas”, Público, bit.ly/4hHVHV0.
- “Policías salvan la vida de un hombre en una fiesta chemsex”, La Razón, bit.ly/4iy2DFu.
Acerca del autor

Fernando Caudevilla (DoctorX)
Médico de Familia y experto universitario en drogodependencias. Compagina su actividad asistencial como Médico de Familia en el Servicio Público de Salud con distintas actividades de investigación, divulgación, formación y atención directa a pacientes en campos como el chemsex, nuevas drogas, criptomercados y cannabis terapéutico, entre otros.