Estábamos en algún lugar al norte de Denver, no lejos de una plantación de marihuana, cuando mi vecino en el autobús turístico dio un gran jalón a su pipa y dijo: “¿Sabes qué es lo que me gusta de este país? Todo el mundo fuma marihuana”. Era un tipo corpulento y con barba que había dejado su rancho de ganado en Kansas, y aunque no parecía el asistente típico a un tour gastronómico, tuve la sensación de que estaba en lo correcto.

Después de todo, aquella tarde en el autobús nos acompañaba una variedad whitmanesca de estadounidenses aficionados al cannabis. Y aquí estaban, fumando porros bajo luces moradas parpadeantes: una pareja gay de Rhode Island, expertos en tecnología de Atlanta y de varias razas, un nutrido grupo de blancos que acababan de aterrizar de Houston para una despedida de soltero y una madre de 60 años de Boston con una casa de playa en los Hamptons.

Todo el mundo fuma marihuana.

Por motivos estrictamente profesionales, yo mismo me encontraba en aquel momento algo menos que enteramente sobrio y no debía haberme sorprendido que el tour de ese día —de una plantación a una tienda y de ahí a una comida para el bajón después de fumar— hubiese atraído a esa pluralidad de amantes de la marihuana. Aunque pensándolo bien, el auge del turismo del cannabis en Colorado no es ninguna sorpresa.

Es como visitar el Valle de Napa, pero con marihuana en lugar de vino. La “fiebre verde” del estado, como todo mundo la llama, es un negocio multimillonario de laboratorios de cultivos hidropónicos y dispensarios artesanales, pero la infraestructura turística que ha surgido para que los visitantes se surtan del producto y paseen por los alrededores opera con base en un principio bastante sencillo: todo es mejor cuando estás muy fumado.

Al comenzar mi exploración del comercio de la marihuana de Colorado, se me ocurrió que en la experiencia misma estaba implícito un cierto grado de letargo. Así que fui en busca de algo más que un tour de dos horas, pero sin llegar a una experiencia de inmersión absoluta como el Ganja Yoga Retreat.

Las opciones me resultaron vertiginosas: en dos años desde que el estado aprobó la venta de marihuana para consumo recreativo, una economía compleja creció como el humo. Los consumidores pueden ir a esquiar a las montañas a bordo de transportes que admiten marihuana, si ese es su deporte favorito, o bien pueden reservar que un servicio especial como THC Limo los recoja en el aeropuerto.

Ya bajo los efectos de la marihuana, pueden tomar clases de pintura, dar paseos por las montañas, e incluso disfrutar una cena con marihuana de cuatro platos con chefs exclusivos. Así mismo, los visitantes pueden hacer uso de aplicaciones como Leafly y Weedmaps para ponerse en contacto con vendedores cercanos o reservar su “bud-and-breakfast” (que obviamente incluye la venta de marihuana, además del hospedaje y el desayuno) a través de sitios web como TravelTHC.

Al final, opté por un tour de degustación de tres días en Denver por el precio de 1,295 dólares, que no incluye ticket de avión, de una de las compañías para turistas del cannabis más conocidas de Colorado, My 420 Tours. Un especialista en cannabis me ayudó a planear mi fin de semana e insistió con toda delicadeza en que tomara el tour gastronómico y el masaje privado con aceite medicinal de marihuana.

Después de reservar el viaje, pasé algunas horas echando un vistazo a la Guía de Marihuana de Colorado en línea (cursos para aprender a fumar en pipa de agua, alquiler de inhaladores, etc.) y leyendo los reglamentos pertinentes (¿Se puede fumar en lugares públicos? No. ¿A bordo de un vehículo con permiso comercial? Pásenme el encendedor). Pero entonces, en un lapso de dos semanas, no tuve noticias de My 420. Justo cuando comenzaba a preguntarme si no me habían tomado el pelo, me llegó un correo electrónico con mi itinerario. “Felices viajes, Alan”, decía el mensaje, y tras leer aquello, me convencí.

