En la entrega anterior de esta sección se explicó cómo muchos investigadores que trabajan en el campo de las drogas se encuentran tentados a exagerar los resultados de sus investigaciones cuando presentan resultados sobre los efectos negativos de las mismas.
Ello se debe, sin duda, a la situación legal actual de las drogas. El estatus legal de las drogas hace que las políticas de drogas estén basadas en la propaganda mediática de los riesgos y se niegue cualquier posible beneficio de su consumo. Por ello, las instituciones que financian los estudios científicos de las drogas enfocan generalmente sus presupuestos en financiar estudios que tienen como objetivo investigar los riesgos, siendo rara la financiación de otro tipo de investigación.
Debido a esto, los investigadores que, con el dinero institucional, encuentran los resultados que quieren leer las instituciones, y así los publican y emiten los pertinentes informes que envían a las agencias financiadoras, son los que siguen recibiendo dinero para seguir investigando sobre los efectos negativos. Y así es muy difícil romper este círculo vicioso en el que ciencia sesgada y políticas de drogas se retroalimentan. Este círculo vicioso hace, además, que muchos científicos, como vimos en la entrega anterior, caigan en la tentación (como ocurre en otros ámbitos de la ciencia, por cierto), de no contar del todo los aspectos metodológicos con los que se han hecho sus estudios, de tal forma que los resultados obtenidos se aproximen lo más posible a los resultados esperados. En este caso encontrar, efectivamente, que tal o cual droga produce tales o cuales efectos negativos sobre los consumidores.
Pero no siempre estos sesgos en las interpretaciones de los resultados científicos se hacen a propósito. Debido al estatus legal en el que la investigación sobre drogas está inmerso, y el cual los investigadores aceptan tal cual, estos no se cuestionan que quizás algunas de las interpretaciones de los resultados de sus estudios están sesgados y, ciegos a ese sesgo, los resultados encontrados se interpretan como consecuencia directa del consumo de drogas y no de otros factores que pueden estar explicándolos y que, como decimos, precisamente por estar demasiado imbuidos en la cultura dominante de la prohibición, no se tienen conscientemente en cuenta.
Veamos un ejemplo de ello. En el año 2008 se publicó un artículo en una de las revistas más prestigiosas de psiquiatría, Archives of General Psychiatry (hoy conocidas como JAMA Psychiatry) que llevaba por título “Regional brain abnormalities associated with long-term heavy cannabis use” [Anormalidades cerebrales regionales asociadas con el consumo pesado de cannabis a largo plazo][1]. En este trabajo se compararon a 15 usuarios de cannabis que llevaban un mínimo de 10 años consumiendo al menos 10 porros al día y se les comparó con 16 sujetos que nunca habían consumido. A todos se les metió en una máquina de resonancia magnética, una técnica de neuroimagen que permite visualizar la actividad cerebral y estructuras cerebrales y se midió el tamaño de diferentes estructuras, principalmente el hipocampo y la amígdala, áreas en las que están involucradas la memoria y el procesamiento emocional de los acontecimientos, respectivamente. También se preguntó a los sujetos por su historia de consumo de cannabis (cantidad, frecuencia, etc.) y se les pasaron pruebas midiendo síntomas psiquiátricos y posibles problemas de memoria. Se encontró que el grupo de usuarios de cannabis tenían el hipocampo y la amígdala más pequeños que los no consumidores y que, además, la reducción del hipocampo correlacionaba negativamente con la cantidad de cannabis consumido, esto es, cuanto más cannabis habían consumido los sujetos, más era la reducción del hipocampo. También se encontraron diferencias entre los consumidores y los no consumidores en síntomas psicopatológicos y en el rendimiento en la prueba de memoria. Por último, también se encontraron correlaciones positivas entre los síntomas psicopatológicos y la cantidad de cannabis consumido, de tal forma que, a un mayor consumo, más síntomas psicopatológicos mostraban los sujetos. La conclusión de los autores era tajante: «Estos resultados proporcionan nueva evidencia de anormalidades estructurales relacionadas con la exposición al cannabis en el hipocampo y la amígdala en los consumidores pesados a largo plazo y corroboran hallazgos similares en la literatura animal. Estos resultados indican que el consumo diario de cannabis durante períodos prolongados ejerce efectos nocivos sobre el tejido cerebral y la salud mental».
En este estudio se había encontrado por primera vez la prueba de que el consumo intenso de cannabis durante periodos prolongados de tiempo producía alteraciones cerebrales y que además esas alteraciones cerebrales podían estar implicando la aparición de problemas serios de salud mental. Como no podía ser de otra forma, este estudio fue publicitado por los medios de comunicación con titulares como el genérico “Demuestran que fumar porros sí afecta a la estructura cerebral”[2], el más alarmante “Estudio reveló que uso abusivo de la marihuana atrofia el cerebro”[3], o el más definitivo “El abuso del cannabis atrofia el cerebro”[4] (noticia esta última, por cierto, ilustrada con una fotografía en la que se ve a una persona joven fumándose un porro hecho aparentemente, por el tamaño del mismo, con varios papeles).
Unos años después, en la también prestigiosa revista científica PLOS ONE, se publicó un estudio con el sorprendente título: “Religious factors and hippocampal atrophy in late life” [Factores religiosos y atrofia hipocampal en la vejez][5]. Como en el estudio anterior, se utilizó una prueba de neuroimagen para medir el volumen del hipocampo a 268 sujetos que eran mayores de 58 años y se midieron también posibles síntomas psicopatológicos para descartar que los resultados encontrados se debieran a dichos síntomas y no tanto al factor religioso, que era lo que se estaba estudiando. Los escáneres cerebrales se repitieron varias veces a lo largo de los años (cada dos años) para estudiar la evolución de las estructuras cerebrales a lo largo del tiempo. Se encontró una atrofia del hipocampo significativamente mayor en los participantes que manifestaron haber tenido una “experiencia religiosa que cambia la vida”. También se encontró una mayor atrofia progresiva a lo largo del tiempo en los hipocampos entre los pertenecientes a la religión protestante con experiencias de “haber nacido de nuevo”, los católicos y los que no tenían afiliación religiosa en comparación con los protestantes no identificados como “haber nacido de nuevo”. Sin duda un hallazgo sorprendente.
En un mundo en el que la religión estuviera tan perseguida y criminalizada como el cannabis podríamos haber leído en la prensa titulares como: “Demuestran que el ir al culto sí afecta a la estructura cerebral”, “Estudio reveló que una lectura abusiva de los evangelios atrofia el cerebro”, o “El ir mucho a misa atrofia el cerebro”. Lógicamente, en un país en el que existe la libertad religiosa, y concretamente en los Estados Unidos, que es donde se realizó el estudio y donde el fanatismo religioso es bastante alto, por cierto, no se podían sacar conclusiones de este tipo en las que se relacionara directamente la práctica de una religión con la atrofia cerebral.
Los investigadores relacionaron más bien esta atrofia cerebral con las cargas de estrés que podrían estar sufriendo personas excesivamente religiosas. No porque la religión produzca estrés, sino porque, de acuerdo a los investigadores, las personas más involucradas en una práctica religiosa podrían estar sufriendo algún tipo de estigma por el hecho de estar tan involucradas en sus prácticas religiosas que se podrían estar de alguna manera apartando de la sociedad. Y el rechazo social produce estrés. Esto, como decimos, en el que la práctica de una religión y el fanatismo religioso (mientras no sea musulmán), está perfectamente aceptado e integrado y donde sí se produce estigma este no viene motivado políticamente, sino que es autoimpuesto.
La razón para vincular atrofia cerebral y estrés es porque hay un gran cúmulo de evidencias que indican que el estrés es perjudicial para el cerebro. En situaciones de estrés mantenidas en el tiempo se liberan hormonas del estrés, como el cortisol. El cerebro, y más concretamente el hipocampo, es muy sensible al cortisol y un exceso del mismo termina produciendo muerte en las neuronas que se refleja en un menor volumen de las estructuras cerebrales. Pero, si en un país en el que la religión está permitida fanáticos religiosos pueden sufrir estrés derivado del estigma social, ¿qué puede estar pasando en los cerebros de los consumidores de cannabis, una práctica que en un país como los EE.UU. puede llevar a alguien a la cárcel?
En un estudio realizado con 34 usuarios de marihuana medicinal de un dispensario del estado de Washington, se les hicieron pruebas en las que se recogían las cargas de estrés que sufrían, así como se evaluó su salud mental mediante cuestionarios y entrevistas. Se encontró que los usuarios tenían 2,5 puntos de estrés psicológico más que la población general (a la vez, tenían un tercio menos que los usuarios de centros médicos convencionales). Pero cuando se exploró con detalle a qué podía deberse esa mayor sintomatología estresante, la sorpresa fue que el 76% de los enfermos habían estado expuestos al menos a 119 tácticas diferentes de hostigamiento policial. Los participantes de este estudio achacaron sus moderadas cargas de estrés psicológico a la criminalidad de la marihuana, y no tanto a sus efectos. De hecho, otra conclusión de este estudio es que precisamente la marihuana les permitía contrarrestar el malestar producido por la situación legal en la que en cualquier momento podían sufrir un acoso policial por hacer uso de una medicina que a ellos les sentaba bien pero que el gobierno federal estadounidense se empeña en criminalizar[6]. Un ejemplo visual de este tipo de acciones policiales, esta vez en un dispensario de Oregon, en el que durante el asalto policial los policías no tienen reparo en probar los mismos productos de marihuana por los que se persigue a los usuarios, se puede ver aquí: https://goo.gl/dYpaUQ.
Estos ejemplos parecen mostrarnos que hay posibles sesgos implícitos dentro del campo de la investigación sobre efectos negativos de las drogas a los que los investigadores, o son ciegos, o no hacen caso. En el estudio que hemos comentado, en el que se encuentra relación entre atrofia cerebral, psicopatología y consumo de cannabis, ¿no se podría ofrecer la explicación alternativa de que lo que la atrofia, de hecho, no es consecuencia del consumo de cannabis sino del estrés al que está sometido el usuario? ¿Los mayores síntomas psicopatológicos no podrían explicarse por las conductas paranoicas que deben desarrollar los usuarios de cannabis en los EE.UU. para no ser multados y encarcelados? De hecho, esta mayor atrofia cerebral entre usuarios de cannabis no se ha replicado en otros estudios, pero nadie ha hecho el intento de comparar los sistemas judiciales entre los diferentes países en los que estos estudios se han hecho, para poder entender por qué en unos estudios se encuentran alteraciones cerebrales y en otros no. Y desde luego ningún estudio ha analizado este posible sesgo a la hora de interpretar los resultados. Quizás el consumo de drogas produce monstruos, muchas veces infantiles, comparados con los monstruos a los que la prohibición nos tiene acostumbrados a sufrir.
REFERENCIAS
[1] Yücel M, Solowij N, Respondek C, Whittle S, Fornito A, Pantelis C, Lubman DI.
Regional brain abnormalities associated with long-term heavy cannabis use.
Arch Gen Psychiatry. 2008; 65(6):694-701
[2] http://goo.gl/ObbaAH
[3] http://goo.gl/yqlN7C
[4] http://goo.gl/QE2ltu
[5] Owen AD, Hayward RD, Koenig HG, Steffens DC, Payne ME.Religious factors and hippocampal atrophy in late life. PLoS One. 2011; 6(3):e17006.
[6] Aggarwal SK, Carter G, Sullivan M, Morrill R, Zumbrunnen C, Mayer J. Distress, coping, and drug law enforcement in a series of patients using medical cannabis. J Nerv Ment Dis. 2013; 201(4):292-303.
Jose Carlos Bouso
José Carlos Bouso es psicólogo clínico y doctor en Farmacología. Es director científico de ICEERS, donde coordina estudios sobre los beneficios potenciales de las plantas psicoactivas, principalmente el cannabis, la ayahuasca y la ibogaína.