Después de haber repasado en el capítulo anterior los primeros años de la historia del cine, nos adentramos ahora en la prolífica década de los ochenta.
por Valeria Vegas
Aquellos años sirvieron para abrir el camino a diversas películas de temática adolescente, en las que estos eran los protagonistas, y que servirían para asentar las bases de dramas y comedias posteriores que llegan hasta nuestros días.
Pese a que la legislación seguía rigiéndose en base a los aspectos más moralistas de la sociedad, la industria del cine ya transmitía en sus argumentos unas libertades que nada tenían que ver con lo reflejado en lustros anteriores. El cannabis pasaba a ser sinónimo de ocio y diversión, dejando atrás los aspectos castigadores que únicamente pretendían asociar la sustancia al peligro y la delincuencia. Su consumo ya no era patrimonio exclusivo de los hasta entonces denostados hippies, si no que cualquier joven universitario fumaba con sus amigos a modo de ritual, en lo que vino a ser todo un acierto de realismo por parte del séptimo arte. Películas como “Woodstock” o “Hair” quedaban atrás, siendo un fiel reflejo documental de una época que, pese a no retornar, serviría de antesala para reforzar las actitudes de las juventudes venideras.
A principios de los ochenta se estrenaba “Aquel excitante curso”, cuyo título ya dejaba entrever que nos vamos a encontrar con un buen puñado de jóvenes estudiantes, con sus correspondientes peculiaridades. Lo cierto es que, pese a no tener el desmadre al que se asociarían posteriormente todas esas comedias situadas en medio de un instituto, sí valdría destacar que el personaje protagonizado por Sean Penn, aficionado al surf y consumidor constante de porros, serviría como prototipo habitual en producciones posteriores, con sus correspondientes tópicos y aspecto desaliñado. Un joven muy distinto al que un año después, en 1983, encarnaría Tom Cruise en “Risky Business”. En dicho film el protagonista aprovecha la ausencia de sus padres para dar rienda suelta a su afán de rebeldía, sin que falte para ello, obviamente, el hecho de fumar marihuana y realizar sus propias fiestas en el hogar paterno, hasta llegar a convertirlo en un burdel ocasional.
Si hay una película de entramado adolescente que a día de hoy sigue cautivando a los espectadores, ésa es “The Breakfast Club”, conocida en España como “El club de los cinco”. Tan aplaudido largometraje tiene una escena bastante recordada en la que Judd Nelson, que interpreta al clásico joven macarra, comparte su marihuana con el resto de compañeros que también se encuentran castigados en la biblioteca, cada uno por distintos motivos. Para el resto de protagonistas supone adentrarse en algo nuevo y, como toda primera vez, fuman entre la desconfianza y la curiosidad. Una de las dos chicas que encabezan el reparto acaba atragantándose en una de sus caladas, lo que da pie a que uno de sus compañeros aproveche para recriminarle que las mujeres no pueden retener el humo. Lejos quedaban aquellos tiempos en los que las femmes fatales inundaban la pantalla con suma elegancia y pitillo en mano, sabiendo administrar sus caladas incluso de manera sensual. Los adolescentes habían llegado a la gran pantalla para quedarse y dotar de realismo el mundo del celuloide.
En 1983 se estrenaba “Reencuentro” que, como su nombre indica, gira en torno a una reunión de amigos que tras varios años sin verse, vuelven a juntarse con motivo del fallecimiento de uno de ellos. Desde su edad adulta repasan sus peripecias juveniles, sin perder algunos de ellos los hábitos que ya entonces mantenían, como puede observarse en una de las escenas en la que, aislados del funeral, comparten un porro mientras se invaden de nostalgia. Lo cierto es que el simple hecho de fumar cannabis no conoce de edades ni clases sociales, y el cine supo transmitirlo poco después en la película “Repo Man, el recuperador”, en la que el protagonista no soporta que sean sus padres los que consuman marihuana, llevando una vida muy aislada a la que él desea para sí mismo. No todo iban a ser casos de hijos que se esconden de sus progenitores, tomando estos últimos el testigo para demostrar que un día también fueron jóvenes.
Reputados directores de Hollywood como Martin Scorsese y Oliver Stone tampoco evadieron al cannabis cuando era necesario en su argumento. En el caso del primero, con su film de 1985, “Jo, ¡qué noche!”, en la que el protagonista, un informático de carácter algo hermético, acepta compartir el porro que le ofrece la mujer a la que acaba de conocer en su deambular nocturno, propiciando un ataque paranoico que termina arruinando su conquista. Un año después Oliver Stone recibiría el aplauso de crítica y público con “Platoon”, en donde, en pleno conflicto bélico en Vietnam, los soldados deciden darse un descanso, compartiendo varios porros y risas, siendo la primera vez para su protagonista, encarnado por Charlie Sheen, que acaba asegurando que le ha gustado la sensación. Ambos casos demuestran que las reacciones pueden ser diversas, desde la extrañeza al placer, sin que ello conlleve juzgar a la propia droga. Un aspecto más marginal es el mostrado por el personaje de Jodie Foster en “Acusados”, una víctima de violación que palia sus problemas de autoestima a través del alcohol y la marihuana, a modo de evasión del crudo mundo en el que se mueve.