He de decir, para empezar, que no fumo tanto. Mientras que el bourbon no me dura mucho en la alacena, fumo porros, cuando mucho, unas cuantas veces al año. Es por eso que agradecí el primer evento del fin de semana: un curso de inmersión con un sommelier del cannabis. Para entonces ya me había registrado en mi hotel, el Crowne Plaza Denver, en el centro de la ciudad, donde un empleado de la recepción, haciendo un guiño, me había entregado un inhalador grande de metal, que era, por así decirlo, mi unidad para consumo en la habitación. Una vez en mi cuarto, le di un jalón de prueba. Apenas eran las 9 de la mañana.

Ya en el estado de ánimo adecuado, bajé para reunirme con un hombre llamado Mike Metoyer, que, según me habían dicho, sería mi guía espiritual del cannabis durante el fin de semana. Encontré a Mike en el lobby, esperándome con su camiseta de My 420 con el logo corporativo que muestra un par de hojas de marihuana que brotan detrás de las montañas. Se presentó y me entregó una bolsa de bienvenida. Esta, observé, contenía un pequeño inhalador para exteriores, un ejemplar reciente de la Dope Magazine y —dado que es un cultivo importante en Denver— una botella de aceite de lavanda para ayudarme a aterrizar en caso de los efectos del cannabis me sentaran mal.

Como casi todos los que conocí en el comercio local de marihuana, Mike, de 22 años, educado en una iglesia pentecostal, se había acercado a la marihuana hacía poco. Me contó, de camino a una discoteca, que apenas unos años antes trabajaba como guía en una mina de plata en las montañas cuando J.J. Walker, fundador de My 420, fue a uno de sus recorridos. Aparentemente, Walker se impresionó y le ofreció trabajo. “Al principio no podía creer que existiera un trabajo de ‘guía turístico de la marihuana’”, me dijo. “Pero como puedes ver, sí”.

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En el local nos esperaba nuestro sommelier, Michael Pyatt, director de capacitación de Native Roots; “el Gucci de los dispensarios”, me dijo Mike al oído mientras nos sentábamos a la mesa. Pyatt es un hombre alto y delgado de 27 años, que anteriormente era vendedor de Best Buy. Su conocimiento del producto, acumulado a lo largo de años de investigación, era exhaustivo y, en pocos minutos, nuestra mesa estaba repleta de pequeñas bolsas de plástico con marihuana.

“¿Fumas?”, me preguntó Pyatt. Le dije que no mucho. Y así fue como, usando un lenguaje casi enológico, comenzó a describir las cualidades de las marcas propias de Native Roots: Harlequin, por ejemplo (“es una mezcla de tres sativas”) y Sour Kush (“es amizclada, dulce, cerebral, con una estructura muy densa en el brote”).

Mientras Pyatt buscaba en su bolsa de delicias otra cepa qué mostrarme, me di la vuelta para ver a Mike y le pregunté qué tipo de viajeros hacían estos tours. “Hay de todo”, me dijo, “hombres, mujeres, jóvenes, viejos, pero el 60 por ciento de los turistas vienen de Texas” (“Es una sociedad donde se reprime el consumo”, dijo Pyatt). Después Mike añadió: “La mayoría de nuestros clientes se sorprenden la primera vez que fuman en el autobús turístico. Todos dicen: ‘¿estás seguro de que es legal?’ Cuando les digo que sí, dicen algo como, ‘¡No, puede ser, este es el momento que he esperado toda mi vida!’”

El año pasado, decenas de miles de personas vinieron a Denver para la High Times Cannabis Cup, un evento de comercio de marihuana con competiciones (el mejor producto comestible o la mejor flor de sativa), y se esperaba una concurrencia igualmente numerosa en la reunión de este año, que tuvo lugar en Broomfield, Colorado, el 19 de abril. “En esos días, si caminas por el estado puedes oler el cannabis en las calles”, dijo Pyatt. “Mira, digamos que es la temporada alta”.

Para entonces, había encontrado un paquete de su marca favorita, Jellybean, y me había dicho, mojándose los labios con anticipación, “esta te lleva a un nivel maravilloso, es lo mejor que puedes fumar durante el día”. My 420 no tenía permiso para vender marihuana y no podía dar muestras a la clientela, pero eso se solucionó con facilidad. Mike me preguntó si había tenido oportunidad de usar el pequeño inhalador que venía con mi bolsa de bienvenida. Le dije que no, así que Pyatt colocó una cola de Jellybean, de aspecto escarchado por el alto contenido de resina, y me brindó su ayuda: “Podría, si quieres, hacerte una demostración”.

Uno de los beneficios de mi viaje todo incluido al mundo del cannabis de My 420 era que contábamos con transporte y chofer. Un día antes, cuando llegué al Aeropuerto Internacional de Denver, una enorme camioneta negra de la marca Chevrolet me estaba esperando en la puerta. Al subirme, descubrí los asientos de piel, un aroma a hierba quemada y, detrás del volante, un hombre que se llamaba Tariq Williams. Tariq sería mi acompañante el fin de semana: Me llevaría a diversos eventos, entre los que se encontraba el siguiente: una clase de cocina de cannabis.

 La Stir Cooking School en la zona de Highlands ofrece desde hace poco clases de cocina con aceite de marihuana para turistas como negocio complementario. Aquella mañana, nuestra clase estuvo dirigida por un egresado de la escuela de gastronomía Johnson & Wales, Travis French, que nos enseñó cómo preparar tacos de pollo y guacamole con marihuana, así como ensalada de jícama marinada en la misma hierba.

Me vi en una estación de trabajo con otras dos parejas: Jason Lewis, un chef de 43 años, y Holly Gulbranson, de 36, una estilista, que habían venido desde Atlanta para celebrar su cumpleaños, y Scottie y Lauren Long, una pareja compuesta por un joven músico y una vendedora de seguros, quienes habían venido a pasar su luna de miel desde Orlando.

El invierno pasado, un estudio encargado por la Oficina de Turismo de Colorado descubrió que casi la mitad de la gente entrevistada dijo que las leyes permisivas del estado en lo que respecta a la marihuana habían influido en su decisión de venir de visita. Si bien los funcionarios estatales habían argumentado que la encuesta era engañosa, ya que nunca se les había preguntado si la influencia había sido negativa o positiva, la clase de cocina era un ejemplo de que la marihuana se había sumado a los atractivos turísticos de Colorado, como el esquí y las microcervecerías.

Cuando llegamos al laboratorio, mis compañeros de tour bajaron a tropezones del autobús y por un momento se quedaron de pie en el estacionamiento, contemplando una estructura que ocupaba más de 3700 metros cuadrados como si estuvieran ante el Vaticano. Ahí, nos encontramos con Meg Sanders, la directora ejecutiva de Mindful, la compañía que administra el laboratorio. Sanders, que conoce a su audiencia, nos dijo que el lugar albergaba 8000 plantas individuales de 50 cepas distintas. Aquello suscitó un silencio de asombro entre el público marihuanero, que ella interrumpió, con un gesto con la mano, “Muy bien, regresemos a Disneylandia”.

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Los aspectos técnicos del laboratorio resultaron bastante interesantes: congeladores criogénicos, hornos a bajas temperaturas, cientos de lámparas fluorescentes, cosas que uno se encontraría en una planta farmacéutica o en las fotos de una escena del crimen. Sanders nos informó que cada vástago en el edificio había sido etiquetado desde el primer brote con un chip RFID para que el estado pudiera supervisar su camino desde el cultivo hasta la venta.

De ahí fuimos a un dispensario de Mindful. La transformación de turistas a consumidores fue inmediata. En los estantes que se encontraban ante nuestras cabezas, embelesadas, se encontraba toda la línea de productos de Mindful: parches intradérmicos, caramelos masticables, caramelos con tocino, cápsulas 100 por ciento veganas, barras de caramelo Incredible Affogato, bebidas CannaPunch, una variante de cerveza de raíz elaborada con la cepa Bubba Kush, café Wake and Shake, bálsamo para labios Lip Buzz, cremas para aliviar dolores Apothecanna, todos elaborados con marihuana, y, por supuesto, una enorme variedad de hachís, extractos y productos para fumar.

La mañana siguiente, después de visitar el gimnasio del hotel, almorcé con Danny Schaefer, director ejecutivo de Pioneer Industries, sociedad matriz de My 420. Schaefer, deseoso de que viviera la “experiencia completa”, me invitó a “consumir” antes de tomar nuestros alimentos; él se aseguraría de que no se me olvidara nada para el reportaje.

Schafer continúo hablando de que el “turismo tabú” era solo una parte de la economía local de la marihuana, que, añadió, también incluía a las compañías empacadoras, etiquetadoras y proveedoras de lámparas, sin olvidar a los bufetes de abogados, los consultores y —teniendo en cuenta que la industria solo usa efectivo— las empresas de seguridad fuertemente armadas. Fue entonces cuando me contó que la mayor meta de Pioneer Industries era unir todos esos negocios en un grupo de presión influyente, y después convertir a Colorado en el primer destino vacacional para consumo de marihuana del país. “Ya tenemos el esquí, el senderismo, las microcervecerías”, dijo, “y ya somos la Mile High City”, la ciudad que se encuentra a una milla exacta por encima del nivel del mar.

Pero para coronarse será necesario competir contra estados como Washington, que legalizó la marihuana recreativa en 2012, y Oregon, que hizo lo mismo pero con restricciones más estrictas en 2014. También se requerirá la cooperación de los funcionarios estatales de turismo, que, hasta ahora, no han aceptado la idea de que Colorado se convierta en la Tierra Prometida de la marihuana.

“Para la mayoría de nuestros visitantes, la marihuana es un asunto sin importancia”, dice Cathy Ritter, la directora de la Oficina de Turismo de Colorado. “Es un segmento muy pequeño de nuestra población turística”. Cuando hablé con ella por teléfono, Ritter reconoció que no se destinaban fondos estatales para el fomento al turismo de la marihuana porque la mayoría de los fondos, por definición, se gastarían fuera de Colorado y, explicó: “Sabemos que es un delito federal”.

Recientemente, la Cámara de Comercio de Cannabis de Colorado ejerció presión para que se aprobara un proyecto de ley en el estado que les permitiría a los productores y vendedores abrir salones de degustación, tal como se hace con el vino y la cerveza; no obstante, el trabajo real de convertir a Denver en el Valle de Napa de la marihuana estaba en términos reales en manos de la gente que ya está haciéndolo en la práctica como Schaefer o Pepe Breton, cuyo invernadero visitamos después del almuerzo. La historia de Breton resultaba, para entonces, familiar: era un excorredor de bolsa que había ido a probar suerte como productor de marihuana.

Pero me pareció que tenía una interpretación distinta —y ligeramente más siniestra— del futuro de la industria. “Ya vienen los ‘grandes’”, dijo Breton mientras recorríamos su laboratorio. “Y cuando eso ocurra, ya no seré competencia. Solo espero poder vender en el momento adecuado y obtener un buen precio”.

Esa noche, después de mi masaje (no, no te pone bajo los efectos de la marihuana), di una larga caminata por la ciudad. Al atardecer, cuando los últimos rayos de sol bañaban las montañas, Denver estaba cambiando. Podías verlo —en las grúas de construcción, los viejos edificios de ladrillo que cedían su paso a condominios, y en los rostros de los turistas de la 16th Street, la calle peatonal llena de comercios.

¿Qué ocurriría, me pregunté, cuando llegaran Philip Morris y Pfizer —los “grandes”—, como sugirió Breton, y el comercio poco convencional y en ciernes de la marihuana creciera de repente y se volviera corporativo? Ya era codicioso, pero ¿qué pasaría entonces?

Para aquel momento, ya había cruzado el Río South Platte en dirección hacia Highlands nuevamente.

En el vecindario me encontré un restaurante de hamburguesas y entré para cenar. Dentro, la temperatura era cálida y en la televisión había un partido de básquetbol universitario; me senté cerca de un grupo de comensales en el bar. Al pedir una cerveza, me di cuenta de que me alegraba mucho de haber visitado Denver.

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.