En esta entrega doy comienzo a un extracto del capítulo 5 de TiHKAL, en el que Ann Shulgin narra, con todo lujo de detalles, un interesante viaje con psilocibes cubensis que ella y Sasha tuvieron en cierta ocasión.
Por Ann y Alexander Shulgin
«Un gramo y medio para cada uno de nosotros, del tipo conocido como psilocybe cubensis, mezclado con unos cuantos trozos de otro tipo, todo triturado e ingerido crudo, alrededor de las seis de la tarde. El sabor era agradable.
Los primeros efectos aparecieron a los diez minutos de haber ingerido los pequeños demonios. Poco después, el mundo estalló en patrones visuales. Patrones sobre todas las cosas. Parecían llenar por completo el espacio entre mi entorno y yo. El diseño predominante era el de una especie de ameba cuadrada con un punto central negro, como un núcleo, repetido continuamente y en tres dimensiones. En realidad, comenzaba a parecerse sobre todo a una malla de alambre, con un pequeño punto negro en el centro de cada cuadrado. En tres dimensiones.
En este momento, las ocho menos cuarto de la tarde, nos hemos estabilizado. Yo en más tres y Shura en alrededor de más dos (él supone que un experimento que hizo dos días atrás probablemente haya suavizado su respuesta).
Estoy sentada ante el ordenador, decidida a adelantar trabajo con mis apuntes, pero cada vez se hace más difícil.
¡Bien! Deseaba conseguir una experiencia psiquedélica realmente intensa para escribir sobre ella, y aquí está. Gracias a Dios que no tomamos más cantidad. Un gramo y medio es más que suficiente para bregar con él.»
Me senté allí, intentando ver la habitación a través del bosque de líneas y puntos y bandas de rojos y verdes mohosos. El mundo que me rodeaba se había tornado extraño, casi extraterrestre, y tenía la sensación de que había una personalidad presente, y que no era precisamente amistosa. La sentía indiferente, emocionalmente fría, y tenía un sentido del humor no especialmente amable.
Me recordé a mí misma: «Esta personalidad que estoy percibiendo es una proyección mía. Es necesario admitirla. Soy totalmente yo. Me guste o no, soy yo.»
Abrí un archivo nuevo llamado hongos, y tecleé la fecha en la esquina superior de la página en blanco, pero no pude ir más allá. Se había hecho imposible ver la pantalla a través de los grupos de patrones visuales coloreados que se le superponían, y la parte de mí que pone nombre a las cosas, y que conceptualiza, estaba perdiendo terreno frente a otra parte que solo deseaba sumergirse en el mundo de diseños en tres dimensiones, o por lo menos descubrir cómo relacionarse con él. Así que pensé: «Más tarde, escribiré más tarde. Ahora no puedo hacerlo bien.»
Me fui al dormitorio con mi hombre. Todo se movía. Las paredes se movían, las sábanas, y la manta y la almohada estaban repletas de amebas alambradas y puntos negros, entrelazados con cintas de colores oscurecidos, rojo y amarillo, negro y verde y naranja.
Shura se quitó la bata y se metió bajo las sábanas. Yo me senté sobre la manta, con las piernas cruzadas, y hablé con él sobre lo que estaba pasando, sobre lo que yo estaba viendo. Me di cuenta —y se lo dije— de que, por el momento, no sentía el menor interés en hacer el amor; la cosa tendría que calmarse bastante para que mis pensamientos pudieran marchar en esa dirección.
Lo más interesante y perturbador de todo, expliqué a Shura, era el hecho de que estaba teniendo muchos problemas para encontrar palabras con las que describir lo que veía. Sencillamente, no me resultaba fácil conectar con mi —por lo general— excelente capacidad de verbalizar. ¿Hemisferio izquierdo del cerebro? ¿Hemisferio derecho? Lo que fuera. Comenté que sentía como una clara ruptura entre ambos lados del cerebro, y en estas dos facetas de mí.
El sugirió: «Bueno, ¿por qué no cierras los ojos e intentas contarme lo que ves debajo de tus párpados?»
Enderecé la espalda y cerré los ojos. Lo que vi sobre un fondo negro eran piezas pequeñas y curvas de lo que parecían cintas de caramelo flotantes, y en el extremo superior de cada cinta había pequeños cuadrados uniformemente distribuidos, tres por cinta, y tanto los cuadrados como las cintas estaban coloreados con diversos tonos, blanco grisáceo, rojo oscuro, verde y amarillo, y la escena completa me resultaba fea y aburrida, como el diseño de un suelo de linóleo años 30 de pésimo gusto. Abrí la boca para describírselo a Shura, y no pude hablar. La parte más extraña era —como descubrí en seguida— que no tenía la menor dificultad en encontrar palabras para cualquier otra cosa, sólo para las imágenes que estaba viendo dentro de mi cabeza.
Yo dije: «Esto es raro de verdad. ¡No puedo describirlo!»
Shura, comprensiblemente, no lo entendió. Preguntó, con mucha suavidad: «¿Hablamos de algo inefable? ¿Es eso lo que quieres decir?»
«¡No! ¡Cualquier cosa menos inefable! ¡Es aburrido, poco estimulante y dolorosamente corriente, pero, sencillamente, no puedo aplicarle palabras, en cuanto lo intento se produce una desconexión total!»
«Bueno», dijo, con una voz cálida y tranquilizadora, «deja de intentarlo y limítate a experimentar de momento. Las palabras volverán.»
«Ya lo sé, ya lo sé, solo es que resulta terriblemente frustrante poder hablar de cualquier cosa, pero no ser capaz de describir nada de lo que veo.»
Me estiré y me apoyé sobre la almohada, junto a Shura.
Hay una parte de mí que siente como el deseo de flotar en el mundo de las imágenes. Es una especie de sensación de falta de ego. Esa parte no se preocupa por tomar el control de la situación; así de pronto, le gustaría vagar por ahí y —como dice Shura—, sencillamente experimentar. La otra parte de mí está decidida a tomar el control, y se vuelve algo loca al no poder hacer lo que quiere con las palabras, sobre todo. Y yo no sé con qué parte quedarme. Solo que no tengo elección, ya que está esa extraña desconexión. Me pregunto si los dos lados de mi cerebro están realmente separados de alguna manera.
Se me ocurrió intentar un experimento de control. Me pregunté (hablando en voz alta todo el tiempo a Shura) si, en caso de una emergencia en la vida real, yo sería capaz —en las palabras que él utilizaría— de darme la vuelta, de regresar al punto de partida, para poder afrontarla. Inmediatamente resultó posible hacerlo. Sin problemas. Al menos, si lo hacía poco a poco.
Después de un rato, descubrí que mi percepción del Yo, de estar centrada, aumentaba gradualmente. Y a la vez apareció un incremento en la fascinación por lo que quiera que fuera este mundo interior, este lugar. De momento, no veía qué se podía aprender de ello. Los patrones visuales eran solo la superficie. Por debajo subyacía un estado de ser/saber/ver que no era de mi agrado.
¿Por qué me desagrada? Porque carece de casi todas las emociones y sentimientos familiares a los que estoy acostumbrada. Es una zona de extrañamiento para mí. Ajena.
Lo que significa que debo explorarlo, aprenderlo, adueñarme de cualquiera que sea el aspecto de mi personalidad que represente. Me pregunto si será simplemente mi Espectador.
Sonaba música en la radio, y lo que es bastante interesante, yo la escuchaba sin experimentar ningún aumento especial de la comprensión o de la relación emocional, como suele ocurrir con otros psiquedélicos. En este estado, la música era bastante agradable, pero no tenía nada que ver con el resto de lo que estaba pasando. Era irrelevante.
Miré la cara de mi amado y la vi coloreada a manchas naranjas, amarillas y marrones. No muy bonito, pero desde luego terrenal, y ya había visto ese tipo de coloración en la piel antes, en anteriores experimentos con hongos.
Probablemente, él también me ve con manchas en la cara.
Shura señaló: «Es Beethoven, ¿te sientes cómoda con él?» Yo asentí: «En realidad no importa, pero está bien. Y familiar.»
Pero, incluso mientras lo estaba diciendo, me daba cuenta de que ya no buscaba anclajes como la música conocida, porque había empezado a ser más consciente del anclaje esencial en mi interior, y muy lentamente comenzaba a sentirme menos presionada por los cuadrados de redes de alambre y las incansables corrientes de color, y cada vez más fuerte por dentro.
Volví a buscar los patrones visuales que llenaban el espacio sobre la cama, tratando de averiguar la naturaleza de cualquiera que fuera la forma de conciencia presente. Todo lo que pude sentir era una mente cuya visión del mundo con sus contradicciones y caos era desapasionada; había una actitud de «la cosa es así; no ganas nada con resistirte o quejarte, acéptalo». No era desagradable, sólo tranquila y fría, realista.
Oh, sí, a este le conozco. No es más que una versión de mi propio Espectador, otra vez. Estoy proyectándolo en algo «de allá fuera», pero es parte de mi propia psique, me guste o no.
Yacía de espaldas y había reconocido la proyección de lo que yo llamaba mi Espectador, pero más allá de eso, ¿qué utilidad tenía?
Admitir todo esto como parte de mí misma mejora mi sensación de control, pero no hace nada por responder la pregunta que sigue fastidiándome: ¿qué es este aspecto de mi mente? ¿Es también una faceta de la mente universal? Sí, por supuesto. Así que ya estoy de nuevo en el viejo bucle. Sea lo que sea la conciencia universal, la nuestra propia no es sino un reflejo suyo. La parte de nosotros que solemos preferir, con la que nos sentimos cómodos —la parte afectiva, amorosa, preocupada— está equilibrada con otras partes, incluyendo la que ha emergido en esta experiencia, que se caracteriza por conocimiento frío, aceptación, falta de calor o respuesta emocional. No es hostil a estos sentimientos, pero no está interesada en ellos. Y, por supuesto, esto describe a mi Espectador, ya que su función es observar y aprender.
Estábamos tumbados juntos, Shura y yo, cogidos de la mano, escuchando ahora una de mis piezas musicales favoritas, las Danzas Sinfónicas de Rachmaninoff.
Hicimos varios movimientos hacia el encuentro amoroso, pero mis esfuerzos eran a medias, y por fin le dije a Shura que había demasiadas distracciones, «no creo que pueda concentrarme lo suficiente, cariño. Tal vez más tarde.»
Él empujó mi cabeza hacia su hombro, volviendo a abrazarme. «Tú sigue tus instintos, nena. Sólo mantenme informado de lo que pasa.»
Por fin se me ocurrió preguntarle qué estaba experimentando él. Se avergonzó y después admitió: «Estoy disfrutando de la música y en un buen punto, pero —lo creas o no— no he tenido ningún efecto visual, en absoluto.»
Alcé la cabeza y lo miré fijamente a través de velos manchados de colores —en aquel momento, marrón y rojo oscuro, sobre todo— y dije: «¡Por amor de Dios, Charlie Brown, ¿NINGÚN efecto visual?»
Él soltó una risita y sacudió la cabeza: «Debería haberlo previsto, después del experimento de principios de semana. Pero está bien. Tú pareces tener suficientes efectos visuales por los dos.»
Información sobre PIHKAL y TIHKAL en castellano:
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]. C. Ruiz Franco es licenciado en Filosofía y DEA del doctorado de la misma carrera, cuenta con un posgrado en Sociología y otro en Nutrición Deportiva. Se considera principalmente filósofo, y es desde esa posición de pensador como contempla el mundo y la vida. Se interesa principalmente por las sustancias menos conocidas, y sobre ellas publica mensualmente en la revista Cannabis Magazine.