El cine de acción también ha tenido el cannabis como eje principal de su argumento. A través del film “Pega duro”, cuyo título pueda dar pie a una doble lectura, pese a lo insustancial que luego resulta como ejercicio cinematográfico. La historia gira en torno al tráfico de la marihuana como negocio imparable, siendo el desencadenante de la lucha de un joven por vengar la muerte de sus padres, aliándose con un detective para así adentrarse en el tráfico de drogas y llevar a cabo su ajuste de cuentas. Cierta similitud y mejores resultados tendría dos años después, en 1988, “Colors: colores de guerra”, en la que se narra las peripecias de una pareja de policías que deben enfrentarse a las bandas callejeras que inundan de miedo e inseguridad la ciudad de Los Ángeles, siendo a su vez un ligero retrato sobre la delincuencia juvenil y su vinculación a las drogas. El caso contrario se daría en “Un hombre inocente”, film irregular donde dos policías corruptos no desean asumir su error al ser incapaces de localizar a un narcotraficante, vertiendo entonces pruebas falsas sobre un ciudadano completamente ajeno al caso, sin ser poseedor del alijo de marihuana del que se le condena.
Si hay otro género que permaneció bastante en auge durante la década de los ochenta, ese fue el cine de terror con claros tintes de serie B. “Mutantes en la universidad”, de la productora norteamericana Troma, famosa por su bajos presupuestos y su humor descacharrante, no dudó en sacar a relucir gran multitud de estereotipos para una delirante historia en la que hasta los alumnos más ejemplares acaban convirtiéndose en monstruos tras consumir los porros de marihuana provenientes de un cultivo colindante a una planta nuclear en la que abundan los residuos tóxicos. Argumento muy similar al de “Zombies tóxicos”, subproducto en el que un grupo de hippies se transforman en muertos vivientes debido al pesticida que el gobierno ha empleado en su huerta clandestina, sin llegar a imaginar sus terribles efectos secundarios. Dentro del mismo ámbito, e ínfima calidad, se encuentra “Yo fui un zombie adolescente”, en la que un grupo de amigos en busca de costo son estafados por un camello, y al ver que éste no les devuelve el dinero acaban asesinándolo. Lo siguiente es una vez más un cúmulo de resurrecciones imprevistas desde el más allá, por obra y gracia de un pantano contaminado. Qué duda cabe que nos encontramos en la era dorada del videoclub.
En 1988 se estrenaba “Hairspray”, comedia musical ambientada en los sesenta que supuso todo un éxito de taquilla. Una de sus míticas escenas es la protagonizada por Pia Zadora en un pequeño papel en el que encarna a una beatnik dispuesta a mostrar lo más característico de su tribu social. Mientras unos adolescentes se refugian momentáneamente en su casa, huyendo de la policía, descubren un nuevo modelo social en el que el pelo liso vence al cardado, reina la psicodelia y los porros sirven como inspiración para desarrollar su faceta artística. Pese a que ella le da un aire cultural, dentro de la parodia, los jóvenes visitantes se inmutan rápidamente rechazando el generoso ofrecimiento de fumar unas caladas. El director John Waters, artífice de tan aplaudida película, continuaría incluyendo el uso de distintas drogas en sus posteriores trabajos. Concretamente la marihuana volvería a asomarse poco después en su divertido largometraje “Los asesinatos de mamá”, en la que, obviando el evidente título, una madre psicópata tiene por testigo de uno de sus crímenes a una joven que se encontraba fumando un porro mientras la protagonista lleva a cabo su sanguinario plan, alegando que su testimonio no es válido al tratarse de una “fumeta” a la que nadie quiere dar credibilidad.
Con estos ejemplos cerramos el repaso a la década de los ochenta, que además de caracterizarse por su variada productividad, también era un claro ejemplo de los nuevos aires de libertad que hacían quedar tan lejos a aquellos años en los que el cannabis era criminalizado y perseguido desde el medio cinematográfico, pudiendo ser tachado casi como herramienta propagandística. El acto de fumar se comenzaba a reflejar de forma espontánea y con la misma naturalidad que se le daba en la vida real, sin estar exento de un cierto aire de tabú que perdura hasta el día de hoy y que siempre ha sido muy bien retratado desde la ficción. La marihuana y la comedia demostraron formar un buen tándem, sin haber llegado todavía el humor frenético que poblaría las pantallas de los veinte años posteriores. Aunque esto ya es análisis de un próximo capítulo, en el que los noventa se confirmaron como el apogeo absoluto de las drogas en el cine.
Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.