La retirada de 111 permisos no es una marcha atrás, sino el síntoma de un sector que madura y se abre paso entre la economía del Rif y la demanda internacional

Cuando un Gobierno anuncia que ha retirado 111 licencias del sector del cannabis, la tentación es leerlo como un frenazo. En realidad, es justo lo contrario: es el sonido —a veces áspero— de un andamiaje regulatorio que empieza a funcionar. Marruecos, que en pocos años ha pasado de la alegalidad crónica a una arquitectura legal para el cannabis con fines médicos, cosméticos y alimentarios, ha decidido enviar una señal nítida: quien no cumpla, sale del tablero. La Agencia Nacional para la Regulación de las Actividades Relacionadas con el Cannabis (ANRAC) ha realizado 5.430 controles hasta agosto de este año, y el Ministerio del Interior ha confirmado la retirada de esos 111 permisos por incumplimientos.

El contexto ayuda a entender el alcance. En apenas dos campañas, el número de agricultores integrados en la vía legal ha pasado de 430 en 2023 a 7.052 en 2025, organizados en 413 cooperativas. La superficie legal cultivada se ha disparado de 192 a 4.729 hectáreas, repartidas entre Taounate, Alhucemas y Chefchauen. Son cifras que no hablan de repliegue, sino de expansión ordenada, en una región —el Rif— donde el cannabis ha sido durante décadas una economía de subsistencia.

A quienes defendemos la legalización, estos datos nos parecen el principio de una normalidad: el Estado regula, acompaña y, cuando toca, sanciona. Ese es el contrato social de cualquier industria seria. La consolidación de una cadena formal —desde la semilla al laboratorio, de la cooperativa a la exportación— invita a las inversiones y protege a los más vulnerables de la volatilidad del mercado ilícito. No se trata de “ser duros” por deporte, sino de blindar la credibilidad de un proyecto que debe sobrevivir a modas, vaivenes políticos y presiones internacionales.

La ligazón entre regulación estricta y oportunidad económica es evidente. Marruecos no solo ha ordenado el campo; ha empezado a diversificar el producto. El país registra ya 68 referencias a base de cannabis en la Agencia Marroquí de Medicamentos y Productos Sanitarios (42 complementos alimenticios y 26 cosméticos), y ha autorizado la venta de 10 alimentos con derivados de cannabis a través de 644 puntos: 475 farmacias, 95 parafarmacias y 71 distribuidores mayoristas, además de tiendas especializadas. Este despliegue minorista es, de nuevo, síntoma de normalización: el cannabis como insumo regulado que se integra en la farmacología y la cosmética, con controles de calidad y trazabilidad.

En exportación, la partitura también gana instrumentos. El Ministerio del Interior ha detallado salidas de resina regulada hacia Suiza, República Checa, Portugal, Canadá, Sudáfrica y Australia, y de complementos, cosmética y aceite de CBD rumbo a Francia y Sudáfrica. Conviene subrayarlo: no hablamos ya del tópico del “hachís marroquí” circulando por rutas opacas; hablamos de lotes auditables que cumplen normas y llegan a mercados exigentes. Ese giro es estratégico para un país que aspira a capitalizar su ventaja agronómica con estándares farmacéuticos internacionales.

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El punto de partida no es menor. En 2023, Marruecos reportó su primera cosecha legal: 294 toneladas producidas por 430 agricultores organizados en 32 cooperativas, sobre 277 hectáreas. Desde entonces, el salto ha sido exponencial y la ambición, palpable. Pero nadie ignora el elefante en la habitación: el mercado ilícito sigue siendo voluminoso y atractivo para quien apenas sobrevive. Reportajes de este verano recordaban que, pese al avance legal, la economía sumergida conserva músculo y precios tentadores para el productor. Justo por eso, estabilizar precios, asegurar pagos puntuales y reducir la fricción burocrática es tan importante como realizar inspecciones. Sin ese triángulo —precio justo, seguridad jurídica y acceso a mercado—, la puerta trasera del ilegal seguirá entreabierta.

¿Y por qué defender este proceso desde una posición abiertamente favorable a la legalización? Por tres razones: justicia social, salud pública y realismo económico.

Primero, justicia social. Durante décadas, decenas de miles de familias del Rif han vivido en el filo de la navaja, empujadas al cultivo ilícito por la ausencia de alternativas. La formalización ofrece salida a esa precariedad histórica. Indultos parciales, incorporación cooperativa, acompañamiento técnico… son piezas de una reparación que llega tarde, pero llega. Lo esencial ahora es evitar que la nueva legalidad reproduzca viejas desigualdades: que no se concentre la renta en unos pocos transformadores o exportadores, que no se expulse a los pequeños por costes regulatorios inasumibles.

Segundo, salud pública. La legalización con controles no es una carta blanca; es una red de seguridad. Productos registrados, etiquetado claro, niveles de cannabinoides estandarizados, contraindicaciones y farmacovigilancia: este es el camino que reduce daños, desplaza adulterantes y permite tratar con evidencia, no con rumores. A la sociedad le va mejor cuando lo que se consume está regulado y fiscalizado.

Tercero, realismo económico. Marruecos compite por convertirse en un polo regional del cannabis médico y funcional. Lo hace con ventajas comparativas (variedades locales adaptadas, clima, mano de obra experimentada) y con un aprendizaje acelerado. Retirar 111 licencias por incumplimientos no es debilidad; es señal al capital serio: aquí se juega con reglas claras. Las cifras de superficie, agricultores y productos no dejan lugar a dudas: el sector está dejando de ser promesa para convertirse en estructura.

Tabla de contenidos

Ahora bien, un modelo robusto exige ajustes finos. Algunas recomendaciones, desde una óptica pro-legalización:

  • Precio y liquidez para el campo. Anticipos contractuales y mecanismos de estabilización que impidan que el productor pequeño regrese al circuito ilícito por necesidad.
  • Burocracia con reloj. Ventanillas únicas, plazos perentorios y trazabilidad digital “semilla a venta” que reduzcan costes de cumplimiento.
  • Estandarización internacional. Escalar certificaciones tipo GMP/GACP para exportación sanitaria; acompañar a cooperativas y pymes en el salto a esos estándares.
  • I+D y denominación de origen. Poner en valor las landraces locales como patrimonio agronómico —la “Beldia” no como folclore, sino como activo diferenciado— y conectar a universidades, hospitales y empresas en ensayos clínicos y de producto.

Perspectiva de futuro sobre el uso adulto

La regulación actual es médica e industrial. Pero el debate internacional se mueve, y conviene abrir una conversación franca —basada en evidencia— sobre cómo integrar el uso adulto en un esquema que minimice daños y maximice beneficios fiscales y sanitarios.

Desde España —vecindad inevitable, economía entrelazada— hay una lección doble. Uno, la política de drogas es más eficaz cuando abandona la retórica y se abraza a la ingeniería institucional: leyes claras, inspección real, incentivos alineados. Dos, para un tejido farmacéutico y cosmético con ambiciones mediterráneas, la orilla sur ofrece sinergias obvias en ensayos, suministro y desarrollo de ingredientes activos. La alternativa es conocida: mirar hacia otro lado mientras los flujos —legales e ilegales— se reordenan sin nosotros.

En suma, retirar licencias no es el reverso de la legalización; es su prueba de estrés. Si Marruecos sostiene el pulso —protegiendo al agricultor, profesionalizando la transformación y cultivando reputación internacional—, el cannabis dejará de ser un estigma y se convertirá en una industria con apellido propio: bienestar social, empleo formal, ciencia aplicada. Lo demás, ruido.

Acerca del autor

Manu Hunter
Escritor y periodista cannábico

Periodista cannábico con un estilo desenfadado pero siempre riguroso. Cuenta historias que prenden, informan y desmontan mitos, acercando la cultura cannábica al mundo con frescura y credibilidad. ¡Donde hay humo, hay una buena historia!