Por Dr. José Carlos Bouso

Terminaba el anterior artículo de esta sección comentando los resultados de un estudio realizado con MDA (3,4-metilendioxianfetamina; no confundir con MDMA) en el que se habían estudiado los mecanismos perceptivos que podían estar en la base para explicar las visiones inducidas por alucinógenos y explicando cómo, por diferentes razones, no se había llegado a conclusiones claras, pero que uno de los resultados que se encontró al evaluar los efectos subjetivos inducidos por la sustancia fue que los sujetos puntuaron alto en una escala de misticismo, y adelanté que el siguiente artículo, o sea, éste, versaría sobre las diferentes investigaciones que se están realizando hoy día precisamente para evaluar la capacidad de los alucinógenos para inducir experiencias de tipo espiritual que puedan tener como efecto principal a largo plazo un cambio a mejor en la personalidad de los iniciados. Allá voy, pero antes permítaseme hacer un repaso histórico-antropológico al asunto para que, entendiendo las raíces culturales de este tipo de investigación, el lector pueda formarse una idea propia acerca de las implicaciones sociales que este tipo de investigación tiene, cualesquiera que estas sean. No hace falta recordarle al lector que las ciencias humanas no son neutras, los temas que se investigan necesariamente obedecen al contexto cultural en el que están inmersas, y la ciencia psiconáutica, en cuanto a tal, no se escapa a ese axioma.

Stephan Beyer, en su monumental libro titulado Singing to the plants[1], probablemente la mejor y más actualizada enciclopedia-guía publicada a día de hoy sobre chamanismo vegetalista, explica cómo es el alma, no el espíritu, el verdadero paisaje del chamanismo: «Los chamanes lidian con la enfermedad, la envidia, la malicia, la traición, la pérdida, el conflicto, el fracaso, la mala suerte, el odio, la desesperación y la muerte -incluso la suya propia. El propósito (cursiva del autor) del chamán es morar en el valle del alma -curar lo que se ha roto en el cuerpo y en la comunidad.» Sin embargo, nos explica Beyer, el estudio del chamanismo moderno lo inauguró Mircea Eliade con su famoso libro El chamanismo y las técnicas arcaicas de éxtasis, en el que se nos cuenta un chamanismo «esencialmente caracterizado por la ascendencia a los cielos, el éxtasis, el vuelo del alma y los viajes fuera del cuerpo al reino del espíritu», una visión que ha trascendido el trabajo pionero de Eliade llegando hasta nuestros días. Continúa Beyer: «su ampliamente citado tratado sobre chamanismo está lleno de referencias al cielo, a la ascensión, a lo vertical más que a lo horizontal». Pero donde se juega la vida el chamán en realidad en su práctica cotidiana no es en la ascensión, cuando sube al reino del espíritu, sino en el viaje horizontal, cuando se adentra en el terreno del alma. Y en este error es en el que cae el etnomicólogo aficionado Robert Gordon Wasson cuando «descubre» a María Sabina en las montañas mazatecas de Oaxaca. Tal y como nos explica Beyer, los niños santos de María Sabina no se utilizaban para buscar a dios, los niños santos los utilizaban María Sabina y sus congéneres chamanes mazatecos para curar enfermedades, para resolver problemas comunitarios, para, jugándose la vida, lidiar en los mundos del alma. Pero a Wasson el mundo del alma no le interesaba, a él le interesaba, como buen protestante, el mundo del espíritu, por eso cuando desveló el misterio de los hongos su narración versa menos sobre el trabajo de María Sabina y más sobre su experiencia subjetiva con los honguitos en aquella velada que María Sabina le ofrendó. Wasson y sus amigos no tomaron los hongos porque sufrieran una enfermedad, los tomaron porque querían encontrar a dios, pero encontrar a dios no es el propósito del chamanismo, ni el uso del que hacían los mazatecos de los niños santos. “Para encontrarse con dios uno va a la iglesia”, decía María Sabina. Por eso, desde que los hongos fueron profanados, desde que Wasson y sus secuaces les despojaron de su verdadera utilidad, los niños santos dejaron de hablarle a María Sabina, dejaron de funcionar. Nos cuenta Beyer cómo Wasson fue claramente a México buscando una experiencia mística y cuando se encontró a María Sabina, efectivamente la tuvo, al margen del uso tradicional que ella hiciera de los hongos psilocibios.

Maria Sabina y Polonia

Si el lector me permite abrir un paréntesis, me gustaría, ya dejando a Beyer y antes de entrar definitivamente en temática, explicar la turbación que me produce la incomprensible paradoja de cómo la intelectualidad enteogénica ha tratado de manera tan diferente e injusta la obra y figura de Carlos Castaneda en relación a la de Wasson. Quizás porque el propio Wasson en vida criticó con dureza a Castaneda y quizás porque esas críticas han perdurado en los discípulos de Wasson, obsesionados todos por menospreciar, cuando no claramente despreciar, el trabajo de Castaneda, en relación, eso sí, siempre, al de Wasson. No solo esto es turbador: lo más perturbador de todo es asistir a cómo el término enteógeno, propuesto por Wasson y sus colaboradores de entonces, ha sido tan ciega y acríticamente aceptado. Pereciera como si la contracultura psiconáutica careciera de criterio para juzgar unos hechos de manera racional, quedando tan tergiversados que lo justo es injusto, y viceversa, y lo especulativo rigurosidad, y al revés. Wasson ha pasado a la historia como el gran «descubridor» de una tradición fúngica que se creía perdida en la historia y Castaneda, por su parte, como el gran estafador. No sabemos si la saga de Las enseñanzas de Don Juan es ficción o antropología, pero lo cierto es que están basadas en su tesis doctoral sobre chamanismo mexicano, mientras que Wasson era un simple aficionado; y lo cierto es que Castaneda explica técnicas y rituales que pueden encontrarse en cualquier ritual chamánico, aparte de describir plantas alucinógenas ampliamente usadas en chamanismo. ¿Todo es invención de Castaneda o lo que hizo fue alterar datos, localización de lugares, técnicas y demás información para que no se pudiera localizar ni a Don Juan ni a la comunidad a la que pertenecía? ¿Acaso Castaneda en lugar de jactarse por haber «descubierto» una tradición lo que hizo fue «traicionar», no con el fin de engañar al lector, sino con el de proteger una tradición que, como nos había enseñado Wasson una década antes, es culturalmente frágil? ¿Cómo es posible que el que ha salvaguardado la identidad de sus informantes haya pasado a la historia como un farsante y el que hizo público un «descubrimiento», haciendo gala del más despreocupado colonialismo, haya pasado a la historia como un héroe? Y lo más rocambolesco: el antropólogo profesional, para no causar daño, escribe literatura aún a costa de ser desprestigiado mientras que el aficionado, ávido de reconocimiento, cuenta a sus conciudadanos, aprovechando la enorme tirada de la revista Life[2], no que aún existen prácticas ancestrales, sino que aún existen conquistadores que descubren nuevos mundos, por mucho que esos mundos fueran más viejos que los de los conquistadores. De hecho, después de que Wasson pasara por Huautla, dejó un reguero de envidias que se manifestaron, entre otras cosas, en que a María Sabina le quemaran la casa varias veces y fuera otras tantas despreciada por los miembros de su propia comunidad, sin que Wasson nunca viniera en su ayuda. Esto en cuanto a las personalidades de cada cual y sus respectivas obras científico-literarias. Respecto al término enteógeno, ya roza el cachondeo que un término propuesto por alguien que ejerció el colonialismo cultural y que no describe una realidad cultural sino una visión etnocéntrica de unas prácticas chamánicas, además cargada de ese contenido tan radicalmente protestante, haya calado tan hondo en la comunidad psiconáutica internacional. En el paroxismo del sinsentido se encuentra ya la defensa de que el término enteógeno, según los defensores de este término, no hace referencia a una categoría farmacológica de drogas, sino a un contexto cultural en el que se toman, y ese contexto cultural generalmente es ritual y situado en culturas indígenas. De esta forma, drogas de farmacología tan diferentes como la hoja de coca o la ayahuasca serían enteógenos cuando su uso se produjera dentro de un contexto cultural indígena. El sinsentido viene cuando precisamente en los contextos tradicionales en los que se toman drogas buscan cualquier cosa excepto comunicarse con dios, sea este un dios interior o exterior. Los contextos tradicionales buscan curar, lidiar con males físicos y sociales, no tener experiencias místicas. Los únicos que buscan experiencias místicas con drogas son los occidentales, luego el término enteógeno, de servir para algo, debería quedar circunscrito al uso occidental de drogas con fines místicos, y dejar en paz al resto de los contextos, sobre todo los chamánicos. Después de todo, el principal artífice de la creación del concepto, Wasson, creó un término a la medida de su realidad, no para describir un fenómeno externo a él. Una vez entendido esto, estamos ahora en mejor disposición para entender por qué la ciencia occidental hace estudios con alucinógenos evaluando su acción misticomimética. Esto es, porque obedece una tradición cultural teocéntrica, donde la espiritualidad es la unión con lo divino, y nada más. Asumamos esto tal y como es: nuestras experiencias místicas están culturalmente determinadas, y las drogas simplemente nos permitirán el acceso a esa realidad cultural. Dentro de ninguna droga existe encapsulado ningún dios, igual que no existe dentro de nadie esperando a manifestarse cuando ese alguien se drogue. Lo que existe es una tradición cultural religiosa que condiciona el uso que hacemos de las drogas. Por eso, el término enteógeno sólo es preciso si se aplica occidente, algo contrario a su espíritu, que se pensó para contextos chamánicos. Lo dicho, un sinsentido.

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Timothy Leary y Richard Alpert (Ram Dass)

Huxley definió la experiencia psiquedélica como «gracia gratuita», por eso fue quién mejor supo entender que, debajo de la experiencia en realidad, había un sustrato cultural sobre el que actuaba la sustancia, de ahí que, lejos de caer en explicaciones teológicas respecto al mecanismo de acción de los alucinógenos, propusiera una explicación fisiológica de la que ya hablamos en artículos previos. Huxley fue el padrino psiquedélico de Tim Leary, quien, fascinado por ese estado de «gracia», ideó el primer estudio científico para comprobar que, si se elegía el contexto y las personas adecuadas, el «espíritu encapsulado» de los niños santos de María Sabina, la psilocibina, podía inducir experiencias místicas en los iniciados. Hay que entender que esta obsesión de los americanos por demostrar unas propiedades místicas de una sustancia no se deben a otra cosa que al peso enorme que tiene la religión en ese país, de ahí que haya sido el único país en el que, hasta el momento, la investigación psiquedélica haya estado orientada hacia el misticismo.

El experimento, conocido mundialmente como Experimento del Viernes Santo, formaba parte de la tesis doctoral de un alumno de Leary, el estudiante de teología William Pahnke. Pahnke diseñó un cuestionario que evaluaba las siguientes 9 categorías, pertenecientes a una experiencia mística de acuerdo al conocimiento en misticismo de autores reconocidos en la temática: Sentimientos de unidad interna y externa, Trascendencia de espacio y tiempo, Estado de ánimo profundamente positivo, Sentimiento de sacralidad de la experiencia, Realidad objetiva (la experiencia, objetivamente, es real), Paradojicidad, Inefabilidad, Trascendencia, y Cambios positivos persistentes en las actitudes y la conducta[3]. Durante una ceremonia oficiada la noche de Viernes Santo de 1962 en una iglesia de Boston, a la mitad del grupo de voluntarios se le dio 30 mg de psilocibina y a la otra mitad ácido nicotínico, un placebo activo que imita los síntomas fisiológicos de la psilocibina pero que carece de efecto psicológico. En 8 de las 9 categorías citadas hubo diferencias significativas entre el grupo experimental y el de control (la única similitud fue en la categoría «estado de ánimo positivo», en la que no hubo diferencias entre grupos). Lo más sorprendente de todo es que, a los 6 meses, la diferencia entre grupos no solo se mantuvo, sino que aumentó ligeramente. Sin embargo las cosas no fueron tan bonitas como se reportaron en los informes científicos ya que, un sujeto del grupo psilocibina, tuvo un brote psicótico y tuvo que ser medicado. Si bien los resultados, en términos estadísticos, de este estudio fueron irreprochables, no ocurrió lo mismo con los reportes subjetivos de los voluntarios, donde, aparte del caso ya mencionado, muchos manifestaron haber atravesado experiencias difíciles, reportes que no se publicaron. Un seguimiento, realizado por Rick Doblin 27 años después, encontró que, a pesar de las experiencias difíciles por las que atravesaron los participantes, seguía habiendo diferencias entre los grupos respecto al impacto vital positivo que tuvo el famoso experimento[4].

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Más de 40 años después del famoso experimento del viernes santo, el equipo del reputado psicofarmacólogo Roland Griffiths, de la Universidad John Hopkins, reinició la investigación misticomética con psilocibina. Se pretendía replicar el famoso estudio de Pahnke, esta vez con técnicas metodológicamente modernas, y con un cuidado exquisito en el diseño experimental. A día de hoy, se han publicado ya varios artículos científicos con los resultados de estos experimentos. El primero de ellos, en el que se administró una dosis de aproximadamente 30 mg de psilocibina a voluntarios orientados espiritualmente, pues se seleccionaron a personas que estuvieran previamente involucradas en algún tipo de práctica exporitual, y 40 mg de metilfenidato a modo de placebo activo, replicó los resultados de Pahnke de entonces: la psilocibina indujo una experiencia mística a 22 de los 36 voluntarios que participaron en el estudio que calificaron como la experiencia más significativa y espiritual de sus vidas[5], experiencia que se mantuvo como significativa en un seguimiento 14 meses después[6] y que se manifestó en cambios en positivo de personalidad evidenciables con cuestionarios al uso[7]. Un estudio posterior, en el que se administraron diferentes dosis de psilocibina, evidenció, a su vez, que solo las dosis altas inducen experiencias espirituales[8]. Es interesante también constatar que 4 de los 26 voluntarios también tuvieron una experiencia mística con los 40 mg de metilfenidato, algo que dice mucho de lo potente que es el efecto placebo. Por último, si bien fisiológicamente la psilocibina se mostró segura, alrededor del 40% de los voluntarios de estos estudios atravesó por experiencias calificadas como de extrema ansiedad y miedo, que se resolvieron positivamente. Un dato a tener muy en cuenta antes de pregonar a los 4 vientos la inocuidad de estas sustancias. Probablemente el hecho de que el entorno estuviera muy bien cuidado pone de manifiesto que, aún así, las experiencias con psilocibina pueden ser bastante contundentes. También es cierto que ninguno de los voluntarios tenía experiencia previa con ningún enteógeno (término, que para este tipo de estudios concretos, sí parece adecuado). Como se mencionaba al principio de este artículo, el otro estudio en el que se ha evaluado la experiencia mística tras la administración de un alucinógeno ha sido el del grupo de Baggott, donde se administró MDA[9].

En resumen, parece científicamente demostrado que los alucinógenos como la psilocibina o la MDA, inducen experiencias de tipo místico, que promueven cambios positivos en la personalidad y que dichos cambios se mantienen en el tiempo. Los autores de estos estudios discuten el valor de este tipo de experiencias en el tratamiento de algunos trastornos mentales, como son la adicción a drogas o las situaciones de depresión y ansiedad que padecen personas diagnosticadas de enfermedades incurables y que se encuentran en fase terminal. Pareciera como si, debido a nuestro devenir cultural, el sentirse parte de algo más grandioso que nuestra idiosincrásica identidad, redujera nuestra sensación de encapsulamiento, y que ese sentirse unido a todo lo que de vivo nos rodea pudiera aliviar nuestras cargas existenciales y con ello permitirnos vivir una vida más plena. El siguiente artículo de esta sección revisará estos estudios terapéuticos que, hoy día, se están desarrollando con alucinógenos y evaluará críticamente los logros alcanzados, así como los retos que se pretenden alcanzar.

 


[1] http://www.singingtotheplants.com/

[2] http://www.imaginaria.org/wasson/index.htm

[3] http://www.erowid.org/entheogens/journals/entheogens_journal3.shtml

[4] http://www.druglibrary.org/schaffer/lsd/doblin.htm

[5] http://www.erowid.org/references/texts/show/6693docid6202

[6] http://www.erowid.org/references/texts/show/7339docid6508

[7] http://www.maps.org/w3pb/new/2011/2011_Maclean_23187_1.pdf

[8] http://www.maps.org/w3pb/new/2011/2011_Griffiths_23179_1.pdf

[9] http://www.plosone.org/article/info%3Adoi%2F10.1371%2Fjournal.pone.0014074

Acerca del autor

Jose Carlos Bouso

José Carlos Bouso es psicólogo clínico y doctor en Farmacología. Es director científico de ICEERS, donde coordina estudios sobre los beneficios potenciales de las plantas psicoactivas, principalmente el cannabis, la ayahuasca y la ibogaína